Author Archives: Marcos Urdapilleta

No eres los otros. (Breve ensayo sobre el ensayo)

La subjetividad no es, para Romeo Tello A., condición suficiente a la hora de caracterizar el ensayo. «Apelar a la sola exploración del terreno solitario de la subjetividad», dice en este breve ensayo sobre el ensayo, «puede parecer un ejercicio de modestia, o valerosa rebeldía, pero en el fondo esconde lo contrario: la suficiencia del autismo». Se trata, más bien, de ahondar en la ambigüedad de esta subjetividad, en la contradicción que hay en que uno sea uno entre otros.

AUTISMO + ESTILO = AUTISMO

AUTISMO Y PLAGIO

Nadie debe extrañarse de que el ensayista se ande por las ramas. La verdad es que si fuera del todo honesto conmigo mismo, es decir, con mi impudicia, a este breve texto le habría puesto un título distinto. Y ese título habría sido “Literatura + enfermedad = enfermedad”. Pero me detuvieron dos razones de peso: la primera es que ese título ya existe y se lo dio Roberto Bolaño a uno de sus mejores ensayos, un texto que escribió poco tiempo antes de morir, y que para mí constituye un modelo de belleza, humor, valentía e inteligencia. En ese ensayo, Bolaño nos recuerda que “Los libros son finitos, los encuentros sexuales son finitos, pero el deseo de leer y de follar es infinito, sobrepasa nuestra propia muerte, nuestros miedos, nuestras esperanzas de paz”. La segunda razón para no utilizar aquella ecuación como título propio es más modesta; es, digamos, de marketing o de semántica. Se me ha pedido que hable de ensayo, literatura y academia, y aquel título (aunque hermoso y misterioso) no refleja este tema. Pido una disculpa.

AUTISMO Y AUTOAYUDA

Ayer escuché: “Si tienes que andar preguntándote qué es el ensayo, quizás es porque el ensayo no es lo tuyo”. Curiosa proposición. Lo que observo es todo lo contrario: si hay un género que tiende constantemente a buscarse a sí mismo es precisamente el ensayo. Los cuentistas son dados a escribir decálogos, preceptos sobre el arte de escribir cuentos. A los novelistas les da por decretar muerte de la novela y su resurrección en variopintos avatares. Intentos por definir la poesía —por fijarla con un taxonómico alfiler sobre el corcho de la realidad— han habido siempre, pero estos suelen provenir de fuera y parecen apuntar más a una esencia cuasi divina que a una práctica literaria. Pero el ensayo se busca desde dentro, es decir, es el ensayista el más preocupado por definirlo y retratarlo, y para ello, además, casi siempre utiliza como punzón al propio ensayo. Ahí está el rosario de definiciones ilustres: desde “el cansino centauro” de Reyes, “la forma sin forma” de Adorno, hasta “el cerdo enlodado” de Edward Hoagland. Juan Villoro dice que el ensayo es el dedo del amigo que nos acompaña en el museo y nos señala aquello que no habíamos advertido (es decir, un gesto útil, pero siempre marginal), y Ortega y Gasset, bueno, ya saben lo que dijo. Podrá variar el acento —entre lo didáctico y lo poético—, pero dos son siempre las constantes: la caracterización del ensayo como una criatura híbrida, y la intuición del ensayo como una criatura fantasmal o fabulosa, es decir, que quizá no exista.

AUTISMO Y HEIDEGGER

¿Por qué esta necesidad del ensayista de definir su objeto de trabajo, de ubicar los límites de su campo de batalla? ¿De dónde proviene esa inseguridad profesional, ese casi sentimiento de indigencia cósmica? ¿Por qué regresar una y otra vez a la pregunta original, aquella que pregunta: qué es esa cosa, el ensayo? ¿Y equipado con qué mapa o brújula o astrolabio sale el ensayista a buscarlo? Ya lo hemos dicho: con los del ensayo mismo, porque la sagacidad y la versatilidad del ensayista son infinitas. Y así, se pone a ensayar sobre el ensayo, en búsqueda de su esencia, o, más precisamente, en búsqueda de su esencia literaria.

Sale a buscarlo con la mirada llena de esperanza (es decir, de vanidad) y el corazón anegado de terror. ¿Y a qué le teme tanto el ensayista? Las rodillas del ensayista no tiemblan ante la Escila de la página en blanco y la Caribdis de la esclerosis sináptica. Tampoco teme a la falta de originalidad, gracia o eficacia. Su temor es otro y más grande. Es descubrir que el ensayo no sea una especie plenamente literaria, que su ADN sea demasiado impuro, demasiado expositivo, enunciativo o adusto. Demasiado literal, como para ser literatura. El ensayista suda frío. Teme perder sus becas y sus premios; sus encuadernaciones y sus encuentros nacionales (donde casi siempre la pasa bien y hace tanto por el ensayo, y donde además se respira un aire tan cálido y tan poco endogámico). En pocas palabras, el ensayista teme perder la green card que lo acredita como ciudadano de la República de las Letras. Teme, y como todo individuo y pueblo temeroso, se acoraza, se repliega sobre sí mismo y levanta murallas. Después, en un ataque de xenofobia, se apresura a señalar y a perseguir a los diferentes. “Yo soy el ensayista ensayista, y escribo ensayos ensayo”, dice; “soy el heredero y albacea de Montaigne”. “Ustedes, los otros —redactores de ensayos académicos, filosóficos o periodísticos—, si han de convivir conmigo en la ciudadela dorada, deberán de portar siempre el adjetivo escarlata que los identifica como ensayistas espurios, ciudadanos de segundo o tercer orden”. Esto dice el ensayista ensayista, al tiempo que intenta bailar tregua y catala, tregua y catala, pero se tropieza, y entonces se retira a su oficina en la rectoría de Friburgo.

AUTISMO Y APOLO

¿Y dónde diablos está el maricón de Apolo? Apolo está lleno de sí, sitiado en su epidermis. Y, por lo pronto, no quiere hablar con nadie.

AUTISMO, POESÍA Y PRECIPICIO

Como esto sería solamente el preámbulo (y quizá la justificación) a un ensayo sobre el ensayo y ya me he extendido demasiado, apretaré el paso.

Por supuesto que exagero. Por supuesto que no dudo radicalmente de la naturaleza literaria del ensayo. Es sólo que no coincido con aquellos que pretenden sustentar la condición de literatura del ensayo en su carácter inacabado y subjetivo, en su propensión a la deriva y la errancia. Inacabado y tentativo es cualquier apunte de clase y no por ello es literatura. A la deriva, perdido en instantánea altamar, también está un candidato incapaz de decir los títulos de tres libros fundamentales en su vida, y no por eso está haciendo literatura. No. Me parece que apelar a estos valores (lo parcial, lo inacabado, lo tentativo, lo subjetivo) para definir la esencia del ensayo es un ademán efectista; un gesto que viste mucho (porque Dionisio y la vaporosa posmodernidad siguen teniendo un prestigio avasallador en el mundo del arte), pero que dice poco. Apelar a la sola exploración del terreno solitario de la subjetividad puede parecer un ejercicio de modestia, o valerosa rebeldía, pero en el fondo esconde lo contrario: la suficiencia del autismo.

Lo que tiene de literario el ensayo es lo que tiene de literario toda la literatura: su capacidad para crear o articular sentido ahí donde sólo había un desierto de horror y aburrimiento. La poesía es el canto del significado, dice Yuri Lotman. El ensayo es la voz con la que nos unimos al coro desde la regadera.

NO ERES LOS OTROS

(BREVE ENSAYO SOBRE EL ENSAYO) 1

Ensayar, escribir ensayos, es redactar “la historia universal de uno mismo”. Cada vez, cada ensayo: la misma universal y circunstancial historia. La frase entrecomillada es de Ezequiel Martínez Estrada, pero no recuerdo dónde la leí y ni siquiera estoy seguro de repetirla fielmente. Quizás mi memoria la adapta, como muchas veces hace con las letras de canciones, de acuerdo con cierta vocación efectista y a conveniencias personales. Sea como sea, me parece que la posible cita, como definición del ensayo literario, es rotunda y exacta; si bien no es exhaustiva ni dice nada sobre las características formales del ensayo, expresa puntalmente su naturaleza ambivalente. Los ensayos se arman con elementos e impulsos no sólo heterogéneos, sino incluso contrarios. No son textos híbridos, como la crónica o la novela: son criaturas verbales tensas y contradictorias, seres esquizofrénicos y siempre, sin importar lo que digan sus señas más externas, megalomaníacos.

