El respeto al lector

En «El respeto al lector. Una metafísica de los cajones«, Miguelángel Díaz Monges escribe sobre la relación entre el autor y su público y se pregunta qué estrategia conviene a la hora de considerarlo en la producción de un texto. ¿Qué conviene hacer con el lector? Lo mejor, nos dice, es guardarlo en un cajón para más tarde.

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Las cosas que van a dar a un cajón suelen perderse. Uno se inventa etiquetas de lo más variadas y elocuentes. Aquí van estas cosas, acá éstas otras. La verdad es que todos los cajones deberían llevar la misma descripción: “Archivado”.

Los paralizaba la inmensidad de sus deseos.
—Georges Perec

Lo mejor, desde luego, sería no usar cajones, tenerlo a mano todo y lo que no sirve echarlo a la basura. Lo mismo en la mente, donde tenemos infinitos cajones llenos de cosas que hemos metido junto con otras que no tienen nada que ver.

En los cajones de la mente parecen disolverse las cosas guardadas y terminan por mezclarse y confundirse con otras que uno no se explica por qué estaban en el mismo cajón.

Lo mismo pasa con los cajones físicos. Decidimos que en alguno va determinado tipo de cosas, pero nuestra idea del asunto va cambiando y metemos otro tipo de cosas suponiendo que son similares. De vez en cuando buscamos algo y no lo encontramos: se ha disuelto como papel en agua. Aparecen fragmentos de esto y de lo otro, amasijos sin orden ni concierto. Si hay suerte rescatamos la mayor parte de lo que buscamos, pero nunca todo; seguramente está, nadie ha metido mano, pero a saber donde, mezclado con qué, integrado o disuelto donde no iba, a donde fue a dar, en donde quizá se siente más a gusto, a donde lo llevaron las sabias leyes metafísicas que tienden a un cosmos bien distinto al vulgar y limitado orden del que nosotros somos capaces.

Los cajones no sirven de nada, a menos que se quiera dar con el caos de uno mismo que es el cosmos misterioso que acecha cuanto escapa a nuestra vigilancia.

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La mejor forma de respetar al lector es olvidarse de él sin despreciarlo. La crisis creativa no existe, es flojera, depresión, falta de hábito, insuficiencia de herramientas, distracción mundana y hasta desencanto terminal. No existe escritor alguno que no pueda ponerse en este momento a llenar miles de cuartillas acerca de cualquier cosa. Y si existe no es escritor. Otra cosa es publicar y apechugar con la crítica o la indiferencia. El escritor preocupado por estos asuntos puede dar en complacer al lector —o al crítico o al editor— y escribir lo que su limitada imaginación le hace creer que espera la veleidosa ambición de sus lectores. No le va a atinar, desde luego, o sí y es peor. No hay mayor falta de respeto al lector que suponer que se sabe lo que el lector espera y escribir desde esa perspectiva echando a algún cajón la propia estética y los impulsos que hicieron al lector acercarse al escritor.

Esa pretensión se llama voluntad de estilo y es el resultado de un éxito que se quiere conservar a toda costa, incluso convirtiendo el ejercicio de la escritura en un martirio.

Otra forma de respetar al lector es evitar escribir cuando uno anda con ínfulas de genio o con ambiciones más allá de una pieza bien lograda. Se parece a lo otro pero es más feo y también más subjetivo. Y lo es porque lo único peor que estacionarse en un estilo para preservar buena crítica, lectores fieles y nichos mercantiles, radica en la sutil diferencia entre cultivar un estilo para chapotear en él o buscarlo con desesperación, de intento en intento, haciendo del lector el conejillo de indias.

El respeto al lector empieza, pues, por olvidarse de él y olvidarse de uno mismo. Cada cual en distinto cajón, claro está. Cajones que no deberían existir, que lo confunden todo y que sólo son la antesala de la basura. Pasa que no parece razonable respetar al lector echándole a la basura y echándose uno mismo en ella. Entonces queda ir juntos al cajón de cosas archivadas, ese cajón del que sólo sale alguna cosa, y muy de vez en vez, mezclada y confundida, convertida en un amasijo correspondiente al cosmos de cierta metafísica que desdeña nuestro caótico orden existencial.

