Michel de Montaigne, padre del ensayo moderno, escribe sobre el arrepentimiento un texto que indaga acerca de la condición humana y, al mismo tiempo, se interroga sobre sí mismo. «Yo no puedo fijar el objeto de mi estudio. Es decir, a mí mismo. […] Tanto es así, que en ocasiones puedo muy bien contradecirme; pero no contradigo la verdad, como decía Demades. Si mi alma pudiera fijarse, yo no necesitaría ensayar.» Mañana domingo, a las 23.59hs, cierra la convocatoria del Premio Heterónimos de Ensayo; para subir obras o consultar bases, clic acá.
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Los demás moralistas forman al hombre; yo lo describo, y represento un sujeto particular bastante mal formado y, si tuviera que modelarlo otra vez, ciertamente lo haría muy diferente. Pero ya está hecho. Y los trazos de mi cultura no se salen de su verdadero camino aunque cambien y se diversifiquen. El mundo es sólo un balancín permanente. En él todas las cosas se mueven sin cesar: la tierra, las rocas del Cáucaso, las pirámides de Egipto, tanto por el movimiento general como por el suyo propio. La constancia, incluso, no es otra cosa que un movimiento más lánguido. Yo no puedo fijar el objeto de mi estudio. Es decir, a mí mismo. Avanza confuso y tambaleante, con una ebriedad natural. Yo lo tomo en esa situación, tal y como es, en el instante en que me ocupo de él. No pinto el ser. Pinto el pasar: no un paso de una edad a otra o, como dice el pueblo, de siete en siete años, sino de día en día, de minuto en minuto. Tengo que adaptar mi historia al momento. En breve puedo cambiar no sólo de suerte, sino también de intención. Esto es un examen de acontecimientos diversos y variables y de pensamientos indecisos y, si es el caso, contrarios, ya sea porque yo mismo sea otro, ya porque capte los temas en otras circunstancias o con otras consideraciones. Tanto es así, que en ocasiones puedo muy bien contradecirme; pero no contradigo la verdad, como decía Demades. Si mi alma pudiera fijarse, yo no necesitaría ensayar: decidiría; pero siempre está aprendiendo y experimentando.
Expongo una vida humilde y sin gloria; esto no tiene la menor importancia: igual de bien se aplica toda la filosofía moral a una vida corriente y privada que a una vida de más categoría: cada hombre lleva en sí la forma entera de la condición humana.
Los autores se dan a conocer al público por algún rasgo propio y que es desconocido; yo soy el primero en darme a conocer por mi esencia universal, como Michel de Montaigne, no como gramático, o poeta, o jurisconsulto. Si la gente se queja de que hable demasiado de mí, yo me quejo de que ellos ni siquiera piensan en sí mismos.
Pero ¿es legítimo que, llevando una vida tan privada pretenda ser que todo el mundo me conozca? ¿Es legítimo, asimismo, que haga aparecer ante el mundo donde la elaboración y el arte tienen tanto prestigio y autoridad, unas simples y desnudas producciones naturales y, además, de una naturaleza bastante endeble? ¿No será como construir una muralla sin piedra, o algo parecido, el construir libros sin ciencia ni arte? Las creaciones musicales están dirigidas por el arte; las mías por el azar. Al menos en esto estoy conforme con las reglas: nunca hombre alguno ha tratado un tema que comprendiera y conociera mejor de lo que yo comprendo y conozco el que he escogido, y, en este tema, yo soy el hombre más sabio que pueda existir; en segundo lugar, nunca penetró nadie más profundamente en su materia ni espulgó con más detalle sus partes y sus consecuencias; ni llegó con mayor exactitud y más plenamente a la meta que se había propuesto en su obra. Para llevarla a cabo sólo necesito poner en ella fidelidad: y ahí está, la más sincera y pura que pueda encontrarse. Digo la verdad, no hasta el punto de saciarme de ella sino toda la que me atrevo a decir; y me atrevo a decirla un poco más según voy envejeciendo pues parece que la costumbre concede a esta edad más libertad de palabrería y de indiscreción al hablar de uno mismo. En este caso no puede ocurrir algo que observo a menudo: que el artesano y su obra se contradicen: ¿un hombre de conversación tan distinguida ha podido escribir algo tan estúpido? O bien, ¿unos escritos tan sabios han salido de un hombre de conversación tan mediocre?
Si alguien tiene una conversación ordinaria y ha producido escritos de un raro valor, quiere decir que su capacidad está en algún lugar del que él la toma prestada, y no en sí mismo. Una persona erudita no es erudita en todas las cosas; pero el hombre de talento es capaz en todos los campos, incluso en el de la ignorancia.