La bipolaridad esencial del género —la que resume el oxímoron de Martínez Estrada— radica en la disyuntiva entre transcribir la voz de una conciencia o asentar el inventario de la creación. Inventario y, sobre todo, manual de instrucciones. Por una parte, el ensayo literario se sabe un discurso personal y privado; sabe que no es más que una ansiedad revestida de reflexión, una tentativa de permanencia y traslado, un ensayo sin espectadores para una obra que nunca será estrenada. Sin embargo, también aspira a ser un discurso público, edicto, una carta de relación; aspira incluso a ser objetivo y veraz, transparente y verificable. Más aún, el ensayo —a pesar de la relatividad que denota su nombre y del tema concreto de su atención— quiere ser total: el relato íntimo y científico de todos los instantes y cosas del mundo. Aunque alguno de los dos alientos acabe por imponerse, el otro permanece latente, como ruido de fondo. En un caso, el vencido susurra: “más allá del candor de estas palabras, más allá de que parezcan perseguir un mérito exclusivamente verbal y estilístico, lo que dicen es verdad y debe ser conocido y acatado por todos”. En el caso contrario, el contrapunto murmura: “a pesar de la claridad de estas palaras, de su aparente sensatez y solidez, lo que conjuran es mera ficción, no son más que un torbellino de lenguaje girando sobre un espejo o sobre el vacío”.

No es casual el carácter dispar y cismático del ensayo: no es producto de ningún capricho prestigioso ni de la simple continuación de una tradición retórica. Si el ensayo es doble es porque su autor es doble. Y no me refiero a la dualidad que propone la mayoría de las religiones, ésa que separa la parte espiritual de la parte material en el hombre, el cuerpo perecedero del alma inmortal. La dualidad humana de la cual es correlato y consecuencia el ensayo es otra, más real y profunda. Es la ambigüedad de ser uno (estadísticamente irrelevante, minoría absoluta frente a la superabundancia de todo lo demás) y, al mismo tiempo, central y total. Pues cada quien es el principal referente de todo lo que existe, la única perspectiva de todo lo visible. La conciencia de cada hombre es, efectivamente, el escenario donde ocurre todo lo que pasa. Cioran, con esa facilidad que tenía para poner el dedo en la llaga, lo dijo así: “El universo comienza y acaba con cada individuo, sea Shakespeare o Don Nadie; pues cada individuo vive en lo absoluto su mérito o su nulidad…”.

La ambigüedad es nuestro exoesqueleto, es el vaso en el que esa turbia agua que somos se asienta, ahonda y edifica. Y quizás la mayor ambigüedad o la ambigüedad esencial del hombre consiste en ser uno más y, al mismo tiempo, uno menos; es decir, ser uno entre los demás, semejante y acompañado, y ser uno a pesar de los demás, diferente y opuesto a los otros. Borges, que no escapó a esta condición bipolar, puso en “La forma de la espada” (1944): “yo soy los otros, cualquier hombre es todos los hombres”; pero más tarde, en el poema “El ápice” (1976), escribió: “No te habrá de salvar lo que dejaron / Escrito aquellos que tu miedo implora; / No eres los otros”. Si Borges cambió de parecer al respecto de una cuestión tan fundamental, no lo sabemos; yo creo que siempre pensó las dos cosas, pues sabía que una y otra, aunque excluyentes, son igualmente ciertas. Uno es el hombre: mensaje de extrema comunión y extremo abandono por igual.

El ensayo camina sobre la delgada línea que separa la validez de las dos sentencias borgianas: “eres los otros” y “no eres los otros”. Delgada línea que a veces es una meseta. Como sea, el ensayo se funda en esa grieta divisora. Por eso la diferencia y disparidad de registros, por eso la esquizofrenia de querer explicar el mundo mientras se expresa un anhelo o una nostalgia, por eso la indecisión entre ofrecer un punto de vista y otorgar, como el nazareno al ciego, la visión. Intermedio e indeterminado como el hombre mismo, el ensayo es una voz a caballo entre la ciencia y la más vacilante de las opiniones, entre la revelación divina y la confesión del creyente. Debido a esta radical fusión de contrarios, se me ocurre que más que el centauro de los géneros el ensayo es la anfisbena del mundo de las letras, serpiente mitológica de dos cabezas cuyo nombre significa literalmente “ir en dos direcciones”. Pues no estamos ante un simple híbrido o un mestizo de rasgos exóticos; se trata de un desgarro convertido en mónada, de una dualidad permanente aunque volátil, de una contradicción armónica e inevitable. Es el ensayo, genuinamente, el cantar de gesta de una soledad.

§

Si bien creo en todo lo que acabo de decir sobre el ensayo, no niego que esta caracterización esconde una justificación y una salvedad. Me interesa resaltar, y hasta cierto punto defender, la ambigüedad del ensayo porque los ensayos que suelo escribir son así justamente: ambiguos y ambidiestros, anfibios y anfibológicos. Quizá no sean del todo contradictorios (o intenten no serlo) en su contenido, en la orientación de sus ideas, pero en lo que sin duda se muestran inconstantes y erráticos es en la forma de expresarlas, en su tono y en su ánimo. Tiene que ser así, porque nacen con una doble motivación. Por un lado, quieren encargarse de asuntos que me importan y me preocupan, asuntos que considero relevantes. Y quieren hacerlo con cierta claridad y precisión. Pero al mismo tiempo responden a una voluntad más bien expresiva (y aun podría decir expresionista), a una necesidad de canto y locución anterior a cualquier letra o mensaje. Por ello, se basan en impresiones y asociaciones más o menos arbitrarias, y muchas veces su principal motor es la pura voluptuosidad del lenguaje. En otras palabas, y en resumen, los ensayos que escribo buscan decir algo, tanto como buscan simplemente decir. Sonar. Pues quizás, como dijo Rilke, estamos aquí solamente para eso. En la “Novena Elegía”, Rilke propone: “Quizás estamos aquí para decir: casa, puente, pozo, puerta, cántaro, árbol frutal, ventana, a lo sumo: columna, torre… pero para decir, compréndelo”.

Así, esa pequeña horda de anfisbenas textuales no sabe si reír o llorar. Todo el tiempo se anda por las ramas, oscilando entre la información y la intuición, entre la imagen y el esquema, entre el retrato impresionista y el naturalista. Pero tanta justificación, tanto curarse en salud, ¿no es acaso un acto de cobardía? En efecto, lo es: una cobardía cínica e infame. Pero resulta tolerable, al menos personalmente, como compensación de una posible cobardía mayor: la de no escribir nada en absoluto. Entonces, si los diferentes capítulos o versiones de la historia universal de mí mismo necesitan de semejantes previsiones y precauciones para animarse a salir a lo abierto, que así sea.


1 Publicado originalmente en Circulo de poesía.

Cuestionario heterónimo: Alejandro López

Le preguntamos a Alejandro López, comité de lectura del Premio Heterónimos de Ensayo, qué hay que tener en cuenta a la hora de escribir un ensayo: «Provocar, sobre todo con estilo», nos contestó. Por acá, todas sus respuestas a nuestro pequeño cuestionario.

Alejandro López 0124

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1. ¿Cuáles son tus autores o libros preferidos?

Macedonio Fernández, Arlt, Filloy, Gombrowicz, Marechal, Borges, Joyce, Kafka, Grass, Di Benedetto, Piglia, Osvaldo y Leónidas Lamborghini, Oscar Masotta, Ricardo Zelarayán, Fowgill, Germán García, César Aira. Osvaldo Aguirre, Federico Falco, Juan Terranova, Juan Mendoza, Bruzzone, Cabezón Cámara, Silvio Mattoni, Oloixarac, Carlos Battilana, Néstor Groppa, Ernesto Aguirre, Héctor Tizón, Jorge Mario Rojo, Salomé Esper, entre otros. Leo mucha poesía, mayormente de poetas argentinos. Freud, Lacan, por supuesto, y todos esos textos de las tantas disciplinas a las que me lleva el estudio del psicoanálisis.

2. ¿Cuánto leés por día?, ¿tenés algún régimen o programa de lectura? ¿Dónde leés?

No sé cuánto. Hay días en que leo todo el día y otros en los que leo solamente un par de páginas o un par de textos en internet. Regularmente todos los días me doy tiempo para leer. Sobre si hay un régimen o programa de lectura, depende. En los grupos de estudio y de lecturas solemos tener un programa u orientación de qué leer y cómo continuar, o bien para dar un curso o seminario también. Luego las lecturas no son tan programadas o bien leo con la impronta que propicia la curiosidad, la ignorancia y el deseo al encontrarme con algunos textos. Leo en distintos lugares, en mi habitación, frente a la computadora, en mi taller biblioteca mayormente, luego cuando viajo en colectivo, en algún café, en cualquier lugar donde tengo que esperar o hacer tiempo. También están esos lugares que te propician y te llevan ciertos textos.

3. ¿Cómo leés? ¿Subrayás, anotás, marcás páginas?

Si. Subrayo, marco, pinto, escribo en las partes blancas de las páginas. Agrego anotaciones de otros libros o bien ideas que se me ocurren. Me sirvo de eso también como una especie de mapa para cuando tengo que volver a los mismos textos, los cuales se tornan distintos porque se hacen otros recorridos, con otras posiciones y con otros saberes.

4. ¿Qué buscás a la hora de leer un ensayo?