Acaso el respeto al lector consiste en olvidarlo para quizá encontrarlo más tarde, fundido con nosotros mismos y muchas otras cosas que inexplicablemente están ahí, sin orden ni concierto, disueltos como papel en agua. Y después, mucho o poco después, hallarnos colocados a secar ahí a mano, a ver qué formas imprevistas adoptarnos, qué cosa terminamos siendo, a qué cajón nos corresponde ir a dar, ya juntos y fundidos.

Cuestionario Heterónimo: Ricardo Coler

Ricardo Coler contestó algunas preguntas que le hicimos a propósito del Premio Heterónimos, y en el camino nos contó, entre otras cosas, cómo lee y qué busca en un ensayo.

Ricardo Coler

1. ¿Cuánto leés por día?, ¿tenés algún régimen o programa de lectura? ¿Dónde leés?

Tengo varias  formas de leer: organizada y en grupo; cuando leo para escribir y eso no incluye sólo el material para  investigar, hay algunos autores que cuando los lees te dan ganas de escribir. Es algo parecido a afinar un instrumento, para mí son lecturas fundamentales.

Me resulta más atractivo escuchar un libro que escuchar música así que no reniego de la tecnología que no reemplaza a la lectura tradicional sino que suma. Y por supuesto la lectura del sillón y  la lámpara de pie. Un dato más, puedo pasar algunos periodos en los que no leo absolutamente nada.

2. ¿Cómo leés? ¿Subrayas, anotás, marcás páginas?

Solo si el libro es mío, eso me evita nuevos enemigos. Si es mío y no tengo que compartirlo  marco y subrayo con birome.

3. ¿Qué buscás a la hora de leer una ensayo?

Depende, puedo buscar información, otro punto de vista o que cambie mi manera de pensar

4. ¿Tenés alguna manía a la hora leer?

Las generales, no tengo una manía particular para leer.

5. ¿Qué decide que un ensayo sea un buen ensayo?

Que diga algo nuevo y que lo sustente. Eso no significa que me interese pero que no me interese  no  lo desacredita.

6. ¿Qué hay que tener en cuenta a la hora de emprender un ensayo?

El tema te tiene que entusiasmar, darte mucha curiosidad. Eso es lo que va a permitir hacer un recorrido. Si el objetivo es ser reconocido o cumplir con una regla vuelve el intento bastante más complicado y mucho más árido.

Espiral

Si el ensayo literario se vale de palabras, dice Carlos Grande, el videoensayo se sirve de imágenes y, sobre todo, del modo en que ordena esas imágenes. El texto que les dejamos es una presentación a Espiral, un ensayo hecho de imágenes, un cuestionamiento sobre la muerte y sus alcances, un videoensayo de Héctor Ibarra.

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https://vimeo.com/115362014#at=1

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Breves notas sobre lo que entendemos por videoensayo, por Carlos Grande.

No se trata de saber cómo elaborar engorrosas y apuradas respuestas que sirvan como paliativo para la curiosidad del ensayista. Ante todo, aquel ser extraño que no se conforma con la realidad y es capaz de poner en tela de juicio desde los temas más nimios hasta los más complejos —divagaría sobre la minucia convirtiéndola en arte—, haría precisamente eso: preguntar y navegar por digresiones que no tendrían nunca la intención de acabar y asombrarse durante el proceso.

