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Borges: el ensayo como argumento imaginario

A partir de «La flor de Coleridge», José Miguel Oviedo analiza en este artículo la indefinición genérica en Borges, la frontera siempre difusa que existe, en sus textos, entre el cuento y el ensayo. La libertad interpretativa que el autor confiere al lector, dice Oviedo, unida a la potencia imaginativa de su obra, son la clave para entender esta indefinición.

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Al Borges ensayista le debemos por lo menos dos cosas: la incorporación de un enorme repertorio de autores y obras que de otro modo habrían permanecido ajenos a nuestra tradición literaria, y el arte de razonar, alrededor de ellos, con argumentos que estimulan la libertad de nuestra imaginación. Ésas son precisamente dos de las mayores cualidades a las que puede aspirar un ensayista, cuya tarea es pensar y enseñar a pensar por cuenta propia.

Lo curioso es que, si uno revisa la producción ensayística de Borges, que comienza, muy poco después de iniciarse como poeta, con el primer volumen de Inquisiciones (1925) —que él excluiría sistemáticamente de sus Obras completas—, podrá comprobar que casi no hay libros orgánicos o extensos en ella, y que está compuesta básicamente por textos muy breves, modestos comentarios de lecturas, simples reseñas, prólogos y otras piezas ocasionales. Es decir, casi todo sugiere la presencia de un ensayista que quería ser visto sobre todo como un diligente lector, no como un ambicioso pensador. A Borges le importaba poco aparecer como un escritor «original»; prefería ser visto como alguien que reflexionaba con discreción, sólo guiado por el afán de comunicar el mismo placer que había experimentado al recorrer ciertos textos. Ésa era su justificación para apropiarse —mediante la lectura y la escritura— obras ajenas y hacerlas suyas en un grado que sólo ahora, gracias a las modernas teorías sobre la función del lector y la creación del sentido textual, podemos entender en todos sus alcances. En su «Nota sobre (hacia) Bernard Shaw», incluida en Otras inquisiciones (1952)1 —que puede considerarse su libro medular de ensayista, pese a que su contextura no difiere mucho de los otros—, Borges afirma algo cuya radical novedad pocos advirtieron entonces:

La literatura no es agotable, por la suficiente y simple razón de que un solo libro no lo es. El libro no es un ente incomunicado: es una relación, es un eje de innumerables relaciones. Una literatura difiere de otra, ulterior o anterior, menos por el texto que por la manera de ser leída: si me fuera otorgado leer cualquier página actual —ésta, por ejemplo— como la leerán el año dos mil, yo sabría como será la literatura el año dos mil. (158)

Esta concepción abriría más tarde caminos inéditos para el ejercicio literario entre nosotros; más concretamente: para el modo de pensar ese ejercicio, lo que tiene consecuencias directas sobre la práctica y la función del ensayo.

Esa idea permea por igual los géneros que cultivó Borges, todos ellos caracterizados por su brevedad; es bien conocida su paradójica relación con la novela, género del que fue un constante lector (y hasta traductor), pero que se negó «enérgicamente» (el adverbio es suyo) a cultivar. Es, en verdad, impropio hablar de «géneros» en el caso de Borges, porque continuamente escribió en los intersticios de ellos, creando ambigüedades y reverberaciones textuales que parodian los límites establecidos por la retórica entre esas categorías del discurso literario. Su obra puede verse como un conjunto de círculos concéntricos que se comprimen o expanden a voluntad, y en el que todo remite al centro que lo genera.

Borges es un virtuoso en la práctica de la cita interna, el eco de otra voz alojada en la suya, reiteración de ciertos símbolos y metáforas, reanimadas por leves variantes; esas variantes circulan de un texto a otro, emigrando de un poema para ir a parar a un cuento y reaparecer en un ensayo. En verdad, lo que hay es una constante operación de trasvase que se organiza como un sistema de extraordinaria coherencia y cuyo perfil todos reconocemos gracias a ciertas marcas lingüísticas, poéticas e intelectuales.

El centro del estatuto borgesiano está dado por la noción de invención, entendida ésta como la capacidad de crear ideas nuevas aun a partir de las más conocidas. Borges trabaja con arquetipos establecidos por la colaboración de muchos a través de los siglos: una cadena de préstamos y transformaciones que nos permite ver una vieja verdad desde otro ángulo, como si la hubiésemos formulado nosotros —o al menos nos deja jugar con esa hipótesis. Así, el lenguaje expositivo y analítico del ensayo incorpora los elementos de la ficción y los recursos de la metáfora poética. Sin duda, Borges es un escritor libresco, pero lo es de un modo también paródico: en la enorme biblioteca que nos dispensa su obra, los libros que ha inventado para burlar a los eruditos son elementos importantes, y no menos la presencia de su mayor ficción: ese fantasmal «Borges» que se inventa a sí mismo como creador y lector de todos esos libros.

Hay varios indicios de que uno de sus secretos propósitos era borrar las fronteras que separan el ensayo de la ficción. Por un lado, tenemos los cuentos que, como «Examen de la obra de Herbert Quain», «Pierre Menard, autor del Quijote» o «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», adoptan la forma de la nota bibliográfica, la necrología literaria o la especulación científica, más cercanas al campo ensayístico que al de la ficción. Se trata, en realidad, de cuentos que carecen de una línea argumental y de dos elementos fundamentales del lenguaje narrativo: la intriga y la evolución dramática de los personajes. Sin embargo, los leemos como «cuentos» porque se presentan como modelos del arte de imaginar y fantasear con las más extrañas y asombrosas posibilidades concebidas por la mente humana.

Inversamente, no pocos ensayos de Borges pueden ser leídos como relatos o alegorías cuya función «narrativa» es la de iluminar cuestiones estéticas o metafísicas. Un notable ejemplo de eso es «El acercamiento a Almootásim», que apareció primero como una de «Dos notas» en el libro de ensayos Historia de la eternidad (1936) y luego emigró a Ficciones (1944); es decir, el autor propuso dos lecturas distintas del mismo texto, facilitadas por su indefinición genérica.

Al plantear la argumentación intelectual como un vehículo para estimular nuestra imaginación y conducirla al reino de lo ficticio, Borges produjo un cambio cualitativo en el lenguaje y el propósito habituales del ensayo. En Otras inquisiciones hay un texto titulado «La flor de Coleridge» que trata uno de sus motivos favoritos: el de la creación literaria como un conjunto limitado de imágenes y formas que se despliegan en una serie infinita de distintas versiones, dentro de la cual se confunden el original y la copia o, mejor aún, no existe ni uno ni otra. En el mismo libro aparece otro texto sobre el autor inglés, cuyo título hace explícito su asunto: «El sueño de Coleridge»; en él vincula la actividad literaria a la onírica, lo que nos recuerda que el mundo puede ser también ilusorio. Aunque sólo nos ocuparemos del primero, conviene leerlos como textos a la vez paralelos y divergentes. Éste es un rasgo significativo del arte ensayístico de Borges: el examen de cualquier tema es continuo y circular, lo que justifica la presencia de notas y postdatas que revisan lo ya examinado.

Sus razonamientos suelen seguir un método paradójico cuyos pasos se adaptan a un esquema bastante reconocible: el planteamiento de una teoría o cuestión —de índole literaria, filosófica o intelectual— en principio problemática y difícil de aceptar; el resumen de las varias y discrepantes interpretaciones que esa cuestión ha tenido a lo largo del tiempo y los posibles errores que las invalidan; el examen de las alternativas que el asunto permite, incluyendo la suya; y la sospecha de que su nueva propuesta no está necesariamente exenta de alguna secreta falacia, lo que nos obliga a repensar todo otra vez.

Esto último es fundamental, porque deja al lector en libertad para pensar o imaginar lo que quiera, y confirma además la ironía y el escepticismo filosófico de Borges respecto de las leyes que rigen el conocimiento humano y su búsqueda de la verdad.

