«La más exacta de las definiciones del ensayo, así como la menos satisfactoria, es la siguiente: un texto en prosa corto, o no tan largo, que no cuenta una historia.» Así define Susan Sontag a la ensayística, en este prólogo a The best American essays. Y, aunque en su texto prefiere no hablar de género, diserta con claridad y lucidez sobre el ensayo y sus mecanismos.
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Supongo que debo empezar por hacer una declaración de interés.
Los ensayos ingresaron en mi vida de lectora precoz y apasionada de una manera tan natural como lo hicieron los poemas, los cuentos y las novelas. Estaba Emerson al igual que Poe, los prefacios de Shaw al igual que sus obras teatrales, y un poco después los Ensayos de tres décadas de Thomas Mann, y «La tradición y el talento individual» de T.S. Eliot en paralelo con La tierra baldía y Los cuatro cuartetos, y los prefacios de Henry James al igual que sus novelas. Un ensayo podía ser un acontecimiento tan transformador como una novela o un poema. Uno terminaba de leer un ensayo de Lionel Trilling o de Harold Rosenberg o de Randall Jarrel o de Paul Goodman, para mencionar apenas unos cuantos nombres norteamericanos, y pensaba y se sentía diferente para siempre.
Ensayos con el alcance y la elocuencia de los que menciono son parte de la cultura literaria. Y una cultura literaria -esto es, una comunidad de lectores y escritores con una curiosidad y una pasión por la literatura del pasado- es justamente lo que no se puede dar por sentado en la actualidad. Hoy es más frecuente que un ensayista sea un ironista dotado o un tábano, que un sabio.
El ensayo no es un artículo, ni una meditación, ni una reseña bibliográfica, ni unas memorias, ni una disquisición, ni una diatriba, ni un chiste malo pero largo, ni un monólogo, ni un relato de viajes, ni una seguidilla de aforismos, ni una elegía, ni un reportaje, ni…
No, un ensayo puede ser cualquiera o varios de los anteriores.
Ningún poeta tiene problemas a la hora de decir: soy un poeta. Ningún escritor de ficción duda al decir: estoy escribiendo un cuento. El «poema» y el «cuento» son formas y géneros literarios todavía relativamente estables y de fácil identificación. El ensayo no es, en ese sentido, un género. Por el contrario, «ensayo» es apenas un nombre, el más sonoro de los nombres que se da a una amplia variedad de escritos. Los escritores y los editores suelen denominarlos «piezas». No se trata solamente de la modestia o de la informalidad de los norteamericanos. Una cierta actitud defensiva rodea en la actualidad la noción de ensayo. Y muchos de los mejores ensayistas de hoy se apresuran a declarar que su mejor trabajo ha de encontrarse en otro lugar: en escritos que resultan más «creativos» (ficción, poesía) o más exigentes (erudición, teoría, filosofía).
Concebido con frecuencia como una suerte de precipitado a posteriori de otras formas de escritura, el ensayo se define mejor por lo que también es -o por lo que no es. El punto lo ilustra la existencia de esta antología, ahora en su séptimo año. Primero fueron Los mejores cuentos norteamericanos. Luego, alguien preguntó si no podríamos tener también Las mejores piezas cortas -¿de qué?- de no ficción. La más exacta de las definiciones del ensayo, así como la menos satisfactoria, es la siguiente: un texto en prosa corto, o no tan largo, que no cuenta una historia.
Y sin embargo se trata de una forma muy antigua -más antigua que el cuento, y más antigua, cabría sostenerlo, que cualquier narración de largo aliento que pueda llamarse en propiedad una novela. La escritura ensayística surgió en la cultura literaria de Roma como una combinación de las energías del orador y del escritor de cartas. No sólo Plutarco y Séneca, los primeros grandes ensayistas, escribieron lo que llegó a ser conocido como ensayos morales, con títulos como «Sobre el amor a la riqueza», «Sobre la envidia y el odio», «Sobre el carácter de los entrometidos», «Sobre el control de la ira», «Sobre los muchos amigos», «Sobre cómo escuchar discursos» y «Sobre la educación de los niños» -esto es, prescripciones confiadas de lo que han de ser la conducta, los principios y la actitud-, sino que asimismo hubo ensayos, como el de Plutarco sobre las costumbres de los espartanos, que son puramente descriptivos. Y su «Sobre la malicia de Herodoto» es uno de los ejemplos más tempranos de un ensayo dedicado a la lectura cuidadosa del texto de un maestro: es decir, lo que llamamos crítica literaria.
