El caso de tres escritores -Daudet, Guibert, Brodkey- que escriben la crónica de su propia muerte, le sirven al doctor Arnoldo Kraus para caracterizar una poética de la enfermedad, para hablar del registro del dolor, y de la importancia del lenguaje cuando se está cerca de la muerte. «Distraer a la muerte», dice en este ensayo, «es un arte. Algunas palabras lo logran, algunos enfermos lo consiguen.»
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El lenguaje de la enfermedad nace cuando nace el ser humano. La enfermedad y la muerte son compañeros añejos, perpetuos e imprescindibles. Junto a la invención del lenguaje fue necesario crear términos que explicaran lo que las personas sentían cuando padecían o enfermaban. No siempre es fácil explicar lo que se siente cuando claudica la vida o duele el estómago. Los enfermos crean metáforas e inventan un lenguaje, su lenguaje. Quienes dicen que existe una poética de la enfermedad tienen razón. “Mi piel es como un vestido que se encoge”, comentó una enferma con esclerodermia generalizada. “Me rechinan mis zapatos”, expresó un campesino con diabetes. Una enferma con lupus eritematoso generalizado que tenía afectación neurológica en una extremidad anotó: “Mi pie se divorció de mí.” Interpretar esas sensaciones es un arte. Leer lo que escriben algunos autores acerca de sus padeceres y entremezclarlo con lo que dicen los enfermos deviene lenguaje de la enfermedad.
En En la tierra del dolor Alphonse Daudet (1840-1897) expone sus vivencias sobre la sífilis, enfermedad que contrajo cuando tenía diecisiete años. Daudet notó los primeros síntomas hacia 1884. A partir de entonces empezó a escribir en un cuaderno algunas notas, no hiladas, con un “orden desordenado”. En sus escasas páginas –55 en la versión en español– contagia desasosiego, temor y dolor. Contagiar dolor por medio de las letras no es sencillo. Se requiere primero vivirlo –que circule por la sangre– y después respirarlo hasta transformar la exhalación dolorosa en lenguaje. El libro fue publicado por su viuda hasta 1930. Aunque se desconocen las razones del “retraso” supongo que lo hizo para evitar la estigmatización tanto para su difunto esposo como para ella misma.
Algunas patologías, sobre todo las contagiosas, estigmatizan a las personas y a sus seres cercanos. La sífilis, la tuberculosis y la lepra eran, en el pasado, algo más que enfermedades. Eran una especie de tatuaje que laceraba y marcaba a los afectados. En ocasiones el rumor puede dañar tanto o más que la enfermedad. La estigmatización plantea un problema sociológico complejo. El síndrome de inmunodeficiencia adquirida es un brete actual similar al de la sífilis, que afectó a algunos de los escritores franceses más famosos del siglo XIX, entre ellos Baudelaire, Flaubert y Maupassant. Muchos infectados eran, y son, señalados y maltratados. Incluso hoy en algunos países del primer mundo se denuesta en las escuelas a los hijos de personas enfermas de sida.
A pesar de que En la tierra del dolor está repleto de citas memorables, Daudet afirma que el dolor es enemigo del lenguaje: “Y además, ¿de qué sirven las palabras para todo aquello que se siente a fondo en el dolor (y también en la pasión)? Aparecen cuando todo ha acabado ya, se ha calmado ya. Nombran recuerdos estériles o mendaces.” Daudet vivía preso de una angustia desgarradora. Su cuerpo se fragmentaba mientras su alma se desmoronaba. En la época cuando contrajo la sífilis no había cura para la enfermedad ni remedios adecuados para mitigar el dolor.
Como parte de la aristocracia cultural a la que pertenecía consiguió que lo atendiera J.M. Charcot (1825-1893), celebérrimo neurólogo francés, profesor de anatomía patológica, fundador de la neurología moderna, experto en hipnosis e histeria. Su sabiduría y su éxito fueron enormes. Durante algún tiempo la literatura médica acuñó hasta quince epónimos relacionados con sus descubrimientos. En 1885, un año después de que la enfermedad empezara a demoler a Daudet, Charcot le informó que era imposible curarlo (la sífilis se convirtió en una infección potencialmente curable a mediados de la década de los cuarenta del siglo XX, época en que se empezó a utilizar la penicilina).