Mi libro y yo avanzamos conformes el uno con el otro y al mismo paso. En otros casos se puede alabar y condenar la obra de forma separada de obrero; aquí no: quien toca uno, toca el otro. El que juzgue la obra sin conocerla, se perjudicará más a sí mismo que a mí; con el que llegue a conocerla, quedaré plenamente satisfecho. Dichoso más allá de mi mérito, si consigo siquiera esa parte de la aprobación pública: si hago sentir a las personas inteligentes que habría sido capaz de sacarle provecho a la ciencia, si la hubiera tenido, y que merecía que la memoria me sirviera mejor.
Disculpemos, en este punto, algo que repito con frecuencia: que rara vez me arrepiento, y que mi conciencia está contenta consigo misma, no como la conciencia de un ángel o la de un caballo, sino como la conciencia de un hombre: y añado siempre este estribillo ―no un estribillo de cortesía, sino de sincera y real sumisión―: que hablo como hombre ignorante y que busca, y que, en lo que respecta a las conclusiones, se acoge, pura y simplemente, a las creencias comunes y legítimas. Yo no enseño, yo cuento.
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No hay vicio que sea verdaderamente un vicio y que no haga daño, y al que un juicio íntegro no condene: pues tiene una fealdad y una insolencia que quizá tengan razón quienes dicen que es producido principalmente por la estupidez y la ignorancia; tan difícil resulta imaginar que alguien lo conozca y no lo odie. La maldad absorbe la mayor parte de su propio veneno y se envenena con él. El vicio deja como una úlcera en la carne, un arrepentimiento en el alma que siempre se araña y se ensangrienta ella misma. Pues la razón borra las demás penas y sufrimientos, pero engendra el del arrepentimiento, que es más doloroso, porque nace de dentro; igual que el frío y el calor de las fiebres se soporta peor que los que provienen del exterior. Considero vicios (pero que cada uno juzgue según su medida) no sólo los condenados por la razón y la naturaleza, sino también aquellos que ha forjado la opinión de los hombres (incluso si es falsa y errónea), si las leyes y la costumbre le confieren autoridad.
De un modo semejante, no hay conducta loable que no alegre a una naturaleza bien nacida. Ciertamente, hay cierta satisfacción misteriosa en actuar correctamente que nos alegra por dentro, y un noble orgullo acompaña a la conciencia limpia. Un alma decididamente viciosa quizá pueda procurarse seguridad; pero esa complacencia y satisfacción de sí mismo no puede procurársela. No es un placer menor el de sentirse a salvo del contagio de un siglo tan corrupto y decirse por dentro: «Si alguien pudiera verme hasta el alma, incluso entonces, no me encontraría culpable ni de la caída ni de la ruina de nadie, ni de venganza o de odio, ni de ofensa pública a las leyes, ni de innovación y de confusión, ni de faltar a mi palabra; y, por más que nos permita y enseñe a todos la licencia del tiempo, no he puesto la mano encima a los bienes ni la bolsa de ningún francés, y sólo he vivido de la mía, tanto en la guerra como en la paz; ni he utilizado el trabajo de nadie sin pagarle a cambio». Estos testimonios de la conciencia resultan agradables; y esta alegría natural es un gran bien, y el único pago que no nos falta nunca.
Basar la recompensa por las acciones virtuosas en la aprobación de los demás es tomar una base demasiado incierta y oscura. Especialmente en un siglo corrupto e ignorante como éste, la estima del público supone una injuria; ¿de quién podéis fiaros para saber qué es lo encomiable? Dios me guarde de ser un hombre de bien según la descripción que veo que todos hacen de sí mismos a diario para hacerse valer. «Quae fuerant vitia, mores sunt». A veces algunos de mis amigos han empezado a reñirme y a reprenderme abiertamente, bien por impulso propio, creyendo cumplir un deber, o bien por habérselo pedido yo como un favor que, para un alma bien hecha, sobrepasa a todos los demás favores de la amistad, no sólo en utilidad, sino también en placer. Yo siempre he aceptado esto abriendo todo lo posible los brazos de la cortesía y del agradecimiento. Pero, para hablar de ello en conciencia en el momento actual, a menudo he encontrado en sus reproches y alabanzas, tanta falsa medida que no habría obrado mucho peor actuando mal según su forma de vida que actuando bien. Especialmente nosotros, los que vivimos una vida privada que nadie más puede ver, debemos tener establecido en nuestro interior un modelo que nos sirva de piedra de toque en nuestras acciones y, según ese modelo, unas veces tendremos que felicitarnos y, otras, que castigarnos. Yo tengo mis leyes y mi tribunal para juzgar sobre mí, y me dirijo a él más que a los demás. Restrinjo mucho mis acciones en función de los demás, pero sólo las extiendo en función de mí mismo. Sólo vosotros sabéis si sois cobarde y cruel o leal devoto; los demás no os ven, os adivinan mediante conjeturas inciertas; ven no tanto vuestra naturaleza cuanto vuestro arte. En consecuencia, no os atengáis a su juicio; ateneos al vuestro.«Tuo tibi juicio est utendum. Virtutis et vitorium grave ipsius conscienteiae pondus est: qua sublata, jacent omnia».