Varios de esos pasos aparecen en «La flor de Coleridge». El ensayo comienza con una cita de Paul Valéry que contiene una idea casi asombrosa: la de que la verdadera historia de la literatura no debería hablar de autores y obras, sino presentar «La Historia del Espíritu como productor o consumidor de literatura» (17). Aunque su punto de partida es una idea ajena, Borges inmediatamente la asimila a su sistema, agregando que la sorprendente teoría de Valéry en verdad tampoco es original: un siglo antes, el Espíritu, a través de «otro de sus infinitos amanuenses» cuyo nombre era Emerson, había observado que existía tal unidad entre todos los libros del mundo que bien podían haber sido redactados por un único «caballero omnisciente». Borges invoca aun a otro «amanuense» anterior, Shelley, quien señaló que todos los poemas son fragmentos de un solo poema infinito.

Sutilmente, el autor convierte una idea en principio insólita en una especie de constante del pensamiento humano, en parte de una tradición, lo que le permite jugar con otro de sus temas favoritos: el carácter siempre misterioso y sorpresivo de las fuentes literarias. Para realizar su «modesto propósito» (ibid.), presenta tres distintos textos que, al inicio, parecen tener poca relación entre sí. (En el pensamiento de Borges, los textos se conectan de modo insólito o anómalo, negando la cronología y a veces la lógica.) El primero es de Coleridge y contiene una posibilidad casi inconcebible: ¿qué pasaría si un hombre soñara que ha estado en el Paraíso, en prueba de lo cual le dan una flor, y descubriese, al despertar, que tiene esa misma flor en la mano?

De allí, el ensayista extrae una primera conclusión: la de que, en literatura, «no hay acto que no sea coronación de una infinita serie de causas y manantial de una infinita serie de efectos» (18). En el fondo, la flor es una alegoría que ha reaparecido en la literatura universal, muchas veces y bajo distintos ropajes, sobre los contactos, fascinantes o aterradores, de nuestro mundo con el más allá, que implica un viaje a lo desconocido y una contradicción de todas las evidencias de la realidad normal. En nuestra literatura, quizá uno de los ejemplos más conocidos sea el cuento «Lanchitas» (1878), de José María Roa Bárcenas (1827-1908), en el que un cura que asiste a un moribundo, deja olvidado su pañuelo en casa de éste y, cuando va a recogerlo, descubre que el lugar no ha sido habitado por largos años; es decir, ha estado en el mundo de los muertos y sólo tiene el pañuelo como prueba de que no ha soñado o no está loco.

El segundo texto que Borges invoca sobre el tema es The Time Machine (1894) de H.G. Wells, cuyo protagonista realiza un imposible viaje en el tiempo, específicamente hacia el reino del porvenir, del que trae una flor marchita. En este caso, la imaginación literaria converge con las teorías científicas que plantean la posibilidad concreta de realizar un viaje en una u otra dirección del tiempo. En años recientes, este tema ha dejado de ser mera especulación propicia para relatos de ciencia ficción o material para el cine de entretenimiento, para convertirse en motivo de seria reflexión científica. Físicos como el famoso Stephen W. Hawking han escrito obras que examinan esa posibilidad como parte de los problemas esenciales de la física moderna.

La clave para realizar ese viaje no parece estar en el uso de vistosas naves intergalácticas, sino en aparatos como el acelerador de eones y en el supuesto de que el universo es curvo. Sin embargo, pasar de la teoría a la práctica no es fácil, y exige la solución de cuestiones y paradojas que no son muy distintas de la flor de Coleridge o el pañuelo abandonado del cuento de Roa Bárcenas; por ejemplo, lo que los científicos han llamado «la paradoja del abuelo»: si un viajero del tiempo encuentra a su abuelo y lo mata, su existencia como nieto es lógicamente imposible. Todo esto, que Borges no podía haber previsto, demuestra que el movimiento de las ideas no es lineal. Igual que el universo según los nuevos físicos.

El tercer texto es The Sense of the Past, una novela inconclusa y poco conocida del «triste y laberíntico» (19) Henry James, cuyo héroe hace el viaje inverso al de Wells: regresa al pasado, exactamente al siglo XVIII. El móvil de ese retorno es un retrato que alguien ha pintado de él: pero en el siglo XVIII, en el que, por cierto, no existía.

De todo esto, Borges extrae una alarmante conclusión: «La causa es posterior al efecto; el motivo del viaje es una de las consecuencias del viaje» (ibid.). Con delicada ironía, el autor alivia el aparente escándalo de la teoría de que «todos los autores son un autor» (19-20) declarando que está respaldada por la visión clasicista para la cual «esa pluralidad importa muy poco» (20), lo que remite otra vez a la idea de Valéry que sirvió como impulso inicial de este ensayo.

La pieza se cierra con una observación que, nuevamente, parece insostenible, pero que Borges alcanzaría a demostrar de modo magistral: la de que quienes copian «deliberadamente» a otro autor, lo hacen «impersonalmente» porque «confunden a ese escritor con la literatura» (ibid.). Bien sabemos que la puesta en práctica de esa teoría del plagio como suprema o secreta creación es el relato «Pierre Menard, autor del Quijote«. Y así, el ensayo que termina siendo un brillante ejercicio de la imaginación se confirma por un relato que asume esa forma menor de la crítica que es —como dijimos al comienzo— la nota necrológica. La circularidad del arte borgesiano pone en el centro de todo el razonamiento imaginativo la libertad del lector para creer lo que quiera. ¿Acaso son otras las virtudes propias del género ensayístico?

Cuestionario Heterónimo: Germán García

Germán García es jurado del Premio Heterónimos de Ensayo, que va a estar recibiendo originales hasta el 17 de junio. Por acá, responde un pequeño cuestionario acerca de sus formas a la hora de leer. En cuanto al ensayo, a la hora de emprenderlo recomienda «que si hay que saber orientar también hay que saber desorientar». 


Germán García

1. ¿Cuáles son tus autores o libros preferidos?

Varían con los años y algunos permanecen de manera definitiva. Por ejemplo:

Leonor Pichetti, María Moreno, Pola Oloixarac, Leonor Curti, Margarita García Robayo, Graciela Avram.

Los pájaros del bosque, El affair Skeffington,  Las teorías salvajes, El mal transparente, Lo que no aprendí, Gloria.

Gombrowicz, Macedonio Fernández, J. L. Borges, Joyce, Kafka, Musil, Thomas Man, Onetti, Filisberto Hernández, y entre mis contemporáneos Ricardo Piglia, Alan Pauls, Libertella, Néstor Sánchez, Manuel Puig, Saer, Miguel Briante y algunos más.

Ferdydurke, Museo de la novela de la Eterna,  Ficciones, Ulises, El proceso, Tribulaciones del estudiante Torless, La montaña mágica, La vida breve, Nadie encendía las lámparas, La ciudad futura, Historia del dinero, El camino de los hiperbóreos, El amhor, los Orsinis y la muerte, La traición de Rita Hayworth, El entenado y Ley del juego.

2. ¿Cuánto leés por día?, ¿tenés algún régimen o programa de lectura? ¿Dónde leés?

Leo de manera regular en la cama por la noche, a la mañana en el bar donde me desayuno, en cualquier momento intercalado entre actividades, espera en un hospital, en un consultorio odontológico, en un viaje – taxi, remise, tren y avión.

3. ¿Cómo leés? ¿Subrayás, anotás, marcás páginas?

Subrayo, marco páginas, y escribo en los blancos.

4. ¿Qué buscás a la hora de leer un ensayo?

Depende del tema en el que esté trabajando, de la clase que tenga que dar y del placer que me cause determinado tema.

5. ¿Tenés alguna manía a la hora leer?

Sí, la manía de leer.

6. ¿Qué decide que un ensayo sea un buen ensayo?

Al margen de las diversas teorías sobre el ensayo, lo decisivo llegado el momento es el interés que causa sus temas.

7. ¿Qué hay que tener en cuenta a la hora de emprender un ensayo?