Si no voy a buscar algo específico en relación a lo que estoy estudiando o investigando, prefiero optar por no buscar nada, mejor dejarse sorprender. Es una de las maneras y posiciones que te permite localizar algunos detalles y novedades. O bien te ubicas desde un saber ya preestablecido y con determinados prejuicios que te llevan a más de lo mismo; o degustas lo inédito y los detalles que te brindan algunas lecturas partiendo, como llamamos en psicoanálisis, desde una “ignorancia operativa”, lo cual te permite un lugar de extranjero en un recorrido, sin estar marcado por los saberes previamente adquiridos.

5. ¿Tenés alguna manía a la hora de leer?

No, ninguna manía con respecto a la lectura.

6. ¿Qué decide que un ensayo sea un buen ensayo?

Que cause curiosidad, que conmueva y que perturbe ciertos saberes. Creo que un buen ensayo debe propiciar ya sea inquietud, movilizar a continuar o producir el deseo de seguir investigando. Que si bien tenga precisiones y fundamentos, no siempre genere la seguridad adormecedora.

7. ¿Qué hay que tener en cuenta a la hora de emprender un ensayo?

Saber principalmente desde dónde estamos escribiendo y desde qué postura, y en ese trabajo de escritura saber quién habla cuando escribimos y qué hacemos con eso que habla en nuestra escritura. Tener en cuenta qué se busca con lo que estás escribiendo. Utilizar la claridad para trasmitir ciertas ideas, pero sin dejar de lado las oscuridades que pueden producir algunos destellos. Provocar, sobre todo con estilo. Utilizar las palabras adecuadas y hacer un uso adecuado del lenguaje acorde a uno.

«Las dos grandes orientaciones de nuestra cultura -la totalidad y el camino- ya no tienen vigencia»

Germán García es jurado del Premio Heterónimos de Ensayo, que cierra su convocatoria el 17 de junio. En esta entrevista para Télam, habla sobre su libro Derivas analíticas del siglo. Ensayos y errores y pasa revista sobre las herencias que el psicoanálisis del siglo XX deja a la actualidad.

El libro, publicado en la colección Tyché de la editorial de la Universidad Nacional de San Martín (UnSAM), que dirige Damasia Amadeo de Freda, es una colección de ensayos articulados por el hilo rojo de la escritura.

García nació en 1944 en la ciudad de Junín. Estudió con Oscar Masotta, y junto a él y otros, fundó la Escuela Freudiana de Buenos Aires. Formó parte de la revista Literal, al lado de Luis Gusmán y Osvaldo Lamborghini. En 1979 se fue a vivir a España. De vuelta en la Argentina, en 1985 fundó la Biblioteca Internacional de Psicoanálisis (BIP). En la actualidad preside la Fundación Descartes y es director de la revista homónima. Publicó novelas y cantidad de ensayos. Es miembro de la Escuela de Orientación Lacaniana (EOL) y de la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP).

Esta es la conversación que sostuvo con Télam.

T : Derivas… se abre con unas palabras sobre el milenio que traen a este lector algún eco de las proposiciones de Italo Calvino. Pero no importa tanto eso sino saber qué es posible pensar sobre este milenio desde la perspectiva de la orientación lacaniana.
GG : Desde hace tiempo me interesé en la insistencia de Jacques Lacan de que habría que traducir Triebe (derivas). Ya en 1973 dice que Trieb se traduce bastante bien en inglés por drive y en francés por dérive. Con el tiempo y con la ayuda de Dolores Amden encontré cinco o seis referencias a esa palabra en distintas fechas. Por ejemplo, en el seminario 7, en el 20, en el 23 y en Escritos en 1960, en Subversión del sujeto…. Por su parte, Sigmund Freud dice que Trieb es una palabra que otras lenguas enviarían a la lengua alemana.

En cuanto a la referencia a Italo Calvino, como bien te diste cuenta, hay una alusión sin otro sentido que la simpatía. Evité hablar de (siglo XXI), dado que este siglo recién empieza.

En cuanto a la orientación lacaniana me parece que hablar de derivas supone que sería arriesgado imaginar que además de orientarse cada uno en el lacanismo existiría alguna orientación del conjunto. Poner de relieve el objeto a es una manera de subrayar que las dos grandes orientaciones de nuestra cultura – la totalidad y el camino – ya no tienen vigencia.

T : Se ha dicho que es un libro de afinidades electivas y que cultiva cierto gusto por el psicoanálisis. Como sea, desconozco algún libro tuyo donde no aparezcan afinidades electivas y el gusto por el psicoanálisis. Entonces, ¿por qué, y desde cuando tu interés por la figura de Alexander Kojeve, y qué singularidad encontrás en sus escritos?
G : Hace muchos años que publiqué a Kojeve en la revista Descartes y luego en un librito bajo el título El emperador Juliano y su arte de escribir. Me había interesado en este artículo a causa de Leo Strauss y su arte de escribir durante la persecución. Entre ellos hubo discusiones sobre este tema. Me percaté de que Jacques Lacan no sólo conocía esta discusión sino que además citaba muchas veces a Kojeve, con quien aprendió Hegel y muchas otras cosas. Así, a lo largo de varios años me fui interiorizando en quien era Kojeve y en particular la diferencia que hace entre el filósofo que ama la sabiduría y el sabio que la practica. En fin, como lo digo en el artículo correspondiente, Jacques Lacan quería a Kojeve y estaba atento a sus movimientos.

 

T : Terapias milagrosas. ¿Cómo entender la extensión de las mismas, si se logra entender que las mismas no son un sustituto de la religión? ¿O también son un sustituto de la religión?

G : La ironía sobre las terapias milagrosas es una manera de llamar la atención de la función de placebo que tiene cualquier operación simbólica que incida sobre un imaginario colectivo. Por supuesto que las ciencias cognitivas no sustituyen a la religión, tampoco la sustituye el psicoanálisis. En un caso como en otro se trata de la dimensión del sujeto enfocado de manera diferente. Para las ciencias cognitivas se trata de develar el funcionamiento del cerebro en su generalidad, para el psicoanálisis se trata de la singularidad y de una posición diferente en relación al lenguaje.

T : Cuando hacés entrar a Tristan Tzara, no creo (yo no creo) que sea para contraponer su figura con la de Andre Breton. ¿Qué es lo que está en juego en esa introducción?G : Me interesa llamar la atención sobre Tristan Tzara y el Dadaísmo como diferente de André Breton y el surrealismo. Elizabeth Roudinesco ha mistificado el surrealismo para ponerlo al servicio del psicoanálisis cuando es evidente que no se trata de nada de eso. A la inversa, Benjamín Fondane, en una conferencia dictada en Buenos Aires en 1929 sobre lo que llama Films puros, explica de qué manera el dadaísmo estaba en relación al psicoanálisis en un momento en el que los surrealistas jugaban con el espiritismo. Es un problema de historia de la cultura.

T : ¿Es posible, en tu opinión, poner en serie a Lacan, Kojeve y Bataille con Oscar Masotta? Digo, su papel en el campo intelectual argentino, que parece exceder al del psicoanálisis.
G : No se me había ocurrido pero es una buena observación tuya que voy a tener en cuenta. Bataille y Masotta parecen tener algo en común pero no sé si Lacan y Kojeve.

T : ¿Cuál es ese gusto por la época, el tuyo, que excede al psicoanálisis pero que no deja de insistir por su medio para componer un libro, incluso de política del psicoanálisis, sin nombrar explícitamente ese sintagma?
G : De alguna manera todo comienza y termina en la literatura: no olvidemos que Jacques Lacan comienza su Escritos con Edgar Allan Poe y casi al final de sus seminarios se dedica a James Joyce. Y no hablemos de la importancia de la literatura en Freud. Y la paradoja, el gusto de la época. Es que la literatura y el psicoanálisis no tienen nada que decirse. Me refiero a los programas disciplinarios, ya que cada uno puede encontrarle la vuelta a la relación entre estos temas.

Procrastinar

Gabriel Zaid escribe para Letras Libres un ensayo en el que investiga en profundidad la palabra «procrastinar». El texto, que bucea las etimologías latina e inglesa del término, se explaya también sobre su uso, e incluso sobre la iconografía a la que se asocia, para hablar sobre la idiosincrasia que sobrevuela una lengua.

En inglés se usa mucho la palabra procrastinate: dejar para mañana. Se traduce a veces por aplazar, diferir, posponerpostergar o relegar, que no dan la idea de hábito. Por otra parte, posponer, postergar y relegar implican, en primer lugar, ‘dar menos importancia’ (a una de las personas o cuestiones que esperan, por ejemplo); y secundariamente ‘dejar para después’. Aplazar y diferir significan ‘dejar para otra fecha (definida o no)’, pero no necesariamente como un hábito personal. A la persona que lo tiene, se le llama en inglés procrastinator, y a su inacción procrastination.

Las tres palabras derivan del latín procrastinare,procrastinator y procrastinatio con los mismos significados. Están formadas a partir del prefijo pro ‘hacia’ y el adverbiocras ‘mañana’; no ‘la mañana’, sino ‘el mañana’, y en particular ‘el día siguiente a hoy’. El anuncio jocoso que todavía se ve en algunas tienditas: “Hoy no fío, mañana sí” viene del Imperio romano: “Crascredo, hodie nihil”, o sea “Mañana fío, hoy nada”.