Pero eso que dicen de que el arrepentimiento sigue de cerca al pecado no parece afectar al pecado que va bien provisto, que habita en nosotros como en su propio domicilio. Podemos repudiar y renegar de los vicios que nos sorprenden, y hacia los que nos empujan las pasiones; pero aquellos que por un hábito prolongado están enraizados y anclados en una voluntad fuerte y vigorosa no son materia que pueda repudiarse. El arrepentimiento es sólo un cambio en nuestra voluntad, que se desdice, y una contradicción de nuestros pensamientos, que nos lleva en todos los sentidos. A cierto hombre le hizo renegar de su virtud pasada y de su continencia: «Quae mens est hodie, cur eadem non puero fuit? Vel cur his animis incólumes non redeunt genae?».
Es una vida exquisita aquella que se mantiene en orden hasta en su intimidad. Todos podemos hacer de bufones y representar a un personaje honorable en escena; pero es en nuestro interior, dentro del pecho, donde todo está permitido, donde todo está oculto, donde tenemos que estar en regla. El grado más próximo es estarlo en la propia casa, en las acciones corrientes de las que no tenemos que rendir cuentas a nadie, en las que no hay estudio ni artificio. Y por esta razón Bías, al describir el excelente estado de una casa, dice: «Una casa en la que le amo sea por dentro, por sí mismo, tal y como es por fuera por el temor de las leyes y de lo que puedan decir los hombres». Y también fueron nobles las palabras que dirigió Julio Druso a unos obreros que le ofrecían, por tres mil escudos, poner su casa en una situación tal que sus vecinos dejaran de tener sobre ella la vista que tenían: «Os daré seis mil, y haced que todos la vean desde todos los ángulos». Se considera honorable a Agesilao, por su costumbre, cuando estaba de viaje, de alojarse en las iglesias para que el pueblo y los mismos dioses pudieran ver sus actos privados. Un hombre ha podido ser extraordinario para el mundo sin que su mujer y su criado hayan visto en él nada ni tan siquiera notable. Pocos hombres han sido admirados por las personas de casa.
Nadie ha sido profeta no sólo en su casa, sino tampoco en su tierra, dice la experiencia de las historias. Lo mismo ocurre con las cosas sin importancia. Y en un ejemplo humilde se ve la imagen de los grandes. En mi tierra de Gascuña se considera una broma verme impreso. Cuanto más se aleja de mi morada el conocimiento que tienen mí, más aumenta mi valor. Yo pago a los impresores de Guyena; en otros lugares, ellos me pagan a mí. En este fenómeno se basan quienes se ocultan estando vivos y presentes, para lograr la estima del público, como si estuvieran difuntos y ausentes. Yo prefiero ser menos estimado. Y sólo me lanzo al mundo por la parte de estima que estoy obteniendo. Cuando lo abandone, le dispenso de concedérmela.