No olvidar que la paciencia tiene un límite, que si hay que saber orientar también hay que saber desorientar. Tampoco olvidar que la opacidad enigmática puede ser tan atractiva como la transparencia deliberada. Y tantas cosas más.

Cuestionario Heterónimo: Andrea Torricella

«Creo que una buena escritura puede, por sí misma, defender su relevancia». Esto nos decía Andrea Torricella, prejurado del Premio Heterónimos de Ensayo, cuando le preguntamos acerca de sus búsquedas dentro del género. Por acá, todas sus respuestas a nuestro pequeño cuestionario.

Andrea Torricella 1

1. ¿Cuáles son tus autores o libros preferidos?

Me gusta mucho leer, tengo autor*s preferid*s que sigo, pero disfruto mucho de los libros sobre estudios culturales, ciencias sociales, teoría social, filosofía, estudios de género, sociología, cultura visual.

2. ¿Cuánto leés por día?, ¿tenés algún régimen o programa de lectura? ¿Dónde leés?

Leo en cualquier lado. La cocina desierta a la mañana muy temprano me gusta para leer, en otros horarios más transitados también. Mi cocina con mate o té. En la cama no leo. Leo en mi escritorio. Leo en los cafés. Leo mucho porque mi trabajo es seguir leyendo y estudiando.

Tengo un régimen de lectura excelente, mejor dicho unos planes de lectura exhaustivos (léase pilas de textos, carpetas, downloads), pero nunca los cumplo. Me dejo llevar por la ansiedad, el gusto por lo que leo y el tiempo disponible (compatibilizar trabajo-familia entra por acá). Me gusta estar al tanto de cosas nuevas.

3. ¿Cómo leés? ¿Subrayás, anotás, marcás páginas?

Me encanta anotar, subrayar y usar resaltadores. Pero soy profesora, así que trato de cuidar los libros cuando los voy a compartir. Copio y tomo notas. Y pego papelitos, notas. Soy memoriosa. Me gusta el papel para leer, pero me voy adaptando y leo en otros dispositivos.

4. ¿Qué buscás a la hora de leer un ensayo?

Que sea una apuesta por la escritura, textos cuidadosos que manifiesten cierta preocupación por el que va a leer y cómo le va a contar aquello que quiere decirle. También me gusta la intertextualidad en los ensayos, que tenga algún anclaje con otras lecturas sin llegar a la erudición que deben tener los textos académicos. La relevancia del tema también es algo que busco, pero aprendo leyendo, así que creo que una buena escritura puede , por sí misma, defender su relevancia.

5. ¿Tenés alguna manía a la hora leer?

No, no tengo manías. No tener frío. Que no haya ruidos muy molestos.

6. ¿Qué decide que un ensayo sea un buen ensayo?

La escritura, sin duda.  Que los argumentos sean precisos. Que sea original.

7. ¿Qué hay que tener en cuenta a la hora de emprender un ensayo?

Creo que es fundamental haber leído ensayos, estar familiarizado con el estilo. Estilo que es bastante amplio, pero al menos creo que es importante haber pensado en un estilo de ensayo, trabajar mucho sobre la forma. Estudiar también el tema, saber del tema.

Cuestionario Heterónimo: Leticia Paolantonio

Leticia Paolantonio es profesora universitaria en artes visuales, coordinadora del taller Arte Andarín y comité de lectura del Premio Heterónimos de Ensayo. Cuando le preguntamos qué recomienda a la hora de empezar un ensayo, sugiere poner cuidado sobre la forma, la estructura y los métodos más acertados. Por acá, sus respuestas a nuestro cuestionario heterónimo.

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Leticia Paolantonio

1. ¿Cuáles son tus autores o libros preferidos?

Soy muy admiradora de Loris Malaguzzi, pedadagogo, del que leí sus textos y profundicé mucho más su lectura a través de Alfredo Hoyuelos, su amigo, que tiene varios libros publicados haciendo un análisis exhaustivo de las Escuelas de Reggio Emilia. Son esos textos que los lees una y otra vez y te abren la cabeza, te hacen replantearte cosas, funcionan como  disparador para intentar nuevas prácticas.

En relación a la teoría del arte, Umberto Eco. De él me gusta lo claro y complejo que puede ser cuando escribe. Específicamente Historia de la Belleza e Historia de la Fealdad son excelentes resúmenes para entender la Historia del arte y la transformación del concepto de la estética a través del tiempo.

2. ¿Cuánto leés por día?, ¿tenés algún régimen o programa de lectura? ¿Dónde leés?

Soy muy irregular con la lectura. Me voy dejando llevar por las ganas y el entusiasmo, aunque esto implique leer varios a la vez, terminar antes el que empecé a leer después y abandonar los que no me aportan. Me doy esos permisos.

3. ¿Cómo leés? ¿Subrayás, anotás, marcás páginas?

Anoto y subrayo SIEMPRE con lápiz. Mi método más reciente es que a algunas citas les saco foto y las tengo en una carpeta de mi computadora.

4. ¿Qué buscás a la hora de leer un ensayo?

Que enriquezca mi mirada sobre el tema. Que me aporte otra perspectiva. Que me sorprenda y me haga repreguntarme sobre lo que sé y lo que hago. Que me provoque.

5. ¿Tenés alguna manía a la hora leer?

Creo que ninguna.

6. ¿Qué decide que un ensayo sea un buen ensayo?

Que aporte algo nuevo, que nos haga pensar. Que tenga un análisis propio.

7. ¿Qué hay que tener en cuenta a la hora de emprender un ensayo?

Investigar  lo dicho sobre el tema para no caer en repeticiones. También plantearse a quién va a estar dirigido. A qué público, con qué intención. Y en base a eso elegir la forma, estructura y métodos que nos parezcan más acertados.

Cuestionario Heterónimo: Lucas Misseri

Lucas Misseri es parte del comité de lectura del Premio Heterónimos de Ensayo, y estuvo contestando algunas preguntas que le hicimos a propósito del concurso. «La lectura», dice, «forma parte de mi vida de un modo integral y atraviesa casi todas las esferas de ella. Leo por trabajo y leo por placer. Leo para entender y leo para escribir.» Por acá, todas sus respuestas.

Lucas Misseri

1. ¿Cuáles son tus autores o libros preferidos?

Esta es una pregunta que me he hecho a mí mismo muchas veces. Tengo dos respuestas posibles: una diacrónica y una sincrónica. En términos más sencillos, una por las etapas significativas de mi vida y otra por el conjunto.

La primera tríada diacrónica la componen las historietas de Ásterix de Goscinny y Uderzo, los Cuentos de la Selva de Quiroga y las Aventuras de Sherlock Holmes de Conan Doyle. Si bien pasan los años, esos tres textos siguen evocando bellos recuerdos en mi mente.

En segundo lugar, mi tríada sincrónica la constituyen tres autores a los que he vuelto en varios momentos de mi vida y que, tras muchas lecturas, los siento como viejos “amigos”. Estos son Platón, Milan Kundera y Amélie Nothomb.

Si me pongo a pensar en libros en lugar de autores estaría tentado de incluir República de Platón, Utopía de Tomás Moro o Los Viajes de Gulliver de Swift. No obstante, si pienso qué único libro me llevaría a una isla desierta (en la que no hubiera electricidad), éste sería un diccionario enciclopédico. Desde muy chico disfrutaba hojeando miles de nombres desconocidos, países exóticos, etnias del pasado y conceptos que me permitieran viajar con la imaginación.

2. ¿Cuánto leés por día?, ¿tenés algún régimen o programa de lectura? ¿Dónde leés?

Nunca se me ocurrió cuantificar cuánto leo por día pero sí por año. Desde los trece años (hoy tengo treinta y dos) llevo un registro de todos los autores que he leído. Al momento de responder esto llevo leídos 1261 autores distintos de 76 países diferentes, o sea un promedio de 78 autores nuevos por año.