Entre el inicio clínico de la enfermedad –permaneció latente durante veintisiete años– y el dictamen médico (o la condena) de Charcot, transcurrió sólo un año. Daudet debió aguardar doce largos años plagados de dolor e incomodidades antes de morir. Las mermas físicas lo apabullaban. No encontraba consuelo. El dolor neuropático y la pérdida de la capacidad funcional, característicos de la sífilis, son una combinación atroz que derruye y disminuye la libido incluso de personas bien atildadas. Daudet no sabía de dónde sacar fuerza para seguir luchando: “Tener que estar echándole siempre fuerza de voluntad a las cosas más sencillas, más naturales, caminar, levantarse, sentarse, estar de pie, quitarse o volverse a poner el sombrero. ¡Es que es espantoso! En lo único en que no puede influir la voluntad es en el pensamiento y su movimiento perpetuo. Y sería, sin embargo, tan grato detenerse; pero qué va, la araña sigue y sigue, de día y de noche, sin tregua, sólo unas pocas horas, a golpe de cloral. Porque hace años y años que Macbeth mató el sueño.”
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Muchas personas enferman más cuando el sueño se convierte en pesadilla en vez de compañero. Lo mismo sucede cuando la fatiga dilapida el ímpetu vital. Retomo un diálogo con un enfermo: “Poco queda de mí. La enfermedad me sepulta: un día, un dedo; el siguiente, la mano; mañana, ¿la vida? No logro pensar en ‘el futuro’: suficiente asfixia me produce saber que tardará mucho en llegar el nuevo día. Y después de ese día, las horas lentas de la tarde. Y después, el reloj que no avanza, el tictac nocturno que se atasca. Y la noche, siempre la noche. Las horas que nunca acaban son el demonio personificado. De noche el tiempo transcurre más lento. Ayer se detuvo. No siguió. No se movió. Y yo, aquí. Preso dentro de mí. Aguardando, siempre esperando: pastillas, la luz de la mañana, la visita del doctor, la llamada de la hija, la mano de alguien que me voltee, la mano de ese mismo alguien que me limpie, el dictamen del médico que afirme que todo acabará pronto, la enfermera que me rasure, la fuerza que falta, la voz que me autorice a despedirme, el soplo de vida que no llega. Entre nada y muy poco queda de mí.”
Cuando la sífilis no es tratada suele producir grandes problemas. La sífilis fue parteaguas en la vida de Daudet: sus vínculos hedónicos, consigo mismo y con las personas, se fracturaron cuando la espiroqueta empezó a trastocar su existencia. En el caso de Daudet la sífilis prosiguió hasta el estado tardío o terciario caracterizado por gran deterioro físico e invalidez. Como lo narra en su libro, fue víctima de dolores muy intensos e incapacitantes, sobre todo en huesos y articulaciones.
De acuerdo con varios testimonios, Daudet se sometió a todos los tratamientos asequibles. Primero utilizó mercurio –ignoro si tiene alguna eficacia sobre la espiroqueta–; después, a finales de la década de 1880, cuando la enfermedad prosiguió al estado terciario, fue víctima de tabes dorsalis, una forma de neurosífilis caracterizada, inter alia, por ataxia progresiva, destrucción de las grandes articulaciones (llamadas articulaciones de Charcot), alteraciones visuales, incontinencia, impotencia y episodios marcados por dolores muy intensos en cualquier parte del cuerpo. Como consecuencia de la infección, parálisis de los miembros inferiores.
Cuando apareció la neurosífilis acudió, aconsejado por expertos, a diversos balnearios donde la cura consistía en bañarse en lodo. Tiempo después utilizó la suspensión de Seyre, procedimiento recomendado por médicos de gran prestigio y que consistía en colgar al paciente durante varios minutos. Siguiendo las modas y los avances terapéuticos se sometió al tratamiento Brown-Séquard, basado en la aplicación de inyecciones intramusculares elaboradas de cobayas, las cuales producían grandes dolores, seguramente por el contenido aceitoso del producto. Tiempo después intentó la cura por medio de diversas dietas cuyos efectos negativos eran terribles. Daudet comentó que era preferible la muerte que los suplicios y las diarreas que producía la ingesta de las semillas o de los vegetales de las dietas.