En un acto público, el pueblo escolta a un hombre hasta su puerta; éste, al quitarse la ropa, se despoja de su papel, y cae tanto más bajo cuanto más había subido antes; por dentro, en su interior, todo es tumultuoso y vil. Incluso si hubiera cierto orden en su vida retirada, es preciso un juicio agudo y extraordinario para percibirlo en los humildes actos privados. Sin contar con que el orden es una virtud apagada y sombría. Abrir una brecha, dirigir una embajada, gobernar un pueblo, son acciones deslumbrantes. Reñir, reír, vender, pagar, amar, odiar y relacionarse con los suyos y consigo mismo con delicadeza y equidad, no dejarse llevar, no desmentirse, eso es algo más raro, más difícil y más notable. Las vidas retiradas cumplen así, digan lo que digan, deberes al menos tan duros y exigen al menos los mismos esfuerzos que las demás vidas. Y los hombres privados, dice Aristóteles, sirven a la virtud con más exigencia y más altura, que los que lo hacen como altos cargos. Nos preparamos para las ocasiones eminentes más por la gloria que por la conciencia. La manera más segura de alcanzar la gloria sería hacer por conciencia lo que hacemos por la gloria. Y creo que la virtud de Alejandro representa bastante menos vigor en su teatro que la de Sócrates en su actividad humilde y oscura. Concibo sin esfuerzo a Sócrates en el puesto de Alejandro; a Alejandro en el de Sócrates, no puedo. Si preguntan a aquél qué sabe hacer, responderá: «Subyugar al mundo». Si se lo pregunta a éste, dirá: «Dirigir la vida humana conforme a su condición natural»: ciencia mucho más general, más ardua, y más legítima. El valor del alma no consiste en subir muy alto, sino con paso regular.
Su grandeza no ejerce en la grandeza, sino en el grado medio. Así como aquellos que nos juzgan y nos palpan por dentro no hacen mucho caso del esplendor de nuestras acciones públicas, y ven que no son más que hilillos y chorros de agua pura que han manado de un fondo por lo demás cenagoso y pesado, así también aquellos que nos juzgan por el bello esplendor de la apariencia concluyen de forma similar respecto a nuestra constitución interna y no pueden encajar unas facultades corrientes y similares a las suyas en esas otras facultades que les llenan de asombro y que están tan lejos de su horizonte. Así, también, atribuimos a los demonios formas salvajes. ¿Y quién no pinta a Tamerlán con unas cejas muy altas, unos orificios nasales abiertos, un rostro espantoso y una altura desmesurada, como la de la imagen que ha concebido de él al oír su fama? Si me hubieran mostrado a Erasmo en el pasado, me habría resultado difícil no tomar por adagios y apotegmas todo cuanto dijera a su criado y a su hospedera. Imaginamos con mucha más facilidad en su retrete o sobre su mujer a un artesano que a un gran presidente, venerable por su aspecto y su competencia. Nos parece que de esos tronos eminentes no se rebajan hasta el punto de vivir.
Así como las almas viciosas son incitadas a menudo a hacer el bien por algún impulso externo, así las almas virtuosas son incitadas a hacer el mal. Por tanto, hay que juzgarlas según su estado en calma, cuando están a sus anchas, si es que lo están alguna vez, o al menos cuando están más próximas al reposo y a su posición innata. Las inclinaciones naturales se ven ayudadas y fortificadas por la educación; pero apenas se las cambia o se las vence. Mil naturalezas, en mi tiempo, han huido hacia la virtud o hacia el vicio a pesar de enseñanzas contrarias:
Sic ubi desuetae silvis in carcera clausae
Mansuevere ferae, et vultus posuere minaces,
Atque hominem didicere pati, si tórrida parvus
Venit in para crúor, redeunt rabiesque furorque,
Admonitaeque tument gustato sanguine fauces;
Fervet, et a trepido vix abstinet ira magistro.
Esos rasgos originales no se extirpan: se recubren, se ocultan. La lengua latina me resulta, por así decir, natural, la entiendo mejor que el francés, pero hace cuarenta años que no hago ningún uso de ella, ni para hablar ni para escribir; no obstante, con ocasión de emociones extremas y repentinas en las que he caído dos o tres veces en mi vida (una, al ver a mi padre, en perfecta salud, caer de espaldas, desvanecido, sobre mí), las primeras palabras que proferí, desde el fondo de mis entrañas, fueron palabras latinas: la naturaleza escapaba y se expresaba por la fuerza, en contra de una larga práctica. Y cuentan ese ejemplo de muchos otros.
Aquellos que han tratado de reformar las costumbres del mundo, en mi tiempo, mediante opiniones nuevas, reforman los vicios de la apariencia; los de la esencia, los dejan como están, si es que no los acrecientan; y es de temer este crecimiento pues uno se dispensa fácilmente de cualquier otra forma de buena acción al sufrir esas reformas externas y arbitrarias, que le cuestan menos y a las que, en general, se atribuye más mérito; y da así satisfacción a buen precio a esos otros vicios naturales consustanciales e internos. Mirad cómo se comporta en esto nuestra experiencia: no hay nadie si se escucha a sí mismo, que no descubra en sí una forma propia, una forma principal, que luche contra la educación y contra la tempestad de las impresiones que le son contrarias. En lo que a mí respecta, apenas me siento agitado por sacudida alguna, casi siempre me encuentro en mi lugar, como ocurre con los cuerpos pesados y cargados. Si no estoy en mí, siempre ando cerca. Los desarreglos de mi conducta no me llevan muy lejos. No hay en mí nada extremo ni extraño y, sin embargo, sufre emociones fuertes e impetuosas.