El proyecto del ensayo exhibe una continuidad extraordinaria, que casi se prolonga hasta el día de hoy. Dieciocho siglos después de muerto Plutarco, William Hazlitt escribió ensayos con títulos como «Sobre el placer de odiar», «Sobre los viajes emprendidos», «Sobre el amor a la patria», «Sobre el miedo a la muerte», «Sobre lo profundo y lo superficial», «La prosa de los poetas» -los tópicos perennes-, así como ensayos sobre temas sesgadamente triviales y reconsideraciones de grandes autores y sucesos históricos. El proyecto del ensayo inaugurado por los escritores romanos alcanzó su clímax en el siglo XIX. Virtualmente todos los novelistas y poetas decimonónicos prominentes escribieron ensayos, y algunos de los mejores escritores del siglo (Hazlitt, Emerson) fueron principalmente ensayistas. Fue también en el siglo XIX cuando una de las transposiciones más familiares de la escritura ensayística -el ensayo disfrazado de reseña bibliográfica- obtuvo su lugar de privilegio. (La mayoría de los ensayos importantes de George Eliot fueron escritos como reseñas bibliográficas en el Westminster Review.) Al tiempo que dos de las mejores mentes del siglo, Kierkegaard y Nietzsche, podrían considerarse practicantes del género -más conciso y discontinuo en el caso de Nietzsche; más repetitivo y verboso en el de Kierkegaard.
Por supuesto que calificar de ensayista a un filósofo es, desde el punto de vista de la filosofía, una degradación. La cultura regentada por las universidades siempre ha mirado el ensayo con sospecha, como un tipo de escritura demasiado subjetiva, demasiado accesible, a duras penas un ejercicio en las bellas letras. El ensayo, en tanto contrabandista en los solemnes mundos de la filosofía y de la polémica, introduce la digresión, la exageración, la travesura.
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Un ensayo puede tratar el tema que se quiera, en el mismo sentido en que una novela o un poema pueden hacerlo. Pero el carácter afirmativo de la voz ensayística, su ligazón directa con la opinión y con el debate de actualidad, hacen del ensayo una empresa literaria más perecedera. Con unas cuantas excepciones gloriosas, los ensayistas del pasado que sólo escribían ensayos no han sobrevivido. En su mayor parte, los ensayos de otros tiempos que todavía interesan al lector educado pertenecen a escritores que no importaban de antemano. Uno tiene la oportunidad de descubrir que Turgueniev escribió un inolvidable ensayo-testimonio contra la pena capital, anticipándose a los que sobre el mismo tema escribieron Orwell y Camus, porque tenía presente a Turgueniev como novelista. De Gertrude Stein nos encantan «Qué son las obras maestras» y sus Conferencias sobre América porque Stein es Stein es Stein.
No es sólo que un ensayo pueda tratar de cualquier cosa. Es que lo ha hecho con frecuencia. La buena salud del ensayo se debe a que los escritores siguen dispuestos a entrarle a temas excéntricos. En contraste con la poesía y la ficción, la naturaleza del ensayo reside en su diversidad -diversidad de nivel, de tema, de tono, de dicción. Todavía se escriben ensayos sobre la vejez o el enamoramiento o la naturaleza de la poesía. Pero también los hay sobre la cremallera de Rita Hayworth o sobre las orejas de Mickey Mouse.
A veces el ensayista es un escritor que se ocupa más que todo de otras cosas (poesía y ficción), que también escribe… polémicas, versiones de viajes, elegías, reevaluaciones de predecesores o rivales, manifiestos de autopromoción. Sí. Ensayos.
A veces «ensayista» puede no ser más que un eufemismo solapado para «crítico». Y, claro, algunos de los mejores ensayistas del siglo XX han sido críticos. La danza, por ejemplo, inspiró a André Levinson, a Edwin Denby y a Arlene Croce. El estudio de la literatura ha producido una vasta constelación de grandes ensayistas -y aún los produce, a pesar del acaparamiento que sobre los estudios literarios ha hecho la academia.
A veces el ensayista es un escritor difícil que ha condescendido, felizmente, a la forma del ensayo. Habría sido deseable que otros de los grandes filósofos, pensadores sociales y críticos culturales europeos de comienzos del siglo XX hubieran imitado a Simmel, Ortega y Gasset, y Adorno, los cuales probablemente se leen hoy con placer apenas en sus ensayos.
La palabra ensayo viene del francés essai, intento -y muchos ensayistas, incluido el más grande de todos, Montaigne, han insistido en que una seña distintiva del género es su carácter aproximativo, su suspicacia ante los mundos cerrados del pensamiento sistemático. No obstante, su rasgo más marcado es la tendencia a hacer afirmaciones de un tipo u otro.
Para leer un ensayo de la manera apropiada, uno debe entender no solamente lo que argumenta, sino contra qué o contra quién lo hace. Al leer ensayos escritos por nuestros contemporáneos, cualquiera aporta con facilidad el contexto, la polémica pública, el oponente explícito o implícito. Pero el paso de unas cuantas décadas puede dificultar en extremo este procedimiento.
Los ensayos van a parar a los libros, si bien suelen iniciar su vida en las revistas. (No es fácil imaginar un libro de ensayos recientes pero inéditos todos.) Así, lo perenne se viste principalmente de lo tópico y, en el corto plazo, ninguna forma literaria tiene un impacto de semejante fuerza e inmediatez sobre los lectores. Muchos ensayos se discuten, debaten y suscitan reacciones en un grado que a los poetas y escritores de ficción a duras penas les cabe envidiar.