La lectura forma parte de mi vida de un modo integral y atraviesa casi todas las esferas de ella. Leo por trabajo y leo por placer. Leo para entender y leo para escribir. Por cada artículo breve que escribo leo una gran cantidad de textos. A veces es necesario leer en detenimiento una sola fuente, pero incluso cuando es así leo también comentaristas y rivales del autor en el que estoy interesado.

En cuanto al lugar de lectura, mi mujer dice que tengo un don y es el de poder leer en cualquier lado. No sé si es tan así, pero he comprobado que al momento de leer es como si el mundo a mi alrededor se detuviera o se viera cubierto por un gran muro silenciador. Esto me permite, por ejemplo, leer en cualquier medio de transporte. Hasta llegué a leer caminando, pero no lo recomiendo, para eso son mejores los audiolibros.

3. ¿Cómo leés? ¿Subrayás, anotás, marcás páginas?

Antes de iniciarme en la investigación solía tener una veneración sacrosanta por las hojas del libro. Me angustiaba ver cómo la gente no sólo escribía sobre ellas sino hasta las doblaba en lugar de usar señaladores. No obstante, eso cambió exponencialmente.

Ahora, leo escribiendo. Esto implica marcar, subrayar, dibujar, hacer redes, escribir palabras claves, etc. Mis lecturas se dividen entre libros tradicionales y digitales. Si son textos para el trabajo casi siempre les hago una pequeña ficha con referencias, y algunas citas destacadas. Si el libro me parece especialmente relevante intento añadir un breve resumen de por qué es relevante.

4. ¿Qué buscás a la hora de leer una ensayo?

Una idea motivadora y una exposición clara pero a su vez libre.

¿Qué quiero decir con esto? En principio, que tras leer el ensayo mi visión del mundo se haya visto o desafiada o enriquecida, o ambas. Con “forma clara pero a la vez libre” quiero decir, que el autor me invite a pensar su idea de un modo simple, pero sin que por ello se limite a alguna forma o canon estricto. El balance puede ser difícil, si uno lee los primeros ensayos de Montesquieu o Bacon encuentra dos estilos interesantes que apelan a una mezcla entre tradición, experiencia personal y nuevas ideas. Ese balance es muy difícil de encontrar, pero ahí radica el desafío que lo hace interesante.

5. ¿Tenés alguna manía a la hora leer?

Llevar un registro de las lecturas es algo que se fue convirtiendo un poco en una manía. Por un tiempo deseaba no repetir autores, o incluso no repetir lecturas. Luego me di cuenta que eso dañaba mi formación así que lo suprimí y me permití releer autores que me gustaran o me parecieran especialmente relevantes.

Mi última manía es forzarme a leer lo más que pueda en otros idiomas. Al momento sólo puedo leer en inglés, francés e italiano con una baja dificultad y estoy intentando dar mis primeros pasos con el alemán. Esto último es frustrante y motivador al mismo tiempo. Frustrante porque el tiempo de lectura es extensísimo, motivador porque cada nueva relación entre palabras es una fiesta. Por ejemplo, cuando aprendí que en alemán si alguien se despide por teléfono no dice auf Wiedersehen (hasta que nos volvamos a ver) sino auf Wiederhören (hasta que nos volvamos a escuchar), estuve contento una semana entera.

6. ¿Qué decide que un ensayo sea un buen ensayo?

Es una pregunta complicada, creo que intenté dar algunos criterios cuando respondí a qué espero de un ensayo. Quizás mis expectativas en ese caso fueron muy altas, porque lo que espero de un ensayo es que sea bueno.

Ahora bien, hay un aspecto subjetivo en mi anterior respuesta. Por eso podría intentar pensar aquí un aspecto sino objetivo al menos intersubjetivo. Creo que hay tres factores clave: uno formal, uno convencional y uno epocal.

El aspecto formal se refiere a que el ensayo esté escrito correctamente. Esto implica ausencia de faltas de ortografía, puntuación adecuada y una organicidad interna. Esto es, una cierta coherencia interna en lo que se está diciendo de principio a fin. No importa que haya excursus, siempre y cuando el propio autor se dé cuenta de que los hay. En caso contrario, esas interferencias o “ruido” pueden impedir que se escuche la voz del autor.

El aspecto convencional tiene que ver con el hecho de que los lectores, y en el caso de un concurso, los jurados, tengan alguna clase de criterio común. Esto puede ser garantizado por la formación de los mismos, la exposición a estímulos culturales afines, o incluso por consignas claras por parte de los organizadores.

El aspecto epocal es el de los lectores en general e implica que el ensayista tenga una conciencia de su propia época. Esto quiere decir, que sea consciente de los discursos que permean su tiempo, de las necesidades o al menos de las convenciones vigentes – no importa si es para cumplirlas o romperlas.

Encuentro que estos tres aspectos permiten que un ensayo sea considerado bueno en un tiempo determinado. Pero esto no garantiza que lo sea por siempre, lo mismo que aquellos no considerados buenos hoy pueden ser los buenos de mañana – por el aspecto epocal de la valoración.

7. ¿Qué hay que tener en cuenta a la hora de emprender un ensayo?

Creo que hay dos preguntas que pueden ser orientadoras, aunque no me considero a mí mismo un ensayista sino un mero lector. Estas dos preguntas son: Primero ¿qué quiero decir? Esto es, la motivación entre el autor y su texto a la que me referí como “la idea”. Segundo, ¿puede alguien además de mí entender lo que estoy escribiendo? Ésta se refiere a la compleja relación entre claridad y libertad que mencioné arriba.

En fin, creo que cualquiera que se plantee estas dos preguntas con sinceridad tendrá éxito a la hora de escribir un ensayo interesante. De los tres factores que antes referí dependerá si es bueno o no.

Cuestionario Heterónimo: Michelle González Amador

Michelle González Amador estuvo contestando algunas preguntas que le hicimos a propósito del Premio Heterónimos de Ensayo, del que es prejurado, y nos contó qué y cómo lee, y qué espera de un ensayo. Cuando leo libros de poesía, dice, dejo siempre un marcador en mis poemas favoritos, para después volver a ellos cuando estoy en el humor.

Michelle González Amador

1. ¿Cuáles son tus autores o libros preferidos?

No puedo decidirme por un libro favorito. Para mí, como me imagino para muchas otras personas, los libros favoritos cambian dependiendo del humor, o la etapa que está viviendo uno. Lo que sí puedo es nombrar algunos autores a los que siempre regreso: Amin Maalouf, que escribe mucho sobre la vida de los expatriados en sus novelas. Julio Cortázar, que sin embargo sólo puedo leer en ciertos momentos y nunca cuando estoy triste de entrada. J.K. Rowling, porque empecé a leer con Harry Potter, y le tengo mucho cariño a la historia. Salvador Novo y Octavio Paz, compatriotas míos y poetas que no me canso de leer. Y, dejando de lado la literatura convencional y moviéndonos al sector académico, Daniel Kahneman – psicólogo cognitivo, y Richard Thaler – economista conductual. Además, hay una serie de autores que se me vienen también a la mente, Kundera, R. Bolaño, Yeats, P. Pullman, Tolkien, Mallarmé, Shakespeare… de todo.

2. ¿Cuánto leés por día?, ¿tenés algún régimen o programa de lectura? ¿Dónde leés?

No suelo armarme un programa de lectura, ni tengo un lugar designado, lo que sí es que mi lugar favorito para leer es en casa, en el sillón, y con el tocadiscos al lado. Me dedico a la investigación, así que paso gran parte del día leyendo textos académicos, pero por las noches suelo darme una hora o dos para leer cosas ligeras, antes de dormir.

3. ¿Cómo leés? ¿Subrayás, anotás, marcás páginas?