La verdadera condena, que afecta a la habitual manera de actuar de nuestros contemporáneos, es que incluso su retiro está lleno de corrupción y de basura; la idea que tienen de su enmienda es confusa; su penitencia, pervertida y culpable, casi tanto como su pecado. Algunos, bien por estar sujetos al vicio por un apego natural, o por el hecho de un hábito prolongado, ya no ven su fealdad. A otros (a cuyo regimiento pertenezco yo), el vicio les pesa, pero lo contrarrestan con el placer o con otra cosa, y lo soportan y se prestan a él, con ciertas condiciones, pero, no obstante, de una manera viciosa y vergonzosa. Sin embargo, podría imaginarse una medida extremadamente desproporcionada según la cual el placer disculpara el vicio en toda justicia, como decimos, a propósito de la utilidad; no sólo en el caso de que ese placer fuera accesorio y externo al pecado, como en el hurto, sino en el caso de que estuviera en el ejercicio mismo del pecado, como ocurre en las relaciones carnales con las mujeres, en las que la incitación es violenta y a veces, según dicen, invencible.
El otro día, estando yo en Armagnac, en la tierra de uno de mis parientes, vi a un campesino al que todos llaman «el ladrón». Él hacía el relato de su vida como sigue: que, habiendo nacido mendigo, y viendo que si se ganaba el pan con el trabajo de sus manos no llegaría nunca a protegerse suficientemente contra la indigencia, se le ocurrió hacerse ladrón; y había empleado toda su juventud en ejercer ese oficio con toda seguridad, gracias a su fuerza física: así, recolectaba y vendimiaba en las tierras de los demás, pero de lejos y en montones tan grandes que era inimaginable que un solo hombre hubiera cargado tanto sobre sus hombros en una sola noche; además, tenía cuidado de igualar y dispersar el daño que hacía, de forma que la mala pasada resultara menos insoportable para cada particular. Actualmente, en su vejez, es rico, para ser un hombre de su condición, gracias a ese tráfico del que se confiesa abiertamente; y para congraciarse con Dios en lo referente a sus beneficios, dice que se ocupa todos los días de dar satisfacción, mediante buenas obras, a los sucesores de aquellos a los que robo; y que, si no lo concluye (pues no puede hacerlo todo a la vez), encargará de ello a sus herederos, según sus cuentas del mal que hizo a cada uno, que sólo él conoce. Según esa descripción, ya sea verdadera o falsa, ese hombre considera el robo una acción deshonesta y la odia, pero menos que la indigencia; se arrepiente con mucha sencillez, pero, en la medida en que esa acción estaba contrarrestada y compensada, no se arrepiente de ella. No es la costumbre la que nos incorpora al vicio y configura, incluso, nuestra inteligencia; no es, tampoco, ese viento impetuoso que confunde y ciega nuestra alma con sus sacudidas y que nos precipita, de momento, bajo el poder del vicio.
Normalmente, me entrego por completo a lo que hago, y camino sin desviarme; apenas hay acción que se oculte y se esconda a mi razón y que no sea dirigida más o menos con el consentimiento de todas mis partes, sin división, sin sedición intestina: mi juicio siente toda la culpa o la alabanza; y la culpa que siente una vez, la siente siempre, pues casi desde mi nacimiento es el mismo: la misma inclinación, el mismo camino, la misma fuerza. Y, en cuanto a ideas generales, desde la infancia me situé en el punto en el que iba a mantenerme.
Hay pecados impetuosos, prontos y súbitos: dejémoslos aparte. Pero en los demás pecados, tantas veces repetidos, meditados y decididos, pecados de nuestro temperamento o, incluso, pecados debidos a la profesión y a la ocupación, no puedo concebir que estén plantados tanto tiempo en un mismo corazón sin que la razón y la conciencia de aquel que los posee así lo quiera constantemente y así lo acepte, y ese arrepentimiento que dice sentir en un momento determinado y fijado de antemano me resulta un poco difícil de imaginar y de concebir.