Para este propósito, el ensayista se había servido de las palabras; pero con el advenimiento del cine, el Ensayo Literario vio posible otra manera de plasmarse: a través de imágenes. Así fue como nació el videoensayo. El ensayista fílmico reflexiona al igual que el literario, pero lo hace mediante imágenes dispuestas de cierta manera para causar un efecto en el espectador. «¿Cómo mostrar las imágenes?» correspondería a «¿Cómo formular las preguntas correctas?». El ensayista literario se vale de palabras; el fílmico de imágenes —y aunque éste podría usar una voz en off o distintas clases de sonido durante el video-ensayo, lo importante sigue siendo cómo mostrar las imágenes y eso implica cómo disponer de ellas, cómo conectarlas y entrelazarlas: un continuo pensar y transformar durante la película.

Todo lo anterior lo podemos observar en el siguiente videoensayo de Héctor Ibarra y el cual nos da gusto presentarles: Espiral. ¿Qué es la muerte? Uno de esos temas inacabables del ser humano que, más que exigir las mejores respuestas, exige las mejores preguntas. El autor se hace estos cuestionamientos, como hemos dicho hasta ahora, a través de imágenes que, más que delatar y representar una realidad, nos hacen vivirla y sentirla y preguntarnos acerca de las personas y lugares que ahí vemos. ¿Cómo se vive la muerte? ¿Los muros y los cementerios son capaces de guardar las lágrimas causadas por las partidas? Una extraordinaria conjunción de la imagen con la voz en off nos llevará a lugares inusitados de nuestra mente. Finalmente y como diría Chesterton: no dejemos a los ojos descansar. Divagar con palabras. Divagar con imágenes.

El pensamiento propio

¿Vale la pena citar? Enfrentado a esta pregunta y a sus posibilidades, Marco Ornelas se hace preguntas acerca de el pensamiento y sus formas. ¿Existe el pensamiento propio? En todo caso, ¿qué es eso: tener un pensamiento propio? Su respuesta parte de la herencia. Pocos hombres, dice, pudieron generar un sistema propio de ideas, un discurso.

En filosofía ―como en el mundo de la discusión teórica― no existe a la fecha un Rimbaud del pensamiento. La poesía puede jactarse de haber tenido en sus arcas a un gran artista pese a su juventud. Es cierto, sólo en algunos casos excepcionales los jóvenes —y los no jóvenes— han tenido hallazgos con el pensamiento. David Hume publicó su Tratado de la naturaleza humana a los veintiocho años de edad, y Schelling a los veinte era ya doctor en teología y filosofía. Pero Kant terminó de escribir su tríada filosófica a los cincuenta y siete años de edad. Es evidente: el pensamiento madura con lentitud. El joven poeta Rimbaud, sin embargo, a los veinte años de edad dejaba huérfana a su literatura y la inmortalidad la acogía como una de sus hijas predilectas. La gestación de las ideas del hombre va a paso senil y doloroso. Es complicado pensar y repensar. A Karl Marx le llevó toda su vida esculpir su sistema, el materialismo dialéctico.

¡Es pesado pensar, ah de la vida!1

Hay filósofos que se quedaron deambulando en los senderos del pensamiento. Nietzsche, por ejemplo, nunca encontró el camino de regreso a la lucidez. A las ideas hay que sembrarlas, regarlas y dejar que den frutos. El fruto maduro es el más degustable siempre. ¿Qué le queda al joven que intenta pensar por sí mismo —o lucubrar su discurso? ¿Callarse, acaso?

Recuerdo que hace no mucho tiempo sostenía una discusión con otros escritores, y citaba a ciertos filósofos; en eso, una autora que participaba en aquel debate me inquirió violentamente: “Tú siempre citas, ¿qué no tienes un pensamiento propio?” “¿Qué es un tener un pensamiento propio?”, le respondí. En ese momento ella no supo bien qué responder y sólo contestó: “Pensar por sí mismo”. Después de aquella discusión, reflexioné sobre el problema tan grande que para muchos implica que alguien cite. La conclusión a la que llegué es la siguiente.

Pensamiento propio, ¿qué significa tener un pensamiento propio —o discurso? ¿Quiénes son los hombres que han tenido un pensamiento propio —o que han elaborado su propio discurso?