Víctima de grandes dolores ingería o se inyectaba diversos remedios. Probó cloral, bromuro y morfina; como otras víctimas de dolores insoportables, utilizó cada vez más morfina hasta convertirse en dependiente. Huelga decir que los tratamientos fueron inútiles.
Mientras avanzaba la enfermedad Daudet se sentía cada vez más cansado. La fatiga lo mantenía postrado por mucho tiempo y le impedía realizar sus quehaceres. En muchas enfermedades crónicas la fatiga es un problema muy serio; incluso hoy, a pesar de los grandes avances farmacológicos, en algunos casos poco se puede hacer para remediar la fatiga. “Una noche más, una mañana más, un día más. Ya no puedo”, escribió una paciente antes de suicidarse.
Es fácil comprender el sufrimiento y la derrota de una persona como Daudet. Su vida pasada nunca regresaría: “Días enteros, largos días, en que no hay ya nada vivo en mí sino el padecer.” El agobio y la angustia se asociaban a los impedimentos físicos y a los dolores, pero también a la pérdida del placer, ya que, de acuerdo con sus propias palabras, en cuestiones sexuales fue “un auténtico villano”. Su vida sexual siempre fue muy activa. Se dice que frecuentaba a las queridas de sus amigos para cumplir sus fantasías sexuales. Para Daudet, la clausura del hedonismo fue sinónimo de una muerte prolongada. Poco a poco la vida escapó de sus manos. Poco a poco la muerte se apersonó.
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Releo unas notas viejas en un cuaderno que me acompaña cuando veo enfermos. Algunas palabras son de ellos, otras son mías. Todas forman parte del discurso del dolor. Son el lenguaje de la enfermedad. Ante la inminencia de su muerte un paciente comentó: “Me agobia el tiempo que dedico a pensar en mi muerte; cuando estoy a solas imagino mi entierro, por la noche recuerdo los funerales de mis padres; mientras ingiero mis alimentos pienso que ya nunca probaré los mariscos que tanto me gustan. Intento convencerme y animarme para vivir bien los últimos días. Me digo: ‘Ocupa tus días en vivir, no en morir.’ Me respondo: ‘Mi vida fue muy bella, imposible desprenderme sin dolor.’ E intento convencerme: ‘Sí, así es, pero no tiene sentido desgastarte agregándole más dolor a la muerte que aún no llega.’ No encuentro consuelo. Repaso lo que pensaba acerca de la dignidad; me invade una profunda tristeza por no ceñirme a lo que tanto defendí. Me digo: ‘La muerte es mejor que las fracturas cotidianas; el final duele menos que el desmenuzamiento paulatino, imparable, sordo.’ Me quedo sin palabras.”
Es muy probable que Daudet haya sido un gran hedonista. Rodeado de grandes intelectuales, amigo de muchas de las queridas de sus amigos, buen escritor y amante de las bebidas alcohólicas, la sífilis fue una inmensa tragedia: “El dolor me oculta el horizonte, lo llena todo.” En su cuaderno de notas no escatima palabras para confrontar su tragedia: su vida le duele demasiado, las esperanzas son magras. La muerte, o al menos la imagen del final, no lo deja. Cuando todo parece estar perdido, la derrota se apodera de él: “Desde que sé que es para siempre –¡que no sea un para siempre muy largo, Dios mío!– me aclimato y escribo de vez en cuando estas notas con la punta de un clavo y unas cuantas gotas de mi sangre en las paredes del carcere duro.”
Aunque se ignora cuál era la idea original de Daudet al escribir las notas sueltas de La doulou –forma provenzal de la douleur– es evidente que en el cuaderno, además de verterse y acompañarse, encontraba el sitio ideal para expresar sus miedos. Algunas personas escriben para atemperar el dolor. Otros lo hacen para reacomodarse a la “nueva vida” y algunos para darle voz a su cuerpo y su alma. Daudet, como tantos escritores y artistas, sabía que el dolor estaba ahí, pisándolo, persiguiéndolo, recortando su existencia. Si bien era imposible deshacerse de él, no lo era confrontarlo. Las palabras se convirtieron en su arma. Rebasadas las posibilidades médicas, las palabras pueden ser terapéuticas.