Yo no sigo la escuela de Pitágoras cuando dice que los hombres reciben un alma nueva cuando se acercan a las imágenes de los dioses para acoger sus oráculos. A menos que haya querido decir, justamente, que es preciso que esa alma sea una extraña, nueva y prestada para ese momento puesto que su alma corriente muestra tan pocas señales de purificación y de limpieza dignas de esa ceremonia.
Éstos obran de modo totalmente contrario a los preceptos estoicos, que nos ordenan que corrijamos las imperfecciones y los defectos que reconocemos en nosotros, pero nos prohíben que eso nos apene y nos entristezca. Éstos nos hacen creer que, por dentro, sienten una gran pena y un gran remordimiento. Pero, no dan muestras de nada. Y, sin embargo, no hay cura si no se libra uno del mal. Si el arrepentimiento pesara en el platillo de la balanza, vencería al pecado. No veo otra cualidad tan fácil de simular como la devoción, si no se adaptan a ella las costumbres y la vida: su esencia es abstrusa y permanece oculta; las apariencias son fáciles y aparentes.
En cuanto a mí, puedo desear de una manera general ser diferente; puedo condenar y sentir disgusto por mi forma de ser en general y suplicar a Dios por mi completa reforma y para que disculpe mi debilidad natural. Pero a eso creo que no debo llamarlo arrepentimiento, no más que el disgusto de no ser ni un ángel ni Catón. Mis acciones están bien ordenadas con lo que soy y con mi condición. Yo no puedo hacer más. Y no es el arrepentimiento el que corresponde propiamente a las cosas que no están en nuestro poder, sino la pena. Imagino una infinidad de naturalezas más altas y mejor ordenadas que la mía; sin embargo, no por ello mejoro mis facultades; del mismo modo que ni mi brazo ni mi espíritu se hacen más vigorosos porque pueda concebir otros que sí lo sean. Si imaginar y desear una conducta más noble que la nuestra produjera el arrepentimiento de la nuestra, tendríamos que arrepentirnos de nuestras acciones más inocentes: porque vemos muy bien que, en el ser de una naturaleza más eminente que la nuestra, habrían sido hechas con una mayor perfección y dignidad; y nos gustaría hacer otro tanto. Cuando examino los comportamientos de mi juventud y los comparo con los de mi vejez, encuentro que habitualmente los he dirigido con orden, según mi criterio: hasta ahí alcanzan mis fuerzas. No me adulo: en circunstancias semejantes, yo sería siempre igual. No es una mancha sino más bien un tinte general el que me mancha. No conozco arrepentimiento superficial, mediano ni de ceremonia. Debe alcanzarme por todas partes antes de que lo llame así, y debe pellizcarme las entrañas y afectarlas con la misma profundidad con la que me ve Dios, y de un modo igual de completo.
En lo que respecta a los negocios, se me han escapado muchas oportunidades, a falta de una buena dirección. Sin embargo, mis decisiones fueron acertadas, según los casos que les presentaban; mi manera de actuar consiste en tomar partido siempre por lo más fácil y lo más seguido. Me parece que en el momento de mis deliberaciones pasadas, según mi regla, procedí con prudencia en función del estado del asunto que me proponían; y haría otro tanto, de aquí a mil años, en circunstancias semejantes. No considero cómo está ese asunto en el momento actual, sino cómo estaba cuando yo lo examiné.
El valor de todo proyecto depende del tiempo: sus ocasiones y materias ruedan y cambian sin cesar. En mi vida he cometido algunos errores graves e importantes, no por falta de buen juicio, sino por falta de suerte. Hay partes secretas e imprevisibles en los asuntos que tratamos, sobre todo en lo concerniente a la naturaleza de los hombres, factores mudos, que no aparecen, ignorados, a veces, incluso por el propio sujeto, y que se manifiestan y despiertan bajo el efecto de algún suceso. Si mi previsión no ha podido descubrirlos y profetizarlos, no se lo reprocho: su función se mantiene dentro de sus límites; el acontecimiento me vence; y, si favorece al partido que he rechazado, ya no hay remedio; no la tomo conmigo: acuso a mi suerte, no a mi obra: a eso no se le llama arrepentimiento.
Foción había dado a los atenienses cierto consejo que ellos no siguieron. Pero como el asunto se desarrollaba de forma favorable, contra su opinión, alguien le dijo: «“¡Y bien, Foción! ¿Estás contento de que la cosa vaya tan bien?” “Estoy muy contento ―dijo él― de que haya ocurrido esto, pero no me arrepiento de haber aconsejado lo otro”». Cuando mis amigos se dirigen a mí para que les aconseje, lo hago con toda libertad y claridad, sin que me detenga (como ocurre con casi todo el mundo) el hecho de que, puesto que la cosa está sujeta al azar, puede ocurrir lo contrario de lo que yo presiento, en virtud de lo cual podrían reprocharme mi consejo: no me preocupo por eso. Pues se equivocarán, y yo no debía negarles ese favor.