Depende mucho de lo que esté leyendo, y en qué idioma. Para los textos académicos, hay que subrayar y hacer notas, eso no se discute. Cuando leo libros de poesía, dejo siempre un marcador en mis poemas favoritos,  para después volver a ellos cuando estoy en el humor. Cuando leo en inglés, casi siempre anoto frases que me parecen simpáticas. Disfruto mucho de esa lengua. Y cuando leo en francés – novelas, por ejemplo – siempre tengo una libreta donde anoto las frases o palabras que no conozco, para no detenerme a buscarlas en el diccionario ese momento.

4. ¿Qué buscás a la hora de leer una ensayo?

De un ensayo, espero que se tenga un objetivo claro. Pero sobre todo, me gusta cuando tienen el método bien desarrollado. Es decir, saben qué es lo que están investigando, y qué camino van a usar para buscar responder su pregunta. Muchas veces tendemos (y me incluyo) a perdernos en nuestras propias ideas y no definimos claramente qué es lo que queremos explicar en el ensayo. A ver, todas esas ideas tienen el potencial de ser un gran diálogo, sí, pero no ayudan a explicar de manera directa la idea del ensayo. Terminamos por responder muchas otras preguntas, y contar historias, sin terminar por explicar lo que al principio nos preguntamos. En pocas palabras, me gustan los ensayos con una estructura clara. Da gusto leer eso, lo claro, lo directo.

5. ¿Tenés alguna manía a la hora leer?

No sé si es manía, porque me parece muy normal, pero me cuesta mucho trabajo leer sin música. Si no estoy en casa – con el tocadiscos que mencioné antes –  generalmente cargo con mi reproductor de música y unos audífonos. Incluso si estoy en un café que tiene música de fondo, prefiero escoger yo los tonos que van a animar mi lectura.

6. ¿Qué decide que un ensayo sea un buen ensayo?

Como dije antes, un buen ensayo se caracteriza por su estructura. Tan simple como tener una pregunta o un tema a desarrollar, darle una introducción (¿qué se sabe al respecto, por qué hay que hablar del tema?), después desarrollarlo (en esta sección los que hacemos investigación cuantitativa explicamos qué modelo usamos, qué datos, y qué es lo que los datos nos están diciendo), y concluirlo (y esta es la parte en la que muchas veces nos perdemos, porque dejamos preguntas abiertas y queremos agregar más ideas, cuando la idea es cerrar el tema: hablamos de tal, vimos esto sobre tal, eso va (o no) de acuerdo a lo que sabíamos antes del tema, a la hipótesis inicial, etc., fin).

7. ¿Qué hay que tener en cuenta a la hora de emprender un ensayo?

Creo que si se va a escribir un ensayo, lo más importante es saber que se tiene algo que decir al respecto. Más allá de conocer sobre el tema, y tener una postura definida, se debe de haber pensado un poquito en las consecuencias y las implicaciones del tema, y se debe haber pensado en qué se quiere hacer con el tema.

Ráfagas sobre el ensayo

Este texto de Luigi Amara publicado en Letras Libres cierra una polémica que sostuvo con Rafael Lemus acerca del ensayo. En esta última parte del intercambio, Amara revindica la necesidad de delinear los límites del género, de diferenciarlo de otros registros: «Lo que hace un niño con su bola de plastilina está más cerca de la escultura que una tesis de grado de la ensayística», dice.

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Hubo un tiempo sin ensayos. Antes de 1580, fecha en que Montaigne usa la palabra para referirse a sus tanteos, había formas de escritura que guardaban cierto parecido de familia: disertaciones, diálogos, sumas, epístolas, tratados, etc., en algunas de las cuales reconoce a sus precursores. ¿Qué terquedad o confusión, qué ligereza de juicio, lleva a que ahora casi cualquier cosa se haga pasar por ensayo bajo la sonrisa complacida del crítico?

Referirse a Montaigne como una suerte de comparsa en la historia del ensayo; creer que el acento personal del género es una especie de “moda”: indicios de que no orbitamos en la misma galaxia.

El ensayo, al menos hasta hace muy poco, carecía de pedigrí. Era el apestado de las investigaciones serias, el irresponsable que no quiere llegar a ningún lado, el rumiante un tanto gagá que reflexiona al margen. Algún cataclismo debe de estar sucediendo para que, desde todos los rincones imaginables, se reclame el derecho, no tanto a ensayar, sino a ostentar el nombre.

A fin de recuperar ese talante subjetivo, resueltamente provocador que lo recorre desde Montaigne hasta, digamos, John D’Agata o Luis Ignacio Helguera, se ha hablado de ensayo “informal”, “anecdótico”, “personal”, “creativo”, “moral”, “lírico” y también “verdadero”. Mi tautológico y machacón “ensayo ensayo” era un homenaje a aquel “enfático ensayo” de Adorno, pero también una reducción al absurdo para apuntar hacia un ensayo sin adjetivos.

Se tacha de “esencialista” el intento de perfilar el ensayo. Una condena que pasa por alto que, incluso en la caracterización más ceñida, la ortodoxia del ensayo es herejía.

Por su carácter proliferante, movedizo y promiscuo, definir el ensayo se antoja descabellado; pero la idea de problematizarlo, de preguntar por sus fronteras porosas, de reflexionar sobre sus límites, parece no solo pertinente sino que, de algún modo inesperado y oblicuo, pone el dedo en la llaga. ¿De qué otra manera retomar su impulso experimental y llevarlo más allá?

Del mismo modo que la estela de un barco no determina su curso, destacar el linaje del ensayo no equivale a plantear una preceptiva.

Si hay un aire conservador en todo esto, estaría en la insistencia de escolarizar al ensayo, en darle la espalda a su propia tradición para volver a la forma cerrada de la teoría, en vestir de toga y birrete a Huckleberry Finn. En olvidarse de su carácter elástico para enfatizar –¡qué audacia!– lo escolástico.

En lugar de subjetivo, el crítico lee “egotista”; en lugar detentativo, resume olímpicamente “impresionista”. En ese afán de caricaturización se encuentra, más que el meollo del debate, el autorretrato involuntario del crítico.

Nada de qué asombrarse: los pedales de mucha de la crítica contemporánea son la caricatura y el gusto por amontonar descalificaciones.

No es infrecuente que se invoque el nombre de Adorno como elemento decorativo. Sin embargo, habría que cuidar de que al hacerlo, como quien coloca un florero en medio de la habitación, no quede de cabeza.

T. W. Adorno no oficia las bodas del ensayo y la teoría. Defiende que, sin importar su eje subjetivo, sea capaz de alcanzar un tipo de verdad, de objetividad, diferente. Su medida no es la verificación de tesis, sino la experiencia humana individual.

Hay que tener una idea muy rupestre –o muy laxa– de lo que es una teoría para pretender que “el uso crítico, indisciplinado, antisistemático de los conceptos” autoriza a hablar de un ensayo teórico. En ocasiones es tropiezo lo que tomamos por salto.

Aunque picotee aquí y allá, absorba teorías y maneje conceptos, el ensayo procede desde la sospecha: frente al método, frente a las reglas del juego teóricas, frente a la especialización erudita, frente al ideal de una construcción cerrada, que agota su tema. Su rasgo no es la afirmación, sino la incertidumbre.

Detrás del ensayo suele estar el error.

“El ensayo –escribe Adorno– es a la vez más abierto y más cerrado de lo que puede ser grato al pensamiento tradicional.” Más abierto, pues se resiste a los residuos de la escolástica y a las infiltraciones de los filosofemas ya empaquetados y listos para consumo. Más cerrado “porque trabaja enfáticamente en la forma de la exposición”, porque se obliga a una intensidad mayor que la del pensamiento discursivo.

Lejos de entregar un informe sobre las cosas, de limitarse a su representación objetiva, en el ensayo las cosas cobran una nueva forma a través de la imaginación y la escritura. Si hay una verdad en todo ello, es de tipo poético, puesto que el ensayo es una variedad de la poesía.

Aun el enfant terrible del ensayo, Ander Monson, quien ha visto en él una forma de hackeo, no pierde de vista los límites del género y avanza desde su interior para ampliarlos, para llevarlos a su tensión máxima: “Los temas tácitos de todos los ensayos son el ensayo mismo, la mente del escritor, el yo en el proceso de tamizar y percibir, incluso si el yo es tácito, nunca evidente, oculto.”