En ocasiones las letras pueden suplir a los médicos.
Al escribir Daudet se escuchaba: “Tengo que seguir andando para que se me pase el dolor.” Al recordar, se relacionaba con sus otros yos. Cuando tenía dieciséis años murió su hermano Henri. Su padre exclamó: “¡Ha muerto!, ¡ha muerto!” Años después Daudet confesó: “Mi primer Yo lloraba, pero mi segundo yo pensaba: ¡Qué tremendo alarido! ¡Quedaría fantástico en un escenario!” Esa anécdota encontró algunas palabras En la tierra del dolor: “Con una sombra a mi lado camino más tranquilo, de la misma forma que camino mejor si voy junto a alguien.” Finalmente Daudet transformó su padecer en su razón de vida: “En mi pobre carcasa que la anemia ha socavado y vaciado retumba el dolor como la voz en una vivienda desamueblada y sin cortinas. Días enteros, largos días, en que no hay ya nada vivo en mí sino el padecer.” Cuando uno enferma, sobre todo cuando la vida se desmorona, el tiempo deja de ser inocuo y nada, absolutamente nada, es casual.
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Experiencias similares transmiten algunos enfermos. Sus sentimientos forman parte de la poética de la enfermedad. Frases como “mi vida es como la noche”, “este dolor es más que nunca mi vida” o “en mi cuerpo enfermo el tiempo ha dejado de existir, la única prueba de vida son los latidos de mi corazón, sobre todo los nocturnos, los que tocan la noche cuando todo calla”, son fragmentos de personas que retratan la vida y la muerte desde muchos ángulos. El escritor Hervé Guibert (1955-1991) lo cuenta de otra forma.
Guibert, golpeado por el sida, desanimado por la frialdad de la medicina y aterrado por lo que el espejo le mostraba cuando reflejaba su cara, escribió en Al amigo que no me salvó la vida: “Comienzo un nuevo libro para tener un compañero, un interlocutor, alguien con quien comer y dormir, al lado del cual soñar y tener pesadillas, el único amigo que en este momento puedo soportar.” Guibert hablaba de un “nuevo libro”. En sus páginas podría depositar una esperanza distinta e intentaría confabular contra la muerte. Buscaría robarle a la muerte un pedazo de vida para afrontar sus heridas desde otra perspectiva. Las palabras no detienen la muerte. Tampoco curan. Las palabras no hacen eso, pero sí permiten a quien las escribe leerlas cuantas veces sea necesario, cuantas veces se requiera saber que se está vivo. Birlar la muerte es tarea de todo enfermo. De no ser así, ¿cómo seguir vivo? Distraer a la muerte es un arte. Algunas palabras lo logran, algunos enfermos lo consiguen.
Guibert escribe desde el cuerpo que le dio la vida. Víctima del virus de la inmunodeficiencia humana, escribe desde su cuerpo enfermo. Su yo golpeado odia: “yo que acabo de descubrir que no amo a los seres humanos, no, decididamente no los amo, los odio más bien”. Su yo enfermo le recuerda Auschwitz: “Ese cuerpo descarnado que el masajista malaxaba brutalmente para devolverle la vida y que dejaba jadeante, caliente, hormigueante, como transportado de júbilo por su trabajo, volvía a encontrármelo yo en panorámica auschwitziana todas las mañanas en el gran espejo del cuarto de baño.”
Anatole Broyard, en Intoxicated by my illness, reflexiona: “Cuando te das cuenta de que tu vida se encuentra amenazada, puedes confrontar esa situación o puedes evadirla.” Ambas posibilidades son válidas. Yo pienso que confrontarla es mejor opción. Guibert, atrapado por el odio, encontró en la escritura (eso creo) una compañía útil. De no haber escrito hubiera fallecido de otra forma, quizá con más dolor, quizás antes, seguro sin penetrar el universo de la muerte.