Los romanos eran muy ejecutivos, y se burlaban de los indecisos. Hay una sátira de Marcial (siglo I) sobre un personaje al que intencionadamente llama Póstumo (nombre que sí existía), como diciéndole: No tendrás vida póstuma (fama) si dejas todo para mañana (Epigramas V, 58):

Cras te victurum, cras dicis, Postume, Semper.

Dic mihi, cras istud, Postume, quando venit?

 

Mañana tú vivirás, mañana, dices, Póstumo, siempre.

Dime, el mañana ese, Póstumo, ¿cuándo viene?

En el siglo III, en Capadocia, un comandante romano se sintió atraído por la fe cristiana y (diabólicamente, según la leyenda piadosa) era desviado de la conversión por un cuervo que graznaba cras cras, que es la voz del cuervo (de donde viene crascitar), como si le dijera: “Déjalo para mañana”. Pero el centurión, muy ejecutivamente, aplastó al cuervo respondiéndole: hodie hodie (hoy hoy). Se convirtió al cristianismo, fue martirizado y se venera el 19 de abril como San Expedito.

Es de suponerse que el nombre es un apodo, porque el cuervo aparece frecuentemente en su iconografía, como puede verse en Google Imágenes. Se volvió popular desde el siglo XVIII como intercesor de las causas urgentes, y tiene fama de hacer milagros rápidos. Hay páginas de la Wikipedia sobre él en siete idiomas, así como numerosos portales y blogues donde se narran sus milagros.

Los tribunales de México, que tanto hablan de “justicia pronta y expedita”, deberían adoptarlo como santo patrón, para que les haga el milagro. Por cierto que, cerca de la Suprema Corte, en la esquina de 20 de Noviembre y Venustiano Carranza de la ciudad de México, hay un templo del siglo XVIII (San Bernardo) con un altar dedicado a San Expedito. El 19 de cada mes a las 12 los padres agustinos reciben a los devotos que van a agradecer los milagros recibidos.

En el siglo IV, San Agustín se burló de sí mismo por no ser expedito ante el llamado a la conversión (Confesiones, VII, 12 y 17): No tenía nada que responderte, Señor, sino “mañana y mañana” (cras et cras)… “Dame, Señor, castidad, pero todavía no”.

La palabra cras pasó al español con el mismo significado. Gonzalo Correas (Vocabulario de refranes y frases proverbiales, 1627) recoge el refrán medieval “A lo que has de hacer no digas cras, pon la mano y haz” (número 1329), equivalente a “No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy”. También recoge “Cras crastinando, dijo el cuervo; y no sé cuándo se tornará blanco”, explicando que se dice “Contra los que dilatan lo que hay que hacer” (número 1113). Obsérvese, de paso, la palabra dilatar usada para el tiempo, como es común en México, aunque algunos suponen que el uso es incorrecto, y debe limitarse a lo que se dilata espacialmente.

En la Biblioteca Virtual Cervantes (www.cervantesvirtual.com) se puede documentar un centenar de usos de la palabra cras en muchos libros, por ejemplo: en el Libro de buen amor (año 1330) de Juan Ruiz, Arcipreste de Hita (estrofa 1256), donde dice que las monjas “traen a muchos locos”, pero

que amaban falsamente a cuantos las amaban.

Son parientas del cuervo, de cras en cras andaban,

tarde cumplen o nunca

Y en el Corvacho (1466) del Arcipreste de Talavera, hay un refrán contra los indecisos como San Agustín: “De cras en cras, vase el triste a Satanás”. Curiosamente, esta novela picaresca, misógina y sermoneadora no trata de cuervos. Recibió ese título, que no le dio el autor, por cierto parecido con el Corbaccio (el cuervo) de Boccaccio.

Los cuervos tienen su leyenda negra, en primer lugar, por su negrísimo color (Ramón Gómez de la Serna dijo memorablemente que “Los cuervos se tiñen”); un color que los pinta como aves de mal agüero. Porque, además, devoran todo, incluso la carroña. Y porque son inteligentes, innovadores y oportunistas hasta parecer diabólicos. Son capaces de improvisar: valerse de una ramita en el pico para sacar algo de un tubo (véase en YouTube, intelligent crow). Hay quienes dicen que los córvidos igualan en inteligencia a los primates superiores. Tienen fama de ladrones, porque se llevan muchas cosas a sus nidos, especialmente vidrios y objetos brillantes (como la cuchara de plata en La urraca ladrona de Rossini). Tienen fama de sacar los ojos, especialmente de los muertos, quizá atraídos porque son vidriosos. Tienen fama de gárrulos, y su mímica vocal es sorprendente: pueden imitar las voces de otros pájaros, el ruido de los árboles o cascadas, la voz humana, silbatos y otros ruidos. Pueden escucharse en YouTube (cuervo, urraca, raven, crow, magpie, corbeau, corvo, Rabe), aunque mezclados con videos sobre otras cosas; algunos de interés, como algunas notables declamaciones del poema “The raven” de Edgar Allan Poe, con el estribillo “Nevermore”.

Del cuervo dice Sebastián de Covarrubias (Tesoro de la lengua castellana o española, 1611): “Compararon los egipcios, en sus jeroglíficos, los aduladores a los cuervos; y dijeron ser más perjudiciales aun que ellos, porque el cuervo saca los ojos corporales al hombre muerto que halla en la horca, y el lisonjero adulador saca los ojos del alma y del entendimiento al hombre vivo que está en el trono […] privándole de aquello que tanto le importaba para el gobierno de su persona y de los suyos.” Y también: “Cuenta Plinio la industria y agudeza de un cuervo que, estando cierta urna medio llena de agua pluvial, y no pudiendo alcanzar a beber de ella, le fue echando muchas pedrezuelas hasta que vino a subir el agua a lo alto, y satisfizo su sed (Historia natural, libro 10, capítulo 43).”

El Diccionario de los símbolos de Jean Chevalier y Alain Gheerbrant recoge elementos de la leyenda negra en diversas culturas, pero también de la leyenda blanca: el cuervo como presencia del más allá, como mensajero de Dios y como símbolo de la sabiduría, la gratitud y la generosidad (llevar pan en el pico a los ermitaños y prisioneros). También dice que su crascitar ha sido escuchado como esperanzador en latín (cras cras: mañana mañana) y como arrullo infantil en japonés (kaa kaa: kawaii kawaii: querido querido).

Me escribe Aurelio Asiain (28 de octubre 2010): La palabrakawaii se usa todo el tiempo; es más de mujeres que de hombres y significa ‘adorable’, ‘bonito’. Nunca la he escuchado como ‘querido’. Los cuervos tuvieron una consideración muy alta entre los poetas japoneses antiguos y los místicos del Zen, pero hoy son vistos como una plaga en las ciudades. Su nombre es karasu, que suena a karás, y su crascitar se escucha como kaa kaa (que me parece más exacto que kras kras). Se atribuye a los cuervos, no a los gallos, el anuncio del alba; y su graznido matutino tiene un nombre especial: akegarasu. Una famosa antología de haiku recibió este nombre, como llamando a los poetas extraviados a la senda de Basho.

Al parecer, también los checos escuchan el crascitar sin ere. La grajilla, un córvido pequeño parecido a la urraca, se llama en checo kavka, de donde viene el apellido Kafka (me escribe Ramón Cota Meza, 11 de noviembre 2010).

Lope de Vega (Rimas humanas y divinas, 1624) le dio otro giro a la sátira de Marcial. Se burla de su propia esperanza en conseguir el amor de una Juana que lo maltrata.

cánsase el poeta de la dilación

de su esperanza

 

¡Tanto mañana, y nunca ser mañana!

Amor se ha vuelto cuervo, o se me antoja.

¿En qué región el sol su carro aloja

de esta imposible aurora tramontana?

Sígueme inútil la esperanza vana,

como nave zorrera o mula coja,

porque no me tratara Barbarroja

de la manera que me tratas, Juana.

 

Juntos Amor y yo buscando vamos

ese mañana. ¡Oh dulces desvaríos!

Siempre mañana, y nunca mañanamos.

 

Pues si vencer no puedo tus desvíos,

sáquente cuervos de estos verdes ramos

los ojos. Pero no, ¡que son los míos!

Aunque Lope se burlaba de los rebuscados juegos gongorinos, juega aquí con tres conceptos: el mañana que nunca llega; la mañana del madrugar (el mañanar, que parece invento suyo, y recuerda los mexicanismosdesmañanarse, desmañanada) y el cuervo transformado en mujer que despierta el deseo, da esperanzas, las frustra y merece que le saquen los ojos. En algunas transcripciones, el décimo verso empieza “esta mañana”, que es absurdo; en otras, “este mañana”, que sí concuerda en género (se trata del mañana, no de la mañana). Para que esté más claro, preferí “ese mañana”, que lo pone en un futuro menos inmediato. Habría que ver el original.

Hay una continuación de ese “mañana” de Lope en el son de “La negra”:

 

Negrita de mis pesares,

hoja de papel volando,

a todos diles que sí,

pero no les digas cuándo.