Lo que hace un niño con su bola de plastilina está más cerca de la escultura que una tesis de grado de la ensayística.

El ensayo incomoda porque se mueve en las intersecciones, en las zonas de nadie, en ese desfiladero donde cada nuevo paso parece realizarse en el aire, fuera de lo literario pero también de lo académico. Porque “con conceptos querría abrir de par en par lo que no entra en conceptos” (Adorno).

Su soberanía frente a lo fáctico, su libertad de movimiento frente a la teoría, pueden hacer pensar que el ensayo se desentiende de la realidad. ¿Cómo podría hacerlo, si aspira a verter la experiencia humana sobre la página?

El ensayo como membrana –como interposición– entre la mente y el mundo. El ensayo como ósmosis o, mejor, como bitácora del flujo y reflujo en ese diminuto poro que llamamos el yo.

Porque subordina la crítica a la experimentación personal, por antropomorfista y polimórfico, por ametódico e inestable, por disperso y anacrónico, pero sobre todo porque antepone la búsqueda de la felicidad a la verdad, el ensayo no es solamente un género literario ni una práctica más o menos extendida. Es un proceso, una vía de transformación, en primer lugar de uno mismo, a través de la escritura.

Quien percibe en las divisiones de género cierto tufillo de cárcel y presiente comisarios y cancerberos pasa por alto que, en todo caso, el ensayo es “una prisión de mínima seguridad” (David Shields). Salir de ella comporta al menos el sentido del riesgo.

El crítico se molesta cuando le desacomodan los libros de su biblioteca. Le gustaría que todo se ajustara a su criterio, que el orden implícito que guía sus lecturas –y sus estantes– no fuera alterado. Pretende, tal vez, que todo se quede como está.

¿Dónde está el escándalo de tomar, digamos, Lenguaje y significado de Alejandro Rossi, y retirarlo del librero del ensayo? ¿O Logoi: una gramática del lenguaje literario de Fernando Vallejo? ¡Fuera!

O El deslinde de Alfonso Reyes. Pero antes de expulsarlo, no estaría mal que lo repasara. ¡Es de teoría literaria! Y allí se pregunta lo que según esto ya no tiene sentido: si cabe distinguir entre literatura y no literatura.

Lo de menos, desde luego, es el orden de la biblioteca. La cerrazón, la actitud recalcitrante, tiesa, estrecha, retrógrada (¡qué fácil es descalificar!), está en no permitir que se cuestione toda esa masa de textos que, con la coartada de lo ensayístico, pero sin nada de invención, de impulso experimental, se limitan al confort de opinar.

Si delinear los contornos movedizos del ensayo es anatema, ¿habría que contentarnos con la etiqueta mercadológica de la no-ficción? ¿O con esta gema de la lucidez: el ensayo es prosa, prosa discursiva? Pero no olvidemos que Alexander Pope publicó en verso su Ensayo sobre el criticismo y que ahora proliferan videoensayos como los de Laura Kipnis.

“La hospitalidad del término no-ficción: un vestidor completo etiquetado como no-calcetines” (David Shields).

¿Qué se gana con decir que las tareas escolares, los reportajes periodísticos, los libros de divulgación, las colecciones de artículos, las promesas de campaña y en general toda la doxa encuadernada son ensayo? ¿No es mucho más lo que se pierde?

El ensayo: esa pregunta. Esa forma anacrónica y siempre abierta. Sin embargo, parafraseando a Kant, el ensayo no se engrandece confundiendo sus límites: se desfigura.

Una cosa es expandirse en todas direcciones y otra muy distinta es ser amorfo. Uno de los temas recurrentes del ensayo es el ensayo mismo, sus limitaciones, sus bordes, pues esos bordes coinciden con los de la propia mente, que gracias al ensayo se resiste a anquilosarse.

Una prueba de que el ensayo no es cualquier tipo de prosa, mucho menos esa práctica quién sabe qué tan maquinal para proferir opiniones y teorías al vapor, es que no se cruza de brazos ante sus bordes muchas veces cortantes. Que al llegar al filo de lo que conoce, de lo que es aceptable y consabido, se atreve a ir más allá.

Divagaciones sobre leer y escribir

Estas divagaciones sobre leer y escribir, de Luis Ignacio Helguera, problematizan las dos actividades como complementarias en la formación de todo escritor y las contrapone, además, con otro punto para él esencial:el de la vida mundana. El texto es un fragmento del libro De cómo no fui el hombre de la década y otras decepciones, y lo pueden leer por acá.

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Leer y escribir son actos complementarios. Un escritor que no lee es tan dudosamente escritor como uno que no escribe. Pero la lectura y la escritura son complementarios no sólo en el escritor sino, en cierto sentido, en cualquiera: escribir supone una asimilación de lo leído y leer es revivir lo escrito. Leer y escribir ponen en juego la palabra, la reviven, la alumbran de sentido: actos que ponen la palabra en acto.

Para escribir es indispensable leer o haber leído, pero ¿cuánto? Hay escritores que leen mucho y escriben mucho, que devoran bibliotecas y las restituyen con sus libros, como, entre nosotros, Alfonso Reyes y Octavio Paz; escritores que leen mucho y escriben poco, como Julio Torri o Juan Rulfo; escritores que leen poco y escriben poco; escritores que no tienen tiempo de leer porque escriben mucho y hasta escritores que no abren otro libro que no sea el suyo.

La verdad es que la cuestión de la lectura no es de cantidad sino de calidad. ¿De qué sirve leer y leer volúmenes si no se retiene nada de lo leído? Es tan inútil como leer mucho pero los libros equivocados, o sea, literatura chatarra. Leer y leer no sirve de nada si no se acompaña de una buena digestión bibliófila. Más vale leer y releer poco libros, bien escogidos, que pasar a tontas y a locas por cerros de papel. Dicho de otro modo, más vale libro en mano ―bien leído y releído― que ciento volando, que andar volando por cien.

Hay un libro por ahí que se llama Mil libros, de un señor Luis Nueda. Consiste en resúmenes de los libros que leía y contabilizaba orgullosamente en su biblioteca don Luis. Como ejercicio no está mal: acabar un libro y anotar impresiones, para fijarlas en papel, en la memoria. Sólo que ¿para qué publicar un libro con eso? El verdadero lector no requiere resúmenes de libros sino libros, y sólo el colegial sin denuedo copia a Nueda.

Hay que cultivar la vieja costumbre de los libros de cabecera. Libros predilectos para visitar y revisitar, para habitar como se habita la casa, para usar como se usa la ropa, para citar como se cita a los amigos. Los libros que lo forman a uno son los que forman parte de uno.

El placer de la lectura llega a ser tan grande, que parece una redundancia escribir. Pues bien, resulta que para perpetrar esa redundancia que es escribir no basta leer, a menos que se quiera ser un autor libresco. Hace falta vivir, en el sentido más mundano de la palabra. Y en ocasiones mucha vida mundana no deja leer, como leer mucho no deja vivir mundanamente. «Y yo perdí por los libros / la vida y el mundo», dicen unos versos del poeta búlgaro Dalchev. El equilibrio entre la lectura disciplinada y la aventura mundana es una de las cosas más difíciles de alcanzar para un escritor.

La creación suele surgir de un entrecruce de claves procedentes de la lectura y la experiencia vital. Sobre ese entrecruce de lo leído y lo vivido trabajan facultades como la observación, la imaginación y el lenguaje, en busca de lo todavía «no escrito». Tarea compleja, misteriosa, pero no olvidemos que la creación literaria ―como la artística en general― establece una cierta correspondencia con la otra creación, la del mundo.