En lo que respecta a mis faltas y mis fracasos, apenas tengo ocasión de tomarla con alguien más que conmigo. Pues, en realidad, rara vez recurro a los consejos de los demás, a no ser por una cortesía puramente formal, salvo cuando necesito una información precisa o el conocimiento del hecho en cuestión. Más en las cosas en las que sólo tengo que emplear el juicio, las razones ajenas pueden servir para apoyarme, pero no para desviarme. Yo las escucho todas de un modo favorable y correcto; pero, si recuerdo bien, hasta este momento nunca he creído más que las mías. Para mí son sólo moscas y átomos que distraen mi voluntad. Fortuna me paga dignamente. Si es verdad que no recibo consejos, menos aún los doy yo. Son pocos quienes solicitan mi consejo, pero todavía menos quienes lo creen cuando se los doy; y no conozco ninguna empresa pública ni privada a la que mi consejo haya enderezado y recuperado. Incluso aquellos a quienes el azar había llevado de alguna manera a recurrir a mi consejo se han dejado manejar con mucha mayor facilidad por cualquier otro cerebro. Como hombre al menos tan celoso de los derechos de mi reposo como de los de mi autoridad, prefiero que sea así: dejándome de lado, se actúa según la línea de conducta que profeso y que consiste en fijarme y contenerme en mí mismo: me resulta un placer no estar involucrado en los asuntos de los demás y estar liberado de su protección.
En todos los asuntos, cuando ya han pasado, sea como sea, lo lamento poco. Pues una idea me impide apenarme, y es que tenían que ocurrir así: ya están en el gran curso del universo y en el engranaje de las causas estoicas: vuestro pensamiento no puede, mediante el deseo y la imaginación, cambiar un sólo punto sin que todo el orden de las cosas se vea alterado de arriba abajo, tanto el pasado como el futuro.
Por lo demás, detesto ese arrepentimiento circunstancial que trae la edad. Aquel que decía antiguamente que le estaba agradecido a la edad por haberle librado de la voluptuosidad tenía una opinión distinta de la mía: yo nunca estaría agradecido a la impotencia por ningún bien que me pudiera hacer. «Nec jam tam aversa unquam videvitur ab opere suo providentia, ut debilitas inter optima inventa sit». En la vejez, nuestros apetitos escasean; una profunda saciedad se apodera de nosotros a continuación: en eso no veo nada que pertenezca a la conciencia; la tristeza y la debilidad nos inspiran una virtud blanda y catarrosa. No debemos dejarnos vencer hasta tal punto por los deterioros naturales como para que degenere nuestro juicio. La juventud y el placer no me impidieron en el pasado reconocer el rostro del vicio en la voluptuosidad; así la inapetencia que me traen los años no me impide tampoco reconocer el de la voluptuosidad en el vicio. Ahora que ya no estoy en esa edad, veo que es la misma que tenía en la edad más licenciosa, a no ser que se haya debilitado y haya empeorado al envejecer; y veo que si mi razón se niega en alguna medida a zambullirme en ese placer en interés de mi salud corporal, no lo hubiera hecho menos, en el pasado, en interés de mi salud espiritual. No la considero más valiente porque la vea fuera de combate. Mis tentaciones están tan rotas y mortificadas que no merecen que mi razón se les oponga. Sólo con tender las manos, las conjuro. Que vuelvan a ponerla frente a aquella antigua concupiscencia, y me temo que tendría menos fuerza para resistir su asalto de la que tenía en otros tiempos. No la veo juzgar nada de un modo distinto a como habría juzgado entonces; ni tampoco distingo en ella ninguna nueva luz. Por eso, si hay convalecencia, es una convalecencia tocada.