Según el diccionario de la RAE, “propio” significa que es sólo de una persona y de nadie más, que es característico de alguien; que le pertenece únicamente a él. De lo anterior puedo concluir que el “pensamiento propio” es aquel que sólo le pertenece a un pensador; que ese conjunto de ideas únicamente son de él, y que las influencias de ideas de otros pensadores le han servido para recrear de manera tal las suyas que ya sólo le pertenecen a él. ¿Y quiénes son esos hombres? Por mencionar algunos ―que bien pueden ser ejemplo―: Heráclito y su devenir; Parménides y el principio de identidad; Sócrates y su mayéutica; Platón y las ideas innatas; Aristóteles y el hilemorfismo; san Agustín y la teoría de la iluminación; Descartes y su inmanencia; Leibniz y la monadología; Kant y sus críticas; Hegel y el absoluto; Comte y su positivismo; Husserl y la fenomenología; Bergson y su evolución creadora, entre otros pensadores verdaderamente con ideas propias. De ahí en más, todos los demás vivimos como huéspedes de las ideas ajenas. Vivimos de las ideas generacionales y culturales; vivimos de las ideas heredadas. Piénsenlo bien y concedan el beneficio de la duda.

Samuel Ramos y Octavio Paz se atrevieron a cuestionar si verdaderamente hay un pensamiento mexicano y si existe una filosofía auténtica mexicana.

Es verdad, han existido y existen en nuestro país grandes hombres de ideas, tenemos el caso de Francisco Javier Clavijero, Justo Sierra, Gabino Barreda, Antonio Caso, José Vasconcelos y Emilio Uranga, por mencionar sólo algunos. Aunque tampoco podemos negar que todos ellos se alimentaron fuertemente de ideas occidentales, de filósofos europeos. En nuestro país gran parte de la gente vive de las ideas heredadas del clero español católico, y la otra pequeña minoría vive también de la tradición liberal heredada del viejo continente. Por ejemplo, hoy en día, las ideas de los antiguos sabios orientales son un boom.

Por lo anterior, pregunto de nuevo: ¿Qué le queda al pensador joven ―y al no tan joven? ¿Callarse, acaso? ¿Y si será inauténtico citar? Como he tratado de mostrar, no se puede manejar a la ligera lo de tener un “pensamiento propio” pues son pocos los que han elaborado un discurso auténtico. Así, ¿es inauténtico citar? Considero que no, que es mucho más inauténtico no citar, por no saber la fuente (de su dicho) y pretender tener un “pensamiento propio”, sin percatarse de que todo el bagaje de esas ideas ha sido producto de la herencia, del momento histórico y de la endoculturación televisiva. Hay que decirlo, sólo pocos pensadores excepcionales han elaborado discurso. El pensador joven bien puede construir su conjunto idiomático, con cimientos sólidos, apoyándose en los grandes hombres de ideas. Quizá lo que le dará autenticidad al pensador joven será la elección. Elegir, por ejemplo, entre el idealismo kantiano o el raciovitalismo; entre la dialéctica hegeliana o el existencialismo. Con la elección dibujamos nuestro paisaje personal. Para elegir hay que conocer, mirar hacia la montaña gigante de las posibilidades y decidir. El que no conoce no puede refutar. La apuesta corona bellamente al ser. Y si del grande mar de las ideas no ha emergido todavía el Rimbaud del pensamiento, ¿qué le queda al joven reflexionante? Estudiar y conocer los diferentes caminos del pensar. Cimentar sus ideas en pensadores inmortales; elegir conscientemente un camino del pensar y no ser producto de la endoculturación inauténtica. ¿Callarse y no pensar, acaso? Nada de eso: ensayar, escribir y aclarar sus ideas sin ufanarse de poseer ya un “pensamiento propio”.

Nota
1 Parafraseo a Francisco de Quevedo, los versos del poema “Cuán nada parece lo que se vivió”: “Ah de la vida”… ¿Nadie me responde?/ ¡Aquí de los antaños que he vivido!/ La Fortuna mis tiempos ha mordido;/ las horas mi locura las esconde”.