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El dolor, en ocasiones, es el último pretexto para llamarle a la vida vida; es también una razón para reclamarle a la muerte su soberbia, su sordera, su impenetrabilidad y el desprecio absoluto que ejerce sobre los humanos. El dolor dialoga, la muerte no. Es claro: después del infinito, sólo la muerte. Aunque no tan claro: ¿es cierto lo que escribí, “después del infinito sólo la muerte”? Quizás lo contrario sea lo correcto: después de la muerte, sólo el infinito.
El dolor permite apropiarse de un pedazo de vida para seguir viviendo. Guibert, destrozado, hablaba de “ese cuerpo descarnado”, abrasado por el “dolor auschwitziano” que impide la existencia. Algunos enfermos se suicidan cuando desaparece la migraña o el dolor abdominal que los mantenía vivos mientras padecían. Otros optan por la escritura en vez de suicidarse. Hay quienes apelan a Dios cuando la muerte es inminente y hay quienes escriben sus libros para postergar el fin, o bien, para pedirle prestado unos días a la muerte hasta escribir la última palabra. La historia de mi muerte es el subtítulo del libro Esta salvaje oscuridad. Su autor se apellidaba Brodkey.
Harold Brodkey (1930-1996) ocupó parte de sus últimos meses en narrar lo que le sucedía como consecuencia del síndrome de inmunodeficiencia adquirida. En Esta salvaje oscuridad escribió: “No quiero hacer el elogio de la muerte; pero, en la inmediatez, la muerte confiere a las horas cierta belleza; una belleza que acaso no se parezca a ninguna otra, pero es abrumadora.”
Al igual que para Daudet y para Guibert, la pluma representó para Brodkey una forma de expiación y de consuelo. Aunque encontró algunos remedios médicos, no tuvo la oportunidad de someterse a los tratamientos modernos; la enfermedad se le diagnóstico en 1993, época en que aún no estaban disponibles los nuevos fármacos para detener el avance del sida. Acosado por la fatiga cavilaba acerca del final: “La muerte no es una voz suave ni un paso vago en las cercanías. Está a la puerta. En vez de escurrirse y desaparecer, la debilidad permanece. Parece como remansada. Me inunda y la inundación es tan ancha como el alma. La caja donde venían mi fuerza y mi suerte esta vacía y vibra un poco.” El psicoanalista inglés D.W. Winnicott empezó una autobiografía que nunca terminó. El primer párrafo dice: “He muerto.” El quinto: “Permítanme ver. ¿Qué sucedió cuando yo morí? Mi petición fue respondida. Estaba vivo cuando había muerto. Eso fue todo lo que deseaba saber.” No. Las palabras no detienen la muerte. Sólo hablan con ella.
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“Mi trío” –Brodkey, Guibert y Daudet– vivía acosado por la fatiga, esa terrible sensación que impide la vida y asfixia el deseo. El cansancio extremo es muy frecuente en algunas enfermedades; para muchos, la imposibilidad para confrontarlo es consejero de la muerte pero también amigo de la reflexión. En otro libro, El protocolo compasivo, Guibert se sumerge en su yo herido, exangüe, lento, atiborrado de células fatigadas, de dnas a punto de perecer y de moléculas exhaustas y sin mensajes que transmitir: “Me tiro todo el día dormitando en un sillón del que me cuesta gran esfuerzo alzarme, ya no aspiro sino al sueño, me dejo caer sobre la cama, pues ya no puedo meterme en ella o salir de ella con el esfuerzo de mis músculos, o me agarro los músculos con las manos para hacer de palanca o me echo de costado para acabar sentado tras haber dejado caer las piernas […] Ahora que la deglución me da un dolor horrible y cada bocado se ha vuelto una tortura y un tormento y resulta que, desde hace tres días, el simple hecho de estar acostado en la cama me causa dolor, porque ya no puedo darme la vuelta, tengo los brazos demasiado débiles, las piernas demasiado débiles.”