Tensiones en el fin de ciclo

El lunes pasado, Maristella Svampa, jurado del Premio Heterónimos de Ensayo, presentó en la Feria del Libro su nuevo ensayo, Debates latinoamericanos. Indianismo, desarrollo, dependencia y populismo. Ayer, la revista Ñ publicó una entrevista de Lucía Álvarez a propósito del libro.

El desafío parte de una hipótesis: la dificultad de la teoría social latinoamericana para construir su propio legado. Contra esa vocación antropofágica y ese déficit de acumulación, Maristella Svampa se propuso construir una “sociología de las ausencias”. Una mirada latinoamericanista sobre cuestiones que afectan al continente, que ponga en valor perspectivas ninguneadas por el saber hegemónico. El resultado es Debates latinoamericanos (Edhasa), una construcción genealógica de cuatro temas que atravesaron la región –indianismo, desarrollo, populismo y dependencia– y su actualización en la última década y media.

–Señala una tensión de la teoría latinoamericana entre profesionalizarse y brindar soluciones a problemas regionales, ¿qué posibilidades tienen las ciencias sociales de dar soluciones a la política desde fuera de la política?

–El pensamiento latinoamericano crítico siempre se movió entre esos dos mundos. Hubo fronteras muy porosas con el campo político por la urgencia de pensar una región atravesada por desigualdades. Más que dar soluciones, este pensamiento nace al calor de las luchas sociales y se nutre de ellas. En América Latina se enfatizan el compromiso del pensamiento crítico y la figura del investigador público. Me parece positivo aunque no signifique que esto concluya en propuestas de cambio que sean tomadas por los gobiernos.

–Caracteriza los últimos 15 años con el concepto “consenso de loscommodities”; ¿es posible reducirlos a ello?

–Hay otras nociones que articulan el ciclo: cambio de época, populismo de alta intensidad, fin de ciclo. El “consenso…” caracteriza al crecimiento económico de los países latinoamericanos incentivado por el boom de los precios, pero también al discurso que sostiene las ventajas comparativas de esta situación, obturando u ocultando conflictos territoriales y ambientales inherentes a esos proyectos extractivos. Se trata de un concepto económico, político y socioambiental. Y uso ese término, provocativo, porque la idea de consenso, en los 90, aludía a la imposibilidad de pensar alternativas: todo lo que quedaba por fuera del neoliberalismo era presentado como inviable. En estos años también hubo una idea de sutura, pero muchos creemos que hay alternativas.

–¿El devenir de América Latina no revela que esa alternativa existía pero era de signo conservador?

–Hay muchas diferencias entre los gobiernos progresistas y los conservadores neoliberales. Son comparables por la vía del extractivismo pero son muy diferentes políticamente. Sin embargo, hay una tendencia a suponer que en estos años hubo una oposición de clase, y en verdad lo que hubo son núcleos de oposición fuertes, especialmente con los grupos mediáticos. Con los grandes sectores económicos hubo un vínculo más bien oscilante. Algunos de ellos, ligados al agronegocio o la minería, fueron muy beneficiados con estos gobiernos, que además no hicieron reformas tributarias ni tocaron a los sectores más ricos. Con esto no quiero decir que se haya obturado una oposición de derecha, que siempre ha estado presente tratando de desprestigiar a los gobiernos progresistas. Pero no tiene sentido culpar solo a la derecha porque el fin de ciclo tiene que ver con promesas incumplidas, desmesuras y torpezas de gobiernos que habían generado muchas expectativas en sus inicios.

–Usted acuñó la idea de fin de ciclo antes de los cambios recientes, ¿qué implica?

–Cuando empecé a hablar de fin de ciclo no sabía que iba a suceder este tremendo giro a la derecha, este tremendo retroceso. Este giro supone más extractivismo y menos democracia y va a socavar todo lo que se avanzó en derechos sociales. El fin de ciclo se asocia a una crisis de gobiernos progresistas por su escasa tolerancia al pluralismo. Naturalizaron el poder y expulsaron las narrativas emancipatorias de todo un sector de la izquierda clasista, autonomista, ecologista, ecofeminista, en nombre de esta matriz populista donde el Estado y el líder y su identificación con el Estado tienen un rol central. En el gobierno de Evo Morales, al inicio, convivían una narrativa desarrollista con una indigenista, una estatalista con una comunitaria, y hoy vemos que ese proceso se empobreció. En la región, se evolucionó hacia modos de dominación más tradicionales, hacia un populismo más clásico.

–¿Qué otra relación se podría tener con el mercado, desde esas narrativas emancipatorias, cuando rige el capitalismo financiero transnacional?

–Difícil de responder en una crisis civilizatoria del capitalismo. Hay una multiplicidad de experiencias ligadas a la economía y las organizaciones sociales. No se puede negar el carácter periférico y marginal de ellas; algunas incluso son transitorias o efímeras, lo hemos visto en la Argentina. Pero en ellas se puede ver lo que llamo un “giro ecoterritorial”. Esas luchas van acompañadas de un lenguaje sobre el territorio y las relaciones entre el uno y la naturaleza y son más solidarias y recíprocas. Es necesario repensar el Estado para ver cómo potenciar estas experiencias, y pensar modelos no extractivistas que contemplen la salida de la pobreza y el respeto al ecosistema. Y esto, en el marco de un regionalismo autónomo, que es otra deuda pendiente. Porque ese “regionalismo político desafiante” no tuvo correlato en una plataforma. Hubo mucha retórica a través de Unasur, CELAC, pero el Banco del Sur nunca se gestó y los países terminaron compitiendo entre sí por la exportación de commodities .

–¿En qué se diferenciaron los gobiernos de la región entre sí?

–Es necesario distinguir entre diversos tipos de populismo. En el libro, yo los separé en: los de clases medias, que identifico con la Argentina y Ecuador; y los plebeyos, que asocio a Bolivia y Venezuela, donde se avanzó en la redistribución del poder social. Los populismos de clases medias nos muestran, en cambio, la construcción de una especie de elite que habla en nombre de los sectores populares. En la Argentina, Carlos Altamirano hablaba de un peronismo de clases medias: sectores que fueron antiperonistas en los 70, se desperonizaron en los 90 y se volvieron a peronizar en los últimos 15 años. Creo que hubo un deseo de reconciliarse con esas clases medias que el kirchnerismo sintetizó en una conciliación entre pueblo y cultura, y que dio lugar a ese afán de las clases medias por considerarse, representar y suplantar a las clases populares.

–¿Su centralidad puede deberse al lugar de las clases medias en el país o incluso a la aspiración de las clases populares de ser clase media?

–Hay una suerte de sobreprotagonismo de las clases medias vinculado a su lugar en el imaginario. En los 90, muchos estudiamos su fragmentación y su pérdida de empoderamiento político. Con el kirchnerismo hubo un reempoderamiento. Pero la fractura intraclase persiste porque así como encontramos sectores medios que hablan como voceros de sectores populares, otros sectores medios se opusieron al gobierno de CFK arrogándose la representación de la democracia.

El ensayo como práctica

En El ensayo como práctica, Rafael Lemus responde al texto de Luigi Amara acerca de las características del ensayo y a su definición de ensayo ensayo. El problema, dice Lemus, no es genérico, sino práctico, escritural: «No es que sea un género híbrido, mitad esto y mitad aquello. Es que no es un género: es una práctica que, cada vez que sucede, adopta rasgos y registros particulares».

