En «El respeto al lector. Una metafísica de los cajones«, Miguelángel Díaz Monges escribe sobre la relación entre el autor y su público y se pregunta qué estrategia conviene a la hora de considerarlo en la producción de un texto. ¿Qué conviene hacer con el lector? Lo mejor, nos dice, es guardarlo en un cajón para más tarde.
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Las cosas que van a dar a un cajón suelen perderse. Uno se inventa etiquetas de lo más variadas y elocuentes. Aquí van estas cosas, acá éstas otras. La verdad es que todos los cajones deberían llevar la misma descripción: “Archivado”.
Los paralizaba la inmensidad de sus deseos.
—Georges Perec
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Lo mejor, desde luego, sería no usar cajones, tenerlo a mano todo y lo que no sirve echarlo a la basura. Lo mismo en la mente, donde tenemos infinitos cajones llenos de cosas que hemos metido junto con otras que no tienen nada que ver.
En los cajones de la mente parecen disolverse las cosas guardadas y terminan por mezclarse y confundirse con otras que uno no se explica por qué estaban en el mismo cajón.
Lo mismo pasa con los cajones físicos. Decidimos que en alguno va determinado tipo de cosas, pero nuestra idea del asunto va cambiando y metemos otro tipo de cosas suponiendo que son similares. De vez en cuando buscamos algo y no lo encontramos: se ha disuelto como papel en agua. Aparecen fragmentos de esto y de lo otro, amasijos sin orden ni concierto. Si hay suerte rescatamos la mayor parte de lo que buscamos, pero nunca todo; seguramente está, nadie ha metido mano, pero a saber donde, mezclado con qué, integrado o disuelto donde no iba, a donde fue a dar, en donde quizá se siente más a gusto, a donde lo llevaron las sabias leyes metafísicas que tienden a un cosmos bien distinto al vulgar y limitado orden del que nosotros somos capaces.
Los cajones no sirven de nada, a menos que se quiera dar con el caos de uno mismo que es el cosmos misterioso que acecha cuanto escapa a nuestra vigilancia.
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La mejor forma de respetar al lector es olvidarse de él sin despreciarlo. La crisis creativa no existe, es flojera, depresión, falta de hábito, insuficiencia de herramientas, distracción mundana y hasta desencanto terminal. No existe escritor alguno que no pueda ponerse en este momento a llenar miles de cuartillas acerca de cualquier cosa. Y si existe no es escritor. Otra cosa es publicar y apechugar con la crítica o la indiferencia. El escritor preocupado por estos asuntos puede dar en complacer al lector —o al crítico o al editor— y escribir lo que su limitada imaginación le hace creer que espera la veleidosa ambición de sus lectores. No le va a atinar, desde luego, o sí y es peor. No hay mayor falta de respeto al lector que suponer que se sabe lo que el lector espera y escribir desde esa perspectiva echando a algún cajón la propia estética y los impulsos que hicieron al lector acercarse al escritor.
Esa pretensión se llama voluntad de estilo y es el resultado de un éxito que se quiere conservar a toda costa, incluso convirtiendo el ejercicio de la escritura en un martirio.
Otra forma de respetar al lector es evitar escribir cuando uno anda con ínfulas de genio o con ambiciones más allá de una pieza bien lograda. Se parece a lo otro pero es más feo y también más subjetivo. Y lo es porque lo único peor que estacionarse en un estilo para preservar buena crítica, lectores fieles y nichos mercantiles, radica en la sutil diferencia entre cultivar un estilo para chapotear en él o buscarlo con desesperación, de intento en intento, haciendo del lector el conejillo de indias.
El respeto al lector empieza, pues, por olvidarse de él y olvidarse de uno mismo. Cada cual en distinto cajón, claro está. Cajones que no deberían existir, que lo confunden todo y que sólo son la antesala de la basura. Pasa que no parece razonable respetar al lector echándole a la basura y echándose uno mismo en ella. Entonces queda ir juntos al cajón de cosas archivadas, ese cajón del que sólo sale alguna cosa, y muy de vez en vez, mezclada y confundida, convertida en un amasijo correspondiente al cosmos de cierta metafísica que desdeña nuestro caótico orden existencial.
Acaso el respeto al lector consiste en olvidarlo para quizá encontrarlo más tarde, fundido con nosotros mismos y muchas otras cosas que inexplicablemente están ahí, sin orden ni concierto, disueltos como papel en agua. Y después, mucho o poco después, hallarnos colocados a secar ahí a mano, a ver qué formas imprevistas adoptarnos, qué cosa terminamos siendo, a qué cajón nos corresponde ir a dar, ya juntos y fundidos.