La falta de fuerza mina casi todo. Mover una palabra o tocar una idea puede ser imposible. La ausencia de energía trastoca las cosas más simples. Incluso el recuerdo de lo bello se difumina entre las tenazas del cansancio extremo. Para muchos enfermos, víctimas de agotamiento, el único refugio posible es la espera: del tiempo que no regresa, de las amantes instaladas en la bruma del olvido, de los hilos que suturen las heridas del alma, de un hálito de fuerza que permita la vida. Otros tallan su última morada por medio de palabras donde el lenguaje de la enfermedad emerge como recurso y resguardo. Así lo sienten algunos pacientes: “Poco, casi nada queda de mí. Moverme es un suplicio, comer una agonía. Escuchar las súplicas de los seres queridos profundiza la tristeza. ¿Que qué queda de mí? Nada o casi nada. No sé cómo decirlo. La frontera entre nada y casi nada es imperceptible. No va más allá de un suspiro. Se escurre entre los dedos. ¿Que por qué no me esfuerzo más? Porque la muerte ha penetrado en mí y se ha adueñado de todo. De todo menos del momento del adiós.”
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En la tierra del dolor es un diván construido ad hoc: en él Daudet se vierte y se habla con todas las voces posibles. Aunque afirmaba que el sufrimiento mitigaba el peso del lenguaje, lo cual debió haber sido cierto para un autor bastante prolífico, las notas que conforman En la tierra del dolor, una especie de lectura de la vida escrita desde el sufrimiento, contradice esa idea. Su diario, su tierra dolorosa, es un dechado de sobrios tintes literarios. Envuelto por el dolor escribe: “Dolor, has de serlo todo para mí. Deja que encuentre en ti todas esas tierras extranjeras que no me dejarás que visite. Sé mi filosofía, sé mi ciencia.”
En algunos enfermos el dolor expone partes desconocidas; en otros se convierte en morada. Recuerdo una conversación con un paciente terminal: “Yo pensaba que mi vida podría finalizar como sucede en algunas películas. Un infarto, ¡y ya! Ahora me encuentro atrapado en un guión que no deseo jugar. Pensé que sería dueño de mi final. Que mi voluntad diría: no o sí. Que el tiempo de la vida siempre sería mi tiempo. Ahora sé que me equivoqué: me encuentro atrapado dentro de mí. Yo soy el actor y no tengo escapatoria. Yo soy el dolor y el dolor soy yo. Yo no escribí el guión y tengo que actuarlo. El final, curiosamente, soy yo. Sin mí no hay final. No puedo evadirme de él. Cuando lo haga moriré. Lo peor es que no tengo con quién dialogar. El dolor es ciego, es crudo. La única solución para aliviarlo es la muerte. ¿Que por qué no me suicido?, me preguntas. No lo hago porque aún tengo cosas que decir. Por ejemplo, decirle al dolor que mi muerte será su derrota.”
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El dolor y la cercanía de la idea de la muerte suelen evocar muchas reflexiones. A partir de las pérdidas emerge la necesidad del encuentro, en ocasiones con uno mismo, otras veces con seres cercanos. Invocar el pasado y evocar bellos recuerdos puede ser terapéutico.
Ningún dolor es nuevo. Cuerpo y alma los experimentan continuamente. Algunas veces más, otras menos. La existencia, per se, conlleva diversos grados de dolor. Hay enfermos que dicen: “soy una enfermedad”; otros afirman: “me siento polvo. Cada amanecer veo cómo el viento se lleva pequeños pedazos de mi existencia”. Otros más aseguran que “la oscuridad crece por dentro. Desde hace días no consigo encontrarme. Mis brazos, mis manos, mis ojos, ya no son míos”.
Susan Sontag afirmaba en su libro Illness as metaphor and aids and its metaphors* que “la enfermedad es el lado nocturno de la vida, y es una ciudadanía más onerosa. Todas las personas tienen una doble ciudadanía, en el reino del bienestar y en el reino de la enfermedad”. Al viajar al lado nocturno de la vida, víctima de enfermedades, o al escuchar que los enfermos dicen “al llegar a México el clima me desconoció y enfermé de gripa” o al evocar la imagen de una mujer deprimida que explica que “se acuesta temprano porque al dormir duele menos la vida”, se comprende que la vida, como dice Sontag, consta de dos reinos y que la poética del dolor deviene lenguaje de la enfermedad.