A veces pasa que algunos escritores dictan poéticas severas y chatas que ni siquiera ellos mismos tienen el cuidado de respetar. Ese es un poco el caso de Luigi Amara, quien hace dos meses publicó aquí (“El ensayo ensayo”, Letras Libres, núm. 158) una apagada disertación sobre el ensayo y quien, afortunadamente, practica una escritura ensayística más potente e irreverente que la que ahí prescribe. Quién sabe si exasperado ante la profusión de papers académicos o sencillamente lampareado por la reciente reedición de los Ensayos de Montaigne, Amara fijó en ese artículo una definición cerrada y esencialista del ensayo –en resumen: un género egotista e impresionista condenado a repetir los ademanes de su supuesto fundador– que ya mereció la atinada sorna de Heriberto Yépez (“Ilusiones del ensayo-ensayo”, Laberinto, 25 de febrero). Convenza o no, el texto es de una utilidad innegable: reúne en unas cuantas páginas los tópicos que suelen blandirse para justificar los ensayos personales o literarios y deslegitimar todas esas prácticas ensayísticas que portan, ay, una tesis y se involucran con la teoría crítica o las ciencias sociales. Desde luego que no está de más discutirlo y disputarle el signo ensayo. ¿Por qué habría uno de contemplar mudamente cómo ciertos ensayistas definen en su provecho el recurso del ensayo, le fijan un origen, delinean sus normas, recortan sus bordes y se lo guardan en el bolsillo?

Hay que empezar ahí donde termina Amara: en esa tosca raya que pinta entre los textos literarios y todos los demás documentos. “Para ahorrarnos más discusiones quién sabe cuán bizantinas –escribe–, propongo que todos los ensayos espurios, de tipo político y de teoría literaria, los sociológicos y de actualidad económica […] se queden en el estante de la ‘no ficción’ […] Y que el ensayo personal y tentativo se reubique en el estante de la ficción, en ese lado del librero en el que llanamente se amontona la literatura.” Es decir: no conforme con aislar al ensayo –al ensayo auténtico, al ensayo ensayo– de la teoría y de la academia y del periodismo y de la política, al final hace otro poco y lo arrastra hasta el compartimento, en apariencia apacible, de la literatura. Es como si, después de décadas de batallas por desdefinir el arte y perforar la esfera de lo literario, siguiera habiendo solo de dos sopas: o se escribe literatura o se redactan textos que no son literatura. Por fortuna hay otras muchas escrituras mestizas que rebasan esa tiesa dicotomía (manifiestos, crónicas, reseñas, alegatos, textos de artistas) y el ensayo es, creo, una de ellas. El ensayo –al menos como lo han practicado miles y entendido otros tantos– no es, propiamente, una forma artística volcada sobre sí misma ni, tampoco, un simple reporte mal o bien redactado: es una escritura esquiva, inestable, se diría que intersticial, que anda entre varios campos sin fijarse en ninguno, a la vez usando y subvirtiendo elementos de diversas tradiciones. De pronto el autor que ejerce el ensayo penetra el terreno de la narrativa o de la poesía y se vale de la ficción o recarga otro poco su “estilo”. De pronto atraviesa el terreno de la historia o de la crítica literaria, de la sociología o del periodismo, de la ciencia política o de la filosofía, y se lleva consigo datos y términos e ideologías. No es que sea un género híbrido, mitad esto y mitad aquello. Es que no es un género: es una práctica que, cada vez que sucede, adopta rasgos y registros particulares.

Lo mismo en el texto de Amara que en otros elogios del ensayo personal uno acaba topándose tarde o temprano con una aversión, más o menos manifiesta, a la teoría literaria. A veces esa fobia se expresa como denuncia de la academia (y sus “aparatos críticos” y sus “rigideces consensuadas”) y a veces como reproche contra los “autoproclamados posmodernos” que, entre otras “baladronadas efectistas”, cometen el crimen, al parecer imperdonable, de pensar con términos distintos a los que el humanismo liberal nos ha acostumbrado. Pero, a todo esto, ¿por qué se le teme tanto a la teoría? En parte, porque se sabe que las categorías teóricas (qué sé yo: subalternidad, biopolítica, habitus, sensorio, fetichismo de la mercancía) arrastran consigo sus propios referentes y polémicas y que, apenas entran al ensayo, desbordan el dichoso yo del autor, fisuran la artificiosa unidad del texto y atentan contra esa autonomía de la forma que, según algunos, distingue a las creaciones artísticas. Pero, de acuerdo con Adorno, esa es justamente la maniobra que permite el ensayo y que ni los géneros literarios ni los tratados dizque objetivos toleran: el uso crítico, indisciplinado, antisistemático de los conceptos. La literatura, para no ensuciar su pretendida especificidad, rara vez le abre la puerta a las categorías teóricas; la filosofía y las ciencias sociales, para no ocuparse de “minucias”, desprecian toda aquella realidad que no fue absorbida por esas categorías. El ensayo, por el contrario, hace esto y aquello: emplea los conceptos, revienta los conceptos, atiende lo que queda fuera de los conceptos.

Apenas si sorprende que el ensayo ensayo defendido por Amara –“subjetivo y tentativo”, enemigo de la teoría y de la academia, desprovisto de tesis y de agenda política, forzado a orbitar indefinidamente alrededor de un yo más bien ilusorio–, en vez de afirmar, masculle: “susurra confidencias y recuerdos, anhelos y decepciones al oído del lector”. Uno ya se va acostumbrando: o se defiende la naturaleza estética del ensayo, y para ello se ocultan sus coqueteos con el concepto, o se defiende su potencia intelectual, y para ello se ocultan sus coqueteos con la expresión artística. Lo que rara vez se dice, y el texto de Amara de plano descarta, es que son legión los textos ensayísticos que, más que intentar reflejar literariamente o explorar rigurosamente la realidad, se empeñan en afectarla. Basta leer un puñado de ensayos para advertir que no todos se conciben como composiciones literarias ni mucho menos como análisis objetivos de la realidad. Hay que ver: son gestos, son actos, son intervenciones precisas, en momentos y sitios específicos, que debaten ideas, disputan signos, refutan poéticas, abollan sistemas o avanzan una agenda política. Siendo sinceros, si uno atiende las innumerables maneras en que los innumerables autores han ejercido el ensayo, uno terminará reconociendo que no existe, en rigor, un género ensayo, y mucho menos un ensayo ensayo, con su código propio, sus normas y sus prohibiciones, sus comisarios y sus fronteras. Lo que hay son estallidos: textos que poetas y narradores y críticos y políticos y periodistas y sociólogos y demás han arrojado a la arena pública con el fin de encenderla y perturbarla. Lo que hay, ya se dijo, son prácticas: ensayos del ensayo y no ensayo ensayo.

Pero supongamos, nada más por un momento, que de verdad existe una línea gruesa entre la literatura y la no literatura y que el ensayo, el ensayo auténtico, el ensayo ensayo, está, claro, del lado de la literatura. Imaginemos que un hipotético lector –digamos que ingenuo, digamos que mexicano– se toma al pie de la letra el artículo de Amara y reacomoda su biblioteca tal como se le sugiere en las últimas líneas: aquí la literatura, allá todos esos textos contagiados de teoría y política y ruido. Mucho me temo que ese lector tendría que empezar por mover de su sitio más de la mitad de los tomos que componen el ensayo hispanoamericano: ¡Sarmiento y Martí y Rodó y Mariátegui y Vasconcelos y Henríquez Ureña al librero donde se empolva el directorio telefónico! Como la teoría no es literatura, ni pensar que un libro de Foucault pueda descansar al lado de uno de Bellatin o uno de Barthes al lado de uno de Vicens o uno de Butler al lado de uno de Rivera Garza. Como la crónica confía un poco demasiado en el periodismo, Novo y Monsiváis se tornan problemáticos y hasta un tanto sospechosos. A Reyes, ni modo, habrá que dividirlo –unos tomos aquí, otros tomos allá–, y qué pena pero casi todo Cuesta tendrá que abandonar el estante donde descansa con sus amigos poetas y marcharse al librero donde se oxida la crítica literaria. Con Paz, cuidado, es necesario ir volumen por volumen, si no es que página por página:Vislumbres… aquí, El arco… allá, y así y así.

Vamos: ¿no sería mejor dejar a un lado la regla y el lápiz con los que se intentan marcar los lindes entre los géneros y aceptar de una vez por todas la irremediable promiscuidad de la producción cultural? ¿No convendría olvidar el ensayo ensayo, y de paso la novela novela y el poema poema, y pensar, mejor, en escritura escritura escritura?