La subjetividad no es, para Romeo Tello A., condición suficiente a la hora de caracterizar el ensayo. «Apelar a la sola exploración del terreno solitario de la subjetividad», dice en este breve ensayo sobre el ensayo, «puede parecer un ejercicio de modestia, o valerosa rebeldía, pero en el fondo esconde lo contrario: la suficiencia del autismo». Se trata, más bien, de ahondar en la ambigüedad de esta subjetividad, en la contradicción que hay en que uno sea uno entre otros.
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AUTISMO + ESTILO = AUTISMO
AUTISMO Y PLAGIO
Nadie debe extrañarse de que el ensayista se ande por las ramas. La verdad es que si fuera del todo honesto conmigo mismo, es decir, con mi impudicia, a este breve texto le habría puesto un título distinto. Y ese título habría sido “Literatura + enfermedad = enfermedad”. Pero me detuvieron dos razones de peso: la primera es que ese título ya existe y se lo dio Roberto Bolaño a uno de sus mejores ensayos, un texto que escribió poco tiempo antes de morir, y que para mí constituye un modelo de belleza, humor, valentía e inteligencia. En ese ensayo, Bolaño nos recuerda que “Los libros son finitos, los encuentros sexuales son finitos, pero el deseo de leer y de follar es infinito, sobrepasa nuestra propia muerte, nuestros miedos, nuestras esperanzas de paz”. La segunda razón para no utilizar aquella ecuación como título propio es más modesta; es, digamos, de marketing o de semántica. Se me ha pedido que hable de ensayo, literatura y academia, y aquel título (aunque hermoso y misterioso) no refleja este tema. Pido una disculpa.
AUTISMO Y AUTOAYUDA
Ayer escuché: “Si tienes que andar preguntándote qué es el ensayo, quizás es porque el ensayo no es lo tuyo”. Curiosa proposición. Lo que observo es todo lo contrario: si hay un género que tiende constantemente a buscarse a sí mismo es precisamente el ensayo. Los cuentistas son dados a escribir decálogos, preceptos sobre el arte de escribir cuentos. A los novelistas les da por decretar muerte de la novela y su resurrección en variopintos avatares. Intentos por definir la poesía —por fijarla con un taxonómico alfiler sobre el corcho de la realidad— han habido siempre, pero estos suelen provenir de fuera y parecen apuntar más a una esencia cuasi divina que a una práctica literaria. Pero el ensayo se busca desde dentro, es decir, es el ensayista el más preocupado por definirlo y retratarlo, y para ello, además, casi siempre utiliza como punzón al propio ensayo. Ahí está el rosario de definiciones ilustres: desde “el cansino centauro” de Reyes, “la forma sin forma” de Adorno, hasta “el cerdo enlodado” de Edward Hoagland. Juan Villoro dice que el ensayo es el dedo del amigo que nos acompaña en el museo y nos señala aquello que no habíamos advertido (es decir, un gesto útil, pero siempre marginal), y Ortega y Gasset, bueno, ya saben lo que dijo. Podrá variar el acento —entre lo didáctico y lo poético—, pero dos son siempre las constantes: la caracterización del ensayo como una criatura híbrida, y la intuición del ensayo como una criatura fantasmal o fabulosa, es decir, que quizá no exista.
AUTISMO Y HEIDEGGER
¿Por qué esta necesidad del ensayista de definir su objeto de trabajo, de ubicar los límites de su campo de batalla? ¿De dónde proviene esa inseguridad profesional, ese casi sentimiento de indigencia cósmica? ¿Por qué regresar una y otra vez a la pregunta original, aquella que pregunta: qué es esa cosa, el ensayo? ¿Y equipado con qué mapa o brújula o astrolabio sale el ensayista a buscarlo? Ya lo hemos dicho: con los del ensayo mismo, porque la sagacidad y la versatilidad del ensayista son infinitas. Y así, se pone a ensayar sobre el ensayo, en búsqueda de su esencia, o, más precisamente, en búsqueda de su esencia literaria.
Sale a buscarlo con la mirada llena de esperanza (es decir, de vanidad) y el corazón anegado de terror. ¿Y a qué le teme tanto el ensayista? Las rodillas del ensayista no tiemblan ante la Escila de la página en blanco y la Caribdis de la esclerosis sináptica. Tampoco teme a la falta de originalidad, gracia o eficacia. Su temor es otro y más grande. Es descubrir que el ensayo no sea una especie plenamente literaria, que su ADN sea demasiado impuro, demasiado expositivo, enunciativo o adusto. Demasiado literal, como para ser literatura. El ensayista suda frío. Teme perder sus becas y sus premios; sus encuadernaciones y sus encuentros nacionales (donde casi siempre la pasa bien y hace tanto por el ensayo, y donde además se respira un aire tan cálido y tan poco endogámico). En pocas palabras, el ensayista teme perder la green card que lo acredita como ciudadano de la República de las Letras. Teme, y como todo individuo y pueblo temeroso, se acoraza, se repliega sobre sí mismo y levanta murallas. Después, en un ataque de xenofobia, se apresura a señalar y a perseguir a los diferentes. “Yo soy el ensayista ensayista, y escribo ensayos ensayo”, dice; “soy el heredero y albacea de Montaigne”. “Ustedes, los otros —redactores de ensayos académicos, filosóficos o periodísticos—, si han de convivir conmigo en la ciudadela dorada, deberán de portar siempre el adjetivo escarlata que los identifica como ensayistas espurios, ciudadanos de segundo o tercer orden”. Esto dice el ensayista ensayista, al tiempo que intenta bailar tregua y catala, tregua y catala, pero se tropieza, y entonces se retira a su oficina en la rectoría de Friburgo.