¡Qué remedio tan miserable, deber la salud a la enfermedad! No corresponde a nuestra desgracia cumplir ese oficio; sino el buen estado de nuestro juicio. No me mandan hacer nada con los males y las aflicciones, sino maldecirlas. Eso es para las personas que sólo se despiertan a latigazos. Pero mi razón tiene su curso más libre en la prosperidad. Está mucho más perdida y más ocupada cuando tiene que digerir los males que los placeres. Veo mucho más claro cuando el tiempo está sereno. La salud me aconseja más alegremente y también con mayor utilidad que la enfermedad. Avancé cuanto pude hacia mi enmienda y hacia una vida ordenada cuando podía disfrutarla. Me daría vergüenza y me sentiría contrariado si la miseria y la desgracia de mi decrepitud tuvieran que ser preferidas a mis buenos años, sanos, alegres, vigorosos, y si tuvieran que estimarme no por lo que fui, sino por lo que he dejado de ser. En mi opinión, es la vida feliz y no, como decía Antístenes, la muerte feliz la que hace la felicidad humana. No he pretendido atar de forma monstruosa el rabo de un filósofo a la cabeza y al cuerpo de un hombre perdido; ni hacer que este pobre extremo negara y desmintiera la parte más bella, completa y larga de mi vida. Quiero presentarme y dejarme ver uniformemente por todos lados. Si tuviera que volver a vivir, volvería a vivir como he vivido; y no lamento el pasado ni temo al futuro. Y, si no me engaño, en mi interior ha ocurrido como en el exterior. Uno de los principales motivos de agradecimiento que tengo a mi suerte es que el curso de mi estado corporal ha transcurrido de forma que cada cosa ha tenido lugar en su momento. He visto en él los tallos jóvenes, las flores y el fruto; y ahora veo su sequedad. Y eso es bueno, puesto que es natural. Soporto con mayor facilidad los males que me aquejan porque llegan en su momento, y así me ayudan a recordar la larga dicha de mi vida pasada.
De forma semejante, mi sabiduría puede muy bien ser del mismo tamaño en uno y otro tiempo, pero era capaz de acciones más hermosas, y era más graciosa, vigorosa, alegre, natural de lo que es actualmente: estancada, quejumbrosa, y pesada. Así que renuncio a esas enmiendas circunstanciales y dolorosas.
Dios tiene que rozarnos el corazón. Nuestra conciencia debe enmendarse por sí misma, con el apoyo de la razón, no mediante el debilitamiento de los apetitos. La voluptuosidad no es, en sí, ni pálida ni descolorida porque sea percibida por unos ojos legañosos y borrosos. Debemos amar la templanza por ella misma y por respeto a Dios, que nos la ha ordenado; lo mismo para la castidad; eso que nos traen los catarros y que debo a la influencia de mis cólicos no es ni castidad ni templanza. No podemos vanagloriarnos de despreciar y combatir la voluptuosidad si no la vemos, si la ignoramos, así como sus encantos, su fuerza y su belleza, la más atractiva. Yo conozco a una y otra edad: puedo hablar de esto. Pero me parece que en la vejez nuestras almas están sujetas a enfermedades e imperfecciones más molestas que en la juventud. Lo decía ya cuando era joven: entonces me increpaban con dureza porque no tenía barba en el mentón. Lo sigo diciendo ahora que mi barba gris me da derecho a ser creído. Llamamos «sabiduría» a nuestros caracteres difíciles, al desagrado por las cosas presentes. Pero, a decir verdad, no abandonamos los vicios tanto como los cambiamos y, en mi opinión, para peor. Además de un orgullo tonto y frágil, un parloteo aburrido, estos caracteres desagradables e insociables, y la superstición, y una preocupación ridícula por las riquezas cuando ya se ha perdido la capacidad de usarlas, encuentro en la vejez más envidia, injusticia y maldad. Nos pone más arrugas en el espíritu que en la cara; y no se ve ―o se ve rarísima vez― alma que al envejecer no huela a agrio y a moho. El hombre camina entero a su crecimiento y también hacia su declive.
Al considerar la sabiduría de Sócrates y muchas de las circunstancias de su condena me atrevería a creer que se prestó a ello un poco en connivencia, intencionadamente, en vista de que, con sus sesenta años, muy poco tiempo después tendría que sufrir el embotamiento de la rica dinamicidad de su espíritu y la turbación de su habitual lucidez.
¡Qué metamorfosis veo hacer a diario a la vejez en muchos de mis conocidos! Es una enfermedad poderosa y que se insinúa de forma natural e imperceptible. Por eso hay que hacer constantes esfuerzos y tomar enormes precauciones para evitar las imperfecciones con las que nos abruma o, al menos, para debilitar sus progresos. Siento que pese a todos los atrincheramientos que estoy edificando, ella me gana terreno, paso a paso. Resisto todo lo que puedo. En cualquier caso, estoy contento de que algún día se sepa desde qué altura he caído.
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Tomado del libro «Sobre la vanidad y otros ensayos» (Valdemar, España, 2000).