Así me dijiste a mí,

por eso vivo penando.

La “hoja de papel volando” (que supongo) es una imagen del destino azaroso (“cual hoja al viento” dice la “Canción mixteca” de José López Alavés, 1912). Que los mariachis canten: “ojos de papel volando” no puede ser más que tradición defectuosa. Según parece, el son fue compuesto en 1926 en Tepic, por los hermanos Fidencio Lomelí Gutiérrez (letra) y Alberto (música), que no se tomaron el trabajo de escribirlo ni registrarlo. Se refiere a una novia del primero, que no se llamaba Juana (como la musa de Lope), sino Albina Luna; y no era negra, aunque así le dijeran por cariño, contradictoriamente con su nombre y apellido. ¿Habrá grabaciones de los hermanos Lomelí para verificar la letra original?

El Diccionario de la Real Academia Española registra cras desde la primera edición (1729): “adverbio de tiempo. Lo mismo que mañana. Es voz anticuada y puramente latina: cras”. En cambio, procrastinar entró tentativamente al Diccionario manual de 1989 y finalmente en el drae 21, 1992. Esto refleja la realidad: cras dejó de usarse y procrastinar está empezando a circular, todavía con temor. En las bases de datos de la Real Academia (7 de octubre 2010), hay un solo registro de procrastinar en 2003 (base crea) y ninguno en la base histórica (corde), donde hay 476 de cras, sobre todo del siglo XIII, y uno para crastinar de 1555, que no es el crastinando del refrán recogido por Correas.

Este verbo inusual (precursor de procrastinar) viene de procastinare y parece el primer intento de castellanizarlo, porque no hubo en latín un verbo crastinare. Según Ernout y Meillet (Dictionnaire étymologique de la langue latine), del adjetivo crastinus se pasó directamente al verbo procastinare.

Pero la definición de la Academia está mal: “Diferir, aplazar”. Peor aún, dice que procrastinar es un verbo transitivo, lo cual es válido para diferir y aplazar (la acción recae en lo que se difiere o aplaza: un viaje, por ejemplo); no para el uso actual de procrastinate en inglés, origen del neologismo en español. No hay que recomendar el uso transitivo (“Procrastinaron la reunión para el próximo lunes”), porque no hace falta, teniendo aplazar y diferir; sino el intransitivo (“Haces mal en procrastinar”), porque sí hace falta: no hay otra palabra para decirlo.

Procrastinar es un hábito, y no solo de perezosos o dejados. Procrastinan también los hiperactivos que evitan las decisiones importantes refugiándose en despachar nimiedades.

Según el Oxford English Dictionary, el registro más antiguo de procrastination es de 1548. Del mismo año, hay un registro de procrastine como verbo transitivo que no prosperó. Desde 1588, hay registros de procrastinate como verbo transitivo que sustituyó al anterior. Pero señala que el uso transitivo se volvió raro y desde 1638 apareció el intransitivo, que predomina hoy.

En Google (9 de noviembre 2010) hay millones de páginas que contienen procrastination (2.4), procrastinate (1.1) o procrastinator (0.6), y muy pocas que contengan las palabras correspondientes en español, francés, italiano y portugués. Al parecer, hay en inglés una obsesión moral y ejecutiva que necesita vituperar o sacudirse este mal hábito. En Amazon hay en venta un centenar de libros cuyo título incluye la palabra procrastination. En Google hay cuestionarios para medir hasta qué punto uno ha caído (procrastination test).

Francis Bacon (Essays or counsels, civil and moral, 1597), en un ensayo titulado precisamente “Of dispatch” (traducido al latín como “De expediendis negotiis”) dice que los españoles son muy poco expeditos, y hasta inventa (o recuerda mal) una burla: “Mi venga la muerte de Spagna” (sic), porque tardará en llegar. Hay el mismo prejuicio en los Estados Unidos contra los mexicanos, diciendo burlonamente en español: “Mañana, mañana”…

En todo caso, la obsesión ejecutiva que hizo prosperar la palabra procrastinate y produjo infinitos libros de superación personal llegó en el siglo XX a la lengua española, con el paradójico resultado de recuperar una palabra latina por medio del inglés. Es perfectamente legítimo decir procrastinar, procrastinación procrastinador, y no hay por qué sustituir estas palabras con otras menos exactas.

El ensayo apesta pero no muere o Arjona tenía razón

El insomio y un podcast de Bret Easton Ellis le sirven a René López Villamar para reflexionar acerca del ensayo y de su lugar en la cultura de masas, frente a fenómenos como el cine, Facebook o el 11 de Septiembre. Y a partir de la metáfora de Alfonso Reyes sobre el género, escribe, con mucho sentido del humor, sobre la necesidad de actualizarlo, de arjonizarlo: pensar el ensayo, no como un centauro, sino como una tortuga-ninja. 

1.

Todas las noches escucho un podcast para dormir. Tengo insomnio y escuchar una charla me ayuda a conciliar el sueño. Uno de mis podcast favoritos es el de Bret Easton Ellis. Me funciona muy bien porque al inicio de cada podcast Ellis comienza con un monólogo sobre algún aspecto de la cultura o la literatura que le preocupa y casi siempre consigue mandarme a dormir. Hace unos días escuchaba el episodio donde el autor de American Psycho entrevistó a Kanye West, y en el monólogo inicial habló de cómo el cine de Hollywood tenía ya varios años sin ser relevante en la cultura de Estados Unidos. La idea me aterrorizó. Me lleno de temor, no porque piense que The Avengers o Godzilla sean piezas dignas de discutirse, sino porque había crecido con la idea de que la literatura durante décadas había sido desplazada por el cine en la discusión cultural y ahora descubría que esa certeza se había desvanecido. Me sentí de vuelta en la preparatoria, ese momento incómodo cuando la maestra de biología anunciaba que habría un examen sobre el nombre de todos los huesos del cuerpo humano y yo me había desvelado estudiando el sistema nervioso.

No todo estaba perdido, decía Ellis en el monólogo, todavía se hace cine importante, aunque no en Hollywood. Mencionó a Nymphomaniac de Lars von Trier y El extraño en el lago —de la que sigo sin entender cuál es su encanto, fuera del sexo explícito—. Lo cierto es que incluso estas películas estaban fuera del centro de la cultura salvo para un reducido grupo de sibaritas cinematográficos, decía Ellis, y su público —en Estados Unidos— era muy reducido. Me puse a pensar, esa noche, ya con el insomnio a toda máquina, mientras Kanye West hablaba de como había cambiado su vida tras el incidente con Taylor Swift en la entrega de premios de MTV, qué medio tomaría el lugar del cine en el centro de la cultura: ¿la televisión? ¿Facebook y twitter? Las ideas apocalípticas de Ellis no son nuevas —de entrada él mismo las repite cada tres podcasts— pero fue justo en ese momento que me alcanzó una preocupación existencial sobre el futuro de la literatura.

2.

Todos aquí conocemos de memoria esa definición del ensayo de Alfonso Reyes que lo define como “el centauro de los géneros”. La noción siempre me pareció extraña, porque suena a un mote más cercano a la práctica de la novela que al propio ensayo. Si metes un ensayo en una novela sigue siendo una novela, pero si metes una novela en un ensayo… también sigue siendo una novela. Máxime que el centauro es, en las referencias clásicas, una figura que alude al gobierno de las pasiones sobre la razón, y un género que incluye textos del tipo “El uso de las conjunciones adversativas en la obra primera de Luis de Góngora” no parece el mejor detentor de la figura del centauro. Lo que no sé si es tan conocido, o al menos no lo era para mí hasta esa noche de insomnio, es el texto que contiene esta definición del ensayo, “Las artes nuevas”, publicado en 1944 y en el cual la famosa definición de Reyes no es mas que una suerte de chiste pasajero que cierra el texto, va sobre otra cosa.

El centro de ese ensayo de Reyes va de la forma en que el cine y la radio iban a cambiar los modos de comunicación masivos. Ya en 1944, Reyes adivinaba que el cine se haría cargo de la función épico-narrativa por sobre la novela, lo cual le daría una primacía en tanto palabra escrita a lo que ahora llamamos muy gabachamente non-fiction, género cuya preeminencia por sobre los géneros de ficción ha sido una discusión constante de este nuevo siglo. También, el análisis de Reyes señalaba cómo inequívocamente todos los medios que analizaba estaban centrados más o menos en la palabra, lo cual lo hace sentir —al lector insomne de 2014— en un viaje al pasado indistinguible en mucho de leer al Arcipreste de Hita. Es decir, ese ensayo de Reyes tiene mucho de obsoleto y en el mainstream sobrevive sólo por esa curiosa coletilla en la que define el ensayo como un centauro.

3.

Esa noche, mientras escuchaba a Bret Easton Ellis y a Kanye West, hice lo que a todo insomne le queda por hacer: poner café y revisar su Facebook. Leí un estado del poeta español Manuel Vilas, que decía —palabras más palabras menos— que un poeta en 2014 no sólo tenía que ser un gran poeta, sino volver a poner de moda la poesía. ¿Podría volver la poesía, como volvió Menudo o Timbiriche? Espero que no. ¿Y qué esperanza le queda al ensayo de llegar a ser el rockstar de los géneros en estos tiempos en que hasta Taylor Swift ha abandonado el country para cantar pop?