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AUTISMO Y APOLO
¿Y dónde diablos está el maricón de Apolo? Apolo está lleno de sí, sitiado en su epidermis. Y, por lo pronto, no quiere hablar con nadie.
AUTISMO, POESÍA Y PRECIPICIO
Como esto sería solamente el preámbulo (y quizá la justificación) a un ensayo sobre el ensayo y ya me he extendido demasiado, apretaré el paso.
Por supuesto que exagero. Por supuesto que no dudo radicalmente de la naturaleza literaria del ensayo. Es sólo que no coincido con aquellos que pretenden sustentar la condición de literatura del ensayo en su carácter inacabado y subjetivo, en su propensión a la deriva y la errancia. Inacabado y tentativo es cualquier apunte de clase y no por ello es literatura. A la deriva, perdido en instantánea altamar, también está un candidato incapaz de decir los títulos de tres libros fundamentales en su vida, y no por eso está haciendo literatura. No. Me parece que apelar a estos valores (lo parcial, lo inacabado, lo tentativo, lo subjetivo) para definir la esencia del ensayo es un ademán efectista; un gesto que viste mucho (porque Dionisio y la vaporosa posmodernidad siguen teniendo un prestigio avasallador en el mundo del arte), pero que dice poco. Apelar a la sola exploración del terreno solitario de la subjetividad puede parecer un ejercicio de modestia, o valerosa rebeldía, pero en el fondo esconde lo contrario: la suficiencia del autismo.
Lo que tiene de literario el ensayo es lo que tiene de literario toda la literatura: su capacidad para crear o articular sentido ahí donde sólo había un desierto de horror y aburrimiento. La poesía es el canto del significado, dice Yuri Lotman. El ensayo es la voz con la que nos unimos al coro desde la regadera.
NO ERES LOS OTROS
(BREVE ENSAYO SOBRE EL ENSAYO) 1
Ensayar, escribir ensayos, es redactar “la historia universal de uno mismo”. Cada vez, cada ensayo: la misma universal y circunstancial historia. La frase entrecomillada es de Ezequiel Martínez Estrada, pero no recuerdo dónde la leí y ni siquiera estoy seguro de repetirla fielmente. Quizás mi memoria la adapta, como muchas veces hace con las letras de canciones, de acuerdo con cierta vocación efectista y a conveniencias personales. Sea como sea, me parece que la posible cita, como definición del ensayo literario, es rotunda y exacta; si bien no es exhaustiva ni dice nada sobre las características formales del ensayo, expresa puntalmente su naturaleza ambivalente. Los ensayos se arman con elementos e impulsos no sólo heterogéneos, sino incluso contrarios. No son textos híbridos, como la crónica o la novela: son criaturas verbales tensas y contradictorias, seres esquizofrénicos y siempre, sin importar lo que digan sus señas más externas, megalomaníacos.
La bipolaridad esencial del género —la que resume el oxímoron de Martínez Estrada— radica en la disyuntiva entre transcribir la voz de una conciencia o asentar el inventario de la creación. Inventario y, sobre todo, manual de instrucciones. Por una parte, el ensayo literario se sabe un discurso personal y privado; sabe que no es más que una ansiedad revestida de reflexión, una tentativa de permanencia y traslado, un ensayo sin espectadores para una obra que nunca será estrenada. Sin embargo, también aspira a ser un discurso público, edicto, una carta de relación; aspira incluso a ser objetivo y veraz, transparente y verificable. Más aún, el ensayo —a pesar de la relatividad que denota su nombre y del tema concreto de su atención— quiere ser total: el relato íntimo y científico de todos los instantes y cosas del mundo. Aunque alguno de los dos alientos acabe por imponerse, el otro permanece latente, como ruido de fondo. En un caso, el vencido susurra: “más allá del candor de estas palabras, más allá de que parezcan perseguir un mérito exclusivamente verbal y estilístico, lo que dicen es verdad y debe ser conocido y acatado por todos”. En el caso contrario, el contrapunto murmura: “a pesar de la claridad de estas palaras, de su aparente sensatez y solidez, lo que conjuran es mera ficción, no son más que un torbellino de lenguaje girando sobre un espejo o sobre el vacío”.