Un ensayista influyente es alguien con un sentido agudizado de aquello que no se ha discutido (apropiadamente) o de aquello que se debería discutir (de una manera diferente). Con todo, lo que hace perdurar un ensayo no son tanto sus argumentos cuanto el despliegue de una mente compleja y una destacada voz prosística.
En tanto que la precisión y la claridad de los argumentos y la transparencia del estilo se consideran normas para la escritura del ensayo, a semejanza de las convenciones realistas, que se consideran normativas para la narración (y con la misma escasa justificación), el hecho es que la más duradera y persuasiva tradición de la escritura ensayística es la que encarna el discurso lírico.
Los grandes ensayos siempre vienen en primera persona. A lo mejor el autor no necesitará emplear el «yo», toda vez que un estilo de prosa vívido y lleno de sabor, con suficientes apartes aforísticos, constituye de por sí una forma de escritura en primera persona: piénsese en los ensayos de Emerson, Henry James, Gertrude Stein, Elizabeth Hardwick, William Gass. Los escritores que menciono son todos norteamericanos, y sería fácil alargar la lista. La escritura de ensayos es una de las virtudes literarias de este país. Nuestro primer gran escritor, Emerson, se dedicó ante todo a los ensayos. Y éstos florecen en una variedad de vertientes en nuestra cultura polifónica y conflictiva: desde ensayos centrados en un argumento hasta digresiones meditativas y evocaciones.
En vez de analizar los ensayos contemporáneos según sus temas -el ensayo de viajes, el de crítica literaria y otra crítica, el ensayo político, la crítica de la cultura, etcétera-, uno podría distinguirlos por sus tipos de energía y de lamento. El ensayo como jeremiada. El ensayo como ejercicio de nostalgia. El ensayo como exhibición de temperamento. Etcétera.
Del ensayo se obtiene todo lo que se obtiene de la inquieta voz humana. Enseñanza. Elocuencia feliz desplegada porque sí. Corrección moral. Diversión. Profundización de los sentimientos. Modelos de inteligencia.
La inteligencia es una virtud literaria, no sólo una energía o una aptitud que se pone atavíos literarios.
Es difícil imaginar un ensayo importante que no sea, primero que todo, un despliegue de inteligencia. Y una inteligencia del más alto orden puede ante sí y de por sí constituir un gran ensayo. (Valga el ejemplo de Jacques Riviére sobre la novela, o Prismas y Mínima moralia de Adorno, o los principales ensayos de Walter Benjamin y de Roland Barthes.) Pero hay tantas variedades de ensayo como las hay de inteligencia.
Baudelaire quería intitular una colección de ensayos sobre pintores, Los pintores que piensan. Es este punto de vista uno quintaesencial para el ensayista: convertir el mundo y todo lo que el mundo contiene en una suerte de pensamiento. En la imagen refleja de una idea, en una hipótesis -que el ensayista desplegará, defenderá o vilipendiará.
Las ideas sobre la literatura -al revés, digamos, de las ideas sobre el amor- casi nunca surgen si no es como respuesta a las de otras personas. Son ideas reactivas. Digo esto porque tengo la impresión de que usted -o la mayoría de la gente, o mucha gente- dice eso. Las ideas dan permiso. Y yo quiero dar permiso, por intermedio de lo que escribo, a un sentimiento, una evaluación o una práctica diferentes.
Esta es, en su expresión preeminente, la postura del ensayista.
Yo digo esto cuando usted está diciendo eso no sólo porque los escritores son adversarios profesionales; no sólo para enderezar la balanza o corregir el desequilibrio de una actividad que tiene el carácter de una institución (y la escritura es una institución), sino porque la práctica -y también quiero decir la naturaleza- de la literatura arraiga inherentemente en aspiraciones contradictorias. En literatura, el reverso de una verdad es tan cierto como esa verdad misma.
Cualquier poema o cuento o ensayo o novela que importe, que merezca el nombre de literatura, entraña una idea de singularidad, de voz singular. Pero la literatura -que es acumulación- entraña una idea de pluralidad, de multiplicidad, de promiscuidad. Todo escritor sabe que la práctica de la literatura exige un talento para la reclusión. Pero la literatura… la literatura es una fiesta. Una verbena, la mayor parte del tiempo. Pero fiesta, así y todo. Incluso a título de diseminadores de indignación, los escritores son dadores de placer. Y uno se convierte en escritor no tanto porque tenga algo que decir cuanto porque ha experimentado el éxtasis como lector.
Ahí van dos citas que he estado rumiando últimamente.
La primera, del escritor español Camilo José Cela: «La literatura es la denuncia del tiempo en que se vive”.
La otra es de Manet, quien en 1882 se dirigió a alguien que lo visitaba en su estudio de la siguiente manera: «Muévase siempre en el sentido de la concisión. Y luego cultive sus recuerdos; la naturaleza nunca le dará otra cosa que pistas -es como un riel que evita que uno se descarrile hacia la banalidad. Ha de permanecer usted siempre el amo y hacer lo que le plazca. ¡Tareas, nunca! ¡No, nunca hacer tareas!».