4.

Me gusta pensar que si Alfonso Reyes siguiera entre nosotros no sólo analizaría con gusto Twitter y las canciones de Taylor Swift, sino que cambiaría su definición de ensayo por “la tortuga ninja de los géneros”. Es decir, para que el ensayo se mantuviera vivo y de moda tendría que adoptar tres características: ser adolescente —siempre curioso, inquisitivo, soez, contrario, apasionado—, mutante —aquí sí como el centauro de Reyes, un género en que quepa todo y en el que se pueda hablar de todo— pero sobretodo un género ninja —que golpeé cuando nadie se lo espera y luego desaparezca en las sombras como Batman, hasta que lo volvamos a necesitar—.

4a.

Parafraseando a Arjona, el ensayo debería ser adjetivo y no género.

5.

No creo que sea necesario ni deseable, ni a estas alturas conseguible que el el ensayo se ponga de moda. De todas las discusion sobre la naturaleza del ensayo: la del ensayo creativo, la del ensayo ensayo, del ensayo académico, del ensayo político; me salta la idea de que el ensayo es como el rockabilly: tiene que sonar de cierta forma o deja de sonar a ensayo. Compases más, compases menos, cualquiera dirá que es rock, que es country, que es pop, que es metal, que es psychobilly: todo menos ensayo. Si no citas a Walter Benjamin, si no te paseas como flâneur, si tu texto no tiene citas al pie, si no tiene aparato crítico, si tiene aparato crítico, si cuando lo lees en voz alta olvidas decir “y cito”, “fin de cita”, si cometes el error de hacer investigación que no sea documental o si no te parece que podrías reutilizar este texto de alguna forma en tu tesis de maestría, no faltará el crítico, el dictaminador, el tutor del FONCA, el lector editorial o el editor que diga indignado: “este texto está muy bien, pero no es un ensayo”. Nada más sencillo que ignorar el alarido de un texto al relegarlo a un campo fuera de tu interés de alta cultura: al periodismo, al análisis político, a la sátira, a la ficción, lo que sea que no sea rockabilly, te has pasado al country, hijo, tu texto suena como Johnny Cash.

7.

Si me gusta dormir escuchando el podcast de Bret Easton Ellis es justamente porque en ese monólogo de cada episodio ensaya sobre cualquier cosa —cual tortuga ninja de los géneros— y, mientras seguía viendo en Facebook, ahora fotografías de gatitos, ahora denuncias de violaciones a los derechos humanos, ahora publicidad de Candy Crush, pensé que lo preocupante no es que la literatura o el cine pierdan su relevancia en la discusión cultural, sino que el verdadero riesgo sería que la pierda el pensamiento crítico, el cuestionamiento y el método que implica el ensayo. Pero eso no quiere decir que quiera o deba leer ensayos todo el tiempo. También quiero ver televisión.

6.

(Porque enumerar en orden ascendente está sobrevalorado). De ahí mi propuesta de arjonizar el ensayo. En vez de explorar la naturaleza del ensayo, hagamos un ataque ninja al resto de los géneros, literarios o no: la novela-ensayo, el cuento-ensayo, la crónica-ensayo, la pintura-ensayo, la serie de TV-ensayo, el tuit-ensayo, el slogan-ensayo y si Luigi Amara nos permite el uso del copyright, del ensayo-ensayo.

8.

Este texto debería llegar a alguna conclusión. Mientras lo escribía pensaba que, dado que tenía la suerte de ser la última persona en leer en el X Encuentro Nacional de Ensayistas de Tierra Adentro, podría aprovechar este cierre para quedar muy bien con el resto de los convocados, no repetir ninguna idea que ya se hubiera mencionado antes y aparentar una brillantez que no tengo, haciendo creer a los asistentes que lo había escrito todo desde antes. Pero al final opté por no hacerlo y esta conclusión, que escribo casi un mes después de leer el texto original, se limita a hacer una actualización, espero más coherente, de lo que improvisé ese día.

Durante todo el encuentro nos persiguió como un espectro —nos persiguieron varios— la pregunta de si sería posible hoy en día aspirar a que un ensayo pudiera afectar o iniciar un cambio en nuestro entorno. Está la respuesta del rockabilly-star del ensayo: “eso no me preocupa, yo sólo me debo a mi amor por la música y en todo caso a mis fans”. Está la respuesta del apocalíptico: “las causas perdidas son las únicas que valen la pena luchar”.

Hace unas horas estaba escuchando la última entrega del podcast de Bret Easton Ellis, en la que entrevistaba a Gerard Way sobre su nuevo álbum como solista después de la desintegración de My Chemical Romance, una banda emo que se formó directamente como reacción a los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001. Ellis recuerda cómo había sido para él ese verano anterior a los ataques en Nueva York: las fiestas, el alcohol y la cocaína que lo llevaron a estar en la oficina de su doctor justo en el momento en el que el primer avión impactó la torre norte del WTC.

Ellis relata la historia de uno de los sobrevivientes de las torres, que al llegar al exterior siente que alguien le lanza un balde de agua caliente. Segundos después se da cuenta de que el agua proviene del cuerpo de un hombre que se lanzó desde una de las torres y que chocó contra un poste de luz y que no es agua. “Este”, dice Ellis, “es el mundo en que vivimos ahora”. Me sentí más identificado con la historia de Gerard Way, un joven dibujante de cómics que viajaba en el metro camino a mostrarle una idea Cartoon Networks, pero que la caída de las Torres Gemelas lo lleva a darle un giro a su vida.

Gerard Way estaba —como yo— deprimido y también —como yo— le debía en gran parte esa depresión a una mala ruptura amorosa. Problemas de primer mundo. Y no obstante, recuerdo muy bien dónde estaba en el momento en que supe que alguien había lanzado dos aviones contra Nueva York y que era claro que cualquier certeza que podía haber tenido sobre el mundo hasta ese momento estaba a punto de derrumbarse, literalmente, frente a mis ojos.

9.

Me da un poco de miedo hablar de ataques terroristas y tortugas ninja en el mismo párrafo, pero voy a intentarlo. Comenzaré con esto: el ensayo es el género de la incertidumbre por excelencia. Esta incertidumbre —más ninja que centauro— es lo que le da una capacidad de adaptarse al vértigo del siglo XXI con mayor velocidad que el resto de los géneros literarios. Toma unas cuantas tortugas, suéltalas en las alcantarillas y deja que se marinen en un poco de mutágeno. Entrénalas en secreto. Libéralas en el mundo global post 11 de septiembre, en el México post zapatistas, post guerra contra el narco, post tuit-bots, post asesinatos de migrantes y te aseguro que ninguna de esas tortugas tiene la menor oportunidad en este mundo real. No tienen la menor oportunidad por sí mismas, pero en conjunto, como género, son al menos tan esenciales como cuando Michel de Montaigne entrenó a las primeras en el siglo XVI, si no es que más, aunque durante un tiempo confundimos sus chacos y katanas con el arco de un centauro.

El respeto al lector

En «El respeto al lector. Una metafísica de los cajones«, Miguelángel Díaz Monges escribe sobre la relación entre el autor y su público y se pregunta qué estrategia conviene a la hora de considerarlo en la producción de un texto. ¿Qué conviene hacer con el lector? Lo mejor, nos dice, es guardarlo en un cajón para más tarde.

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Las cosas que van a dar a un cajón suelen perderse. Uno se inventa etiquetas de lo más variadas y elocuentes. Aquí van estas cosas, acá éstas otras. La verdad es que todos los cajones deberían llevar la misma descripción: “Archivado”.

Los paralizaba la inmensidad de sus deseos.
—Georges Perec

Lo mejor, desde luego, sería no usar cajones, tenerlo a mano todo y lo que no sirve echarlo a la basura. Lo mismo en la mente, donde tenemos infinitos cajones llenos de cosas que hemos metido junto con otras que no tienen nada que ver.

En los cajones de la mente parecen disolverse las cosas guardadas y terminan por mezclarse y confundirse con otras que uno no se explica por qué estaban en el mismo cajón.

Lo mismo pasa con los cajones físicos. Decidimos que en alguno va determinado tipo de cosas, pero nuestra idea del asunto va cambiando y metemos otro tipo de cosas suponiendo que son similares. De vez en cuando buscamos algo y no lo encontramos: se ha disuelto como papel en agua. Aparecen fragmentos de esto y de lo otro, amasijos sin orden ni concierto. Si hay suerte rescatamos la mayor parte de lo que buscamos, pero nunca todo; seguramente está, nadie ha metido mano, pero a saber donde, mezclado con qué, integrado o disuelto donde no iba, a donde fue a dar, en donde quizá se siente más a gusto, a donde lo llevaron las sabias leyes metafísicas que tienden a un cosmos bien distinto al vulgar y limitado orden del que nosotros somos capaces.