No es casual el carácter dispar y cismático del ensayo: no es producto de ningún capricho prestigioso ni de la simple continuación de una tradición retórica. Si el ensayo es doble es porque su autor es doble. Y no me refiero a la dualidad que propone la mayoría de las religiones, ésa que separa la parte espiritual de la parte material en el hombre, el cuerpo perecedero del alma inmortal. La dualidad humana de la cual es correlato y consecuencia el ensayo es otra, más real y profunda. Es la ambigüedad de ser uno (estadísticamente irrelevante, minoría absoluta frente a la superabundancia de todo lo demás) y, al mismo tiempo, central y total. Pues cada quien es el principal referente de todo lo que existe, la única perspectiva de todo lo visible. La conciencia de cada hombre es, efectivamente, el escenario donde ocurre todo lo que pasa. Cioran, con esa facilidad que tenía para poner el dedo en la llaga, lo dijo así: “El universo comienza y acaba con cada individuo, sea Shakespeare o Don Nadie; pues cada individuo vive en lo absoluto su mérito o su nulidad…”.
La ambigüedad es nuestro exoesqueleto, es el vaso en el que esa turbia agua que somos se asienta, ahonda y edifica. Y quizás la mayor ambigüedad o la ambigüedad esencial del hombre consiste en ser uno más y, al mismo tiempo, uno menos; es decir, ser uno entre los demás, semejante y acompañado, y ser uno a pesar de los demás, diferente y opuesto a los otros. Borges, que no escapó a esta condición bipolar, puso en “La forma de la espada” (1944): “yo soy los otros, cualquier hombre es todos los hombres”; pero más tarde, en el poema “El ápice” (1976), escribió: “No te habrá de salvar lo que dejaron / Escrito aquellos que tu miedo implora; / No eres los otros”. Si Borges cambió de parecer al respecto de una cuestión tan fundamental, no lo sabemos; yo creo que siempre pensó las dos cosas, pues sabía que una y otra, aunque excluyentes, son igualmente ciertas. Uno es el hombre: mensaje de extrema comunión y extremo abandono por igual.
El ensayo camina sobre la delgada línea que separa la validez de las dos sentencias borgianas: “eres los otros” y “no eres los otros”. Delgada línea que a veces es una meseta. Como sea, el ensayo se funda en esa grieta divisora. Por eso la diferencia y disparidad de registros, por eso la esquizofrenia de querer explicar el mundo mientras se expresa un anhelo o una nostalgia, por eso la indecisión entre ofrecer un punto de vista y otorgar, como el nazareno al ciego, la visión. Intermedio e indeterminado como el hombre mismo, el ensayo es una voz a caballo entre la ciencia y la más vacilante de las opiniones, entre la revelación divina y la confesión del creyente. Debido a esta radical fusión de contrarios, se me ocurre que más que el centauro de los géneros el ensayo es la anfisbena del mundo de las letras, serpiente mitológica de dos cabezas cuyo nombre significa literalmente “ir en dos direcciones”. Pues no estamos ante un simple híbrido o un mestizo de rasgos exóticos; se trata de un desgarro convertido en mónada, de una dualidad permanente aunque volátil, de una contradicción armónica e inevitable. Es el ensayo, genuinamente, el cantar de gesta de una soledad.
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Si bien creo en todo lo que acabo de decir sobre el ensayo, no niego que esta caracterización esconde una justificación y una salvedad. Me interesa resaltar, y hasta cierto punto defender, la ambigüedad del ensayo porque los ensayos que suelo escribir son así justamente: ambiguos y ambidiestros, anfibios y anfibológicos. Quizá no sean del todo contradictorios (o intenten no serlo) en su contenido, en la orientación de sus ideas, pero en lo que sin duda se muestran inconstantes y erráticos es en la forma de expresarlas, en su tono y en su ánimo. Tiene que ser así, porque nacen con una doble motivación. Por un lado, quieren encargarse de asuntos que me importan y me preocupan, asuntos que considero relevantes. Y quieren hacerlo con cierta claridad y precisión. Pero al mismo tiempo responden a una voluntad más bien expresiva (y aun podría decir expresionista), a una necesidad de canto y locución anterior a cualquier letra o mensaje. Por ello, se basan en impresiones y asociaciones más o menos arbitrarias, y muchas veces su principal motor es la pura voluptuosidad del lenguaje. En otras palabas, y en resumen, los ensayos que escribo buscan decir algo, tanto como buscan simplemente decir. Sonar. Pues quizás, como dijo Rilke, estamos aquí solamente para eso. En la “Novena Elegía”, Rilke propone: “Quizás estamos aquí para decir: casa, puente, pozo, puerta, cántaro, árbol frutal, ventana, a lo sumo: columna, torre… pero para decir, compréndelo”.
Así, esa pequeña horda de anfisbenas textuales no sabe si reír o llorar. Todo el tiempo se anda por las ramas, oscilando entre la información y la intuición, entre la imagen y el esquema, entre el retrato impresionista y el naturalista. Pero tanta justificación, tanto curarse en salud, ¿no es acaso un acto de cobardía? En efecto, lo es: una cobardía cínica e infame. Pero resulta tolerable, al menos personalmente, como compensación de una posible cobardía mayor: la de no escribir nada en absoluto. Entonces, si los diferentes capítulos o versiones de la historia universal de mí mismo necesitan de semejantes previsiones y precauciones para animarse a salir a lo abierto, que así sea.
1 Publicado originalmente en Circulo de poesía.