Los cajones no sirven de nada, a menos que se quiera dar con el caos de uno mismo que es el cosmos misterioso que acecha cuanto escapa a nuestra vigilancia.

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La mejor forma de respetar al lector es olvidarse de él sin despreciarlo. La crisis creativa no existe, es flojera, depresión, falta de hábito, insuficiencia de herramientas, distracción mundana y hasta desencanto terminal. No existe escritor alguno que no pueda ponerse en este momento a llenar miles de cuartillas acerca de cualquier cosa. Y si existe no es escritor. Otra cosa es publicar y apechugar con la crítica o la indiferencia. El escritor preocupado por estos asuntos puede dar en complacer al lector —o al crítico o al editor— y escribir lo que su limitada imaginación le hace creer que espera la veleidosa ambición de sus lectores. No le va a atinar, desde luego, o sí y es peor. No hay mayor falta de respeto al lector que suponer que se sabe lo que el lector espera y escribir desde esa perspectiva echando a algún cajón la propia estética y los impulsos que hicieron al lector acercarse al escritor.

Esa pretensión se llama voluntad de estilo y es el resultado de un éxito que se quiere conservar a toda costa, incluso convirtiendo el ejercicio de la escritura en un martirio.

Otra forma de respetar al lector es evitar escribir cuando uno anda con ínfulas de genio o con ambiciones más allá de una pieza bien lograda. Se parece a lo otro pero es más feo y también más subjetivo. Y lo es porque lo único peor que estacionarse en un estilo para preservar buena crítica, lectores fieles y nichos mercantiles, radica en la sutil diferencia entre cultivar un estilo para chapotear en él o buscarlo con desesperación, de intento en intento, haciendo del lector el conejillo de indias.

El respeto al lector empieza, pues, por olvidarse de él y olvidarse de uno mismo. Cada cual en distinto cajón, claro está. Cajones que no deberían existir, que lo confunden todo y que sólo son la antesala de la basura. Pasa que no parece razonable respetar al lector echándole a la basura y echándose uno mismo en ella. Entonces queda ir juntos al cajón de cosas archivadas, ese cajón del que sólo sale alguna cosa, y muy de vez en vez, mezclada y confundida, convertida en un amasijo correspondiente al cosmos de cierta metafísica que desdeña nuestro caótico orden existencial.

Acaso el respeto al lector consiste en olvidarlo para quizá encontrarlo más tarde, fundido con nosotros mismos y muchas otras cosas que inexplicablemente están ahí, sin orden ni concierto, disueltos como papel en agua. Y después, mucho o poco después, hallarnos colocados a secar ahí a mano, a ver qué formas imprevistas adoptarnos, qué cosa terminamos siendo, a qué cajón nos corresponde ir a dar, ya juntos y fundidos.

Cuestionario Heterónimo: Ricardo Coler

Ricardo Coler contestó algunas preguntas que le hicimos a propósito del Premio Heterónimos, y en el camino nos contó, entre otras cosas, cómo lee y qué busca en un ensayo.

Ricardo Coler

1. ¿Cuánto leés por día?, ¿tenés algún régimen o programa de lectura? ¿Dónde leés?

Tengo varias  formas de leer: organizada y en grupo; cuando leo para escribir y eso no incluye sólo el material para  investigar, hay algunos autores que cuando los lees te dan ganas de escribir. Es algo parecido a afinar un instrumento, para mí son lecturas fundamentales.

Me resulta más atractivo escuchar un libro que escuchar música así que no reniego de la tecnología que no reemplaza a la lectura tradicional sino que suma. Y por supuesto la lectura del sillón y  la lámpara de pie. Un dato más, puedo pasar algunos periodos en los que no leo absolutamente nada.

2. ¿Cómo leés? ¿Subrayas, anotás, marcás páginas?

Solo si el libro es mío, eso me evita nuevos enemigos. Si es mío y no tengo que compartirlo  marco y subrayo con birome.

3. ¿Qué buscás a la hora de leer una ensayo?

Depende, puedo buscar información, otro punto de vista o que cambie mi manera de pensar

4. ¿Tenés alguna manía a la hora leer?

Las generales, no tengo una manía particular para leer.

5. ¿Qué decide que un ensayo sea un buen ensayo?

Que diga algo nuevo y que lo sustente. Eso no significa que me interese pero que no me interese  no  lo desacredita.

6. ¿Qué hay que tener en cuenta a la hora de emprender un ensayo?

El tema te tiene que entusiasmar, darte mucha curiosidad. Eso es lo que va a permitir hacer un recorrido. Si el objetivo es ser reconocido o cumplir con una regla vuelve el intento bastante más complicado y mucho más árido.

Espiral

Si el ensayo literario se vale de palabras, dice Carlos Grande, el videoensayo se sirve de imágenes y, sobre todo, del modo en que ordena esas imágenes. El texto que les dejamos es una presentación a Espiral, un ensayo hecho de imágenes, un cuestionamiento sobre la muerte y sus alcances, un videoensayo de Héctor Ibarra.

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https://vimeo.com/115362014#at=1

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Breves notas sobre lo que entendemos por videoensayo, por Carlos Grande.

No se trata de saber cómo elaborar engorrosas y apuradas respuestas que sirvan como paliativo para la curiosidad del ensayista. Ante todo, aquel ser extraño que no se conforma con la realidad y es capaz de poner en tela de juicio desde los temas más nimios hasta los más complejos —divagaría sobre la minucia convirtiéndola en arte—, haría precisamente eso: preguntar y navegar por digresiones que no tendrían nunca la intención de acabar y asombrarse durante el proceso.

Para este propósito, el ensayista se había servido de las palabras; pero con el advenimiento del cine, el Ensayo Literario vio posible otra manera de plasmarse: a través de imágenes. Así fue como nació el videoensayo. El ensayista fílmico reflexiona al igual que el literario, pero lo hace mediante imágenes dispuestas de cierta manera para causar un efecto en el espectador. «¿Cómo mostrar las imágenes?» correspondería a «¿Cómo formular las preguntas correctas?». El ensayista literario se vale de palabras; el fílmico de imágenes —y aunque éste podría usar una voz en off o distintas clases de sonido durante el video-ensayo, lo importante sigue siendo cómo mostrar las imágenes y eso implica cómo disponer de ellas, cómo conectarlas y entrelazarlas: un continuo pensar y transformar durante la película.

Todo lo anterior lo podemos observar en el siguiente videoensayo de Héctor Ibarra y el cual nos da gusto presentarles: Espiral. ¿Qué es la muerte? Uno de esos temas inacabables del ser humano que, más que exigir las mejores respuestas, exige las mejores preguntas. El autor se hace estos cuestionamientos, como hemos dicho hasta ahora, a través de imágenes que, más que delatar y representar una realidad, nos hacen vivirla y sentirla y preguntarnos acerca de las personas y lugares que ahí vemos. ¿Cómo se vive la muerte? ¿Los muros y los cementerios son capaces de guardar las lágrimas causadas por las partidas? Una extraordinaria conjunción de la imagen con la voz en off nos llevará a lugares inusitados de nuestra mente. Finalmente y como diría Chesterton: no dejemos a los ojos descansar. Divagar con palabras. Divagar con imágenes.

El pensamiento propio

¿Vale la pena citar? Enfrentado a esta pregunta y a sus posibilidades, Marco Ornelas se hace preguntas acerca de el pensamiento y sus formas. ¿Existe el pensamiento propio? En todo caso, ¿qué es eso: tener un pensamiento propio? Su respuesta parte de la herencia. Pocos hombres, dice, pudieron generar un sistema propio de ideas, un discurso.

En filosofía ―como en el mundo de la discusión teórica― no existe a la fecha un Rimbaud del pensamiento. La poesía puede jactarse de haber tenido en sus arcas a un gran artista pese a su juventud. Es cierto, sólo en algunos casos excepcionales los jóvenes —y los no jóvenes— han tenido hallazgos con el pensamiento. David Hume publicó su Tratado de la naturaleza humana a los veintiocho años de edad, y Schelling a los veinte era ya doctor en teología y filosofía. Pero Kant terminó de escribir su tríada filosófica a los cincuenta y siete años de edad. Es evidente: el pensamiento madura con lentitud. El joven poeta Rimbaud, sin embargo, a los veinte años de edad dejaba huérfana a su literatura y la inmortalidad la acogía como una de sus hijas predilectas. La gestación de las ideas del hombre va a paso senil y doloroso. Es complicado pensar y repensar. A Karl Marx le llevó toda su vida esculpir su sistema, el materialismo dialéctico.

¡Es pesado pensar, ah de la vida!1

Hay filósofos que se quedaron deambulando en los senderos del pensamiento. Nietzsche, por ejemplo, nunca encontró el camino de regreso a la lucidez. A las ideas hay que sembrarlas, regarlas y dejar que den frutos. El fruto maduro es el más degustable siempre. ¿Qué le queda al joven que intenta pensar por sí mismo —o lucubrar su discurso? ¿Callarse, acaso?

Recuerdo que hace no mucho tiempo sostenía una discusión con otros escritores, y citaba a ciertos filósofos; en eso, una autora que participaba en aquel debate me inquirió violentamente: “Tú siempre citas, ¿qué no tienes un pensamiento propio?” “¿Qué es un tener un pensamiento propio?”, le respondí. En ese momento ella no supo bien qué responder y sólo contestó: “Pensar por sí mismo”. Después de aquella discusión, reflexioné sobre el problema tan grande que para muchos implica que alguien cite. La conclusión a la que llegué es la siguiente.

Pensamiento propio, ¿qué significa tener un pensamiento propio —o discurso? ¿Quiénes son los hombres que han tenido un pensamiento propio —o que han elaborado su propio discurso?

Según el diccionario de la RAE, “propio” significa que es sólo de una persona y de nadie más, que es característico de alguien; que le pertenece únicamente a él. De lo anterior puedo concluir que el “pensamiento propio” es aquel que sólo le pertenece a un pensador; que ese conjunto de ideas únicamente son de él, y que las influencias de ideas de otros pensadores le han servido para recrear de manera tal las suyas que ya sólo le pertenecen a él. ¿Y quiénes son esos hombres? Por mencionar algunos ―que bien pueden ser ejemplo―: Heráclito y su devenir; Parménides y el principio de identidad; Sócrates y su mayéutica; Platón y las ideas innatas; Aristóteles y el hilemorfismo; san Agustín y la teoría de la iluminación; Descartes y su inmanencia; Leibniz y la monadología; Kant y sus críticas; Hegel y el absoluto; Comte y su positivismo; Husserl y la fenomenología; Bergson y su evolución creadora, entre otros pensadores verdaderamente con ideas propias. De ahí en más, todos los demás vivimos como huéspedes de las ideas ajenas. Vivimos de las ideas generacionales y culturales; vivimos de las ideas heredadas. Piénsenlo bien y concedan el beneficio de la duda.

Samuel Ramos y Octavio Paz se atrevieron a cuestionar si verdaderamente hay un pensamiento mexicano y si existe una filosofía auténtica mexicana.

Es verdad, han existido y existen en nuestro país grandes hombres de ideas, tenemos el caso de Francisco Javier Clavijero, Justo Sierra, Gabino Barreda, Antonio Caso, José Vasconcelos y Emilio Uranga, por mencionar sólo algunos. Aunque tampoco podemos negar que todos ellos se alimentaron fuertemente de ideas occidentales, de filósofos europeos. En nuestro país gran parte de la gente vive de las ideas heredadas del clero español católico, y la otra pequeña minoría vive también de la tradición liberal heredada del viejo continente. Por ejemplo, hoy en día, las ideas de los antiguos sabios orientales son un boom.

Por lo anterior, pregunto de nuevo: ¿Qué le queda al pensador joven ―y al no tan joven? ¿Callarse, acaso? ¿Y si será inauténtico citar? Como he tratado de mostrar, no se puede manejar a la ligera lo de tener un “pensamiento propio” pues son pocos los que han elaborado un discurso auténtico. Así, ¿es inauténtico citar? Considero que no, que es mucho más inauténtico no citar, por no saber la fuente (de su dicho) y pretender tener un “pensamiento propio”, sin percatarse de que todo el bagaje de esas ideas ha sido producto de la herencia, del momento histórico y de la endoculturación televisiva. Hay que decirlo, sólo pocos pensadores excepcionales han elaborado discurso. El pensador joven bien puede construir su conjunto idiomático, con cimientos sólidos, apoyándose en los grandes hombres de ideas. Quizá lo que le dará autenticidad al pensador joven será la elección. Elegir, por ejemplo, entre el idealismo kantiano o el raciovitalismo; entre la dialéctica hegeliana o el existencialismo. Con la elección dibujamos nuestro paisaje personal. Para elegir hay que conocer, mirar hacia la montaña gigante de las posibilidades y decidir. El que no conoce no puede refutar. La apuesta corona bellamente al ser. Y si del grande mar de las ideas no ha emergido todavía el Rimbaud del pensamiento, ¿qué le queda al joven reflexionante? Estudiar y conocer los diferentes caminos del pensar. Cimentar sus ideas en pensadores inmortales; elegir conscientemente un camino del pensar y no ser producto de la endoculturación inauténtica. ¿Callarse y no pensar, acaso? Nada de eso: ensayar, escribir y aclarar sus ideas sin ufanarse de poseer ya un “pensamiento propio”.

Nota
1 Parafraseo a Francisco de Quevedo, los versos del poema “Cuán nada parece lo que se vivió”: “Ah de la vida”… ¿Nadie me responde?/ ¡Aquí de los antaños que he vivido!/ La Fortuna mis tiempos ha mordido;/ las horas mi locura las esconde”.

La trampa del ensayo

A la definición clásica de Alfonso Reyes, que ve en el centauro una metáfora sobre el ensayo, Jesús Silva-Herzog Márquez contrapone la propuesta de Chesterton: el ensayo como una serpiente -sutil, sugerente. Así, en «La trampa del ensayo» habla sobre la inconclusividad del género, que no agota sus temas.

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¿Será el ensayo siempre una trampa? ¿Una manera de bordear el mundo sin acceder a él? ¿Una elocuente evasión? El ensayista se entrega a las orillas: no intenta demostrar nada, apenas mostrar. El ensayo es la fuga de la tangente: rozar el globo y huir. El entendimiento es un reconocer los límites, dice Montaigne en su ensayo sobre Demócrito y Heráclito. El paseante no se empeña en sujetar el mundo. Su mirada se detiene en el fragmento. “Escojo al azar el primer argumento con que doy, porque todos los considero buenos por igual y nunca me propongo seguirlos enteros, ya que no veo el conjunto de nada. Entre las cien partes y caras de cada cosa, me atengo a una, ya para rozarla, ya para rascarla un tanto, ya para penetrarla hasta los huesos”. El ensayista juega al argumento, lo adopta por azar y sin firmar contrato con él. Tan pronto encuentra motivos para soltarlo, lo abandona. El ensayo roza y rasca. Punza también, pero su aguja penetra solamente un milímetro del cuerpo.

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01-ensayo

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Bien conocida es la descripción del ensayo como un centauro. Alfonso Reyes lo vio así, como el hijo mestizo del arte y de la ciencia. Un estilo y una inteligencia que forman parte de nuestra cultura moderna, “más múltiple que armónica”. Todo cabe en su jarrito, sabiéndolo desacomodar. La divagación, es decir, el desorden, adopta pose de método. Meneo: brinco, retroceso, giro. Sin itinerario, el ensayista sigue el capricho de sus antojos. Un centauro fue también el padre del ensayo. La inteligencia de Montaigne fluía en el trote de su caballo. Su sueño era vivir montando: “mejor pasaría yo la existencia con el trasero en la montura”. El jinete sale de su escondite en la torre para pasear: sabe bien de lo que huye pero no tiene idea de lo que busca.

En otra criatura pensaba Chesterton cuando pensaba en el ensayo. No venía de la mitología pero estaba cargada de símbolo. El ensayo, dijo, es una víbora. Su desplazamiento es líquido: ondulante, ágil, peligroso. “El ensayo es como la serpiente, sutil, graciosa y de movimiento fácil, al tiempo que ondulante y errabundo”. El enorme católico advertía, por puesto, otro elemento de la serpiente: ser el animal de la tentación. Ensayar es probar, sugerir, tentar. La serpiente atrae a su víctima. Para engullirla ha de seducirla primero. Chesterton pinta con esa imagen al ensayo como el engañoso arte de la irresponsabilidad. La víbora, desprovista de garras y de tenazas parece un hilo de aire que juega inocentemente en la arena. Es, en realidad, una bestia mortífera que puede devorarnos de cuerpo entero. El ensayo: arte de la evasión, estafa.

Sigamos con Chesterton: el ensayista se escuda en la naturaleza de su oficio para rehuir la responsabilidad de sus palabras. Anuncia que no lo sabe todo y que apenas esboza conjeturas. Esto puede ser cierto y puede no serlo. Así, el ensayista necesita convertir a su lector en cómplice; imponerle su código de alusiones, eufemismos, esbozos e insinuaciones. Ahí está el peligro que advierte el ortodoxo: si el ensayista trata de asuntos sociales lo hace con el permiso de no ser sociólogo. Si menciona a Darwin, enfatizará su ignorancia de las ciencias biológicas. Soy ensayista, no presento una conclusión, tan sólo sugiero un enfoque. Que no hay que leerlos a la letra nos advierten siempre. Aficionados que denuncian el encierro de los especialistas, los divagadores se deslindan de su idea tan pronto la presentan.

El vicio del ensayo, escribe Chesterton, es el vicio de la modernidad. El hombre medieval no pensaba sino para concluir. Partía de una certeza para llegar a otra. Los doctores medievales adoptaban una tesis y se dedicaban a probarla. Sólo entonces soltaban la pluma. El hombre moderno piensa para pensar y no se siente obligado a llegar a una conclusión. Son los medievalistas contemporáneos los que concluyen, los que se comprometen a demostrar la solidez de su argumento, los que presentan sus ideas en forma de tesis. La víbora siempre se sale por la tangente.