La trampa del ensayo

A la definición clásica de Alfonso Reyes, que ve en el centauro una metáfora sobre el ensayo, Jesús Silva-Herzog Márquez contrapone la propuesta de Chesterton: el ensayo como una serpiente -sutil, sugerente. Así, en «La trampa del ensayo» habla sobre la inconclusividad del género, que no agota sus temas.

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¿Será el ensayo siempre una trampa? ¿Una manera de bordear el mundo sin acceder a él? ¿Una elocuente evasión? El ensayista se entrega a las orillas: no intenta demostrar nada, apenas mostrar. El ensayo es la fuga de la tangente: rozar el globo y huir. El entendimiento es un reconocer los límites, dice Montaigne en su ensayo sobre Demócrito y Heráclito. El paseante no se empeña en sujetar el mundo. Su mirada se detiene en el fragmento. “Escojo al azar el primer argumento con que doy, porque todos los considero buenos por igual y nunca me propongo seguirlos enteros, ya que no veo el conjunto de nada. Entre las cien partes y caras de cada cosa, me atengo a una, ya para rozarla, ya para rascarla un tanto, ya para penetrarla hasta los huesos”. El ensayista juega al argumento, lo adopta por azar y sin firmar contrato con él. Tan pronto encuentra motivos para soltarlo, lo abandona. El ensayo roza y rasca. Punza también, pero su aguja penetra solamente un milímetro del cuerpo.

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01-ensayo

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Bien conocida es la descripción del ensayo como un centauro. Alfonso Reyes lo vio así, como el hijo mestizo del arte y de la ciencia. Un estilo y una inteligencia que forman parte de nuestra cultura moderna, “más múltiple que armónica”. Todo cabe en su jarrito, sabiéndolo desacomodar. La divagación, es decir, el desorden, adopta pose de método. Meneo: brinco, retroceso, giro. Sin itinerario, el ensayista sigue el capricho de sus antojos. Un centauro fue también el padre del ensayo. La inteligencia de Montaigne fluía en el trote de su caballo. Su sueño era vivir montando: “mejor pasaría yo la existencia con el trasero en la montura”. El jinete sale de su escondite en la torre para pasear: sabe bien de lo que huye pero no tiene idea de lo que busca.

En otra criatura pensaba Chesterton cuando pensaba en el ensayo. No venía de la mitología pero estaba cargada de símbolo. El ensayo, dijo, es una víbora. Su desplazamiento es líquido: ondulante, ágil, peligroso. “El ensayo es como la serpiente, sutil, graciosa y de movimiento fácil, al tiempo que ondulante y errabundo”. El enorme católico advertía, por puesto, otro elemento de la serpiente: ser el animal de la tentación. Ensayar es probar, sugerir, tentar. La serpiente atrae a su víctima. Para engullirla ha de seducirla primero. Chesterton pinta con esa imagen al ensayo como el engañoso arte de la irresponsabilidad. La víbora, desprovista de garras y de tenazas parece un hilo de aire que juega inocentemente en la arena. Es, en realidad, una bestia mortífera que puede devorarnos de cuerpo entero. El ensayo: arte de la evasión, estafa.

Sigamos con Chesterton: el ensayista se escuda en la naturaleza de su oficio para rehuir la responsabilidad de sus palabras. Anuncia que no lo sabe todo y que apenas esboza conjeturas. Esto puede ser cierto y puede no serlo. Así, el ensayista necesita convertir a su lector en cómplice; imponerle su código de alusiones, eufemismos, esbozos e insinuaciones. Ahí está el peligro que advierte el ortodoxo: si el ensayista trata de asuntos sociales lo hace con el permiso de no ser sociólogo. Si menciona a Darwin, enfatizará su ignorancia de las ciencias biológicas. Soy ensayista, no presento una conclusión, tan sólo sugiero un enfoque. Que no hay que leerlos a la letra nos advierten siempre. Aficionados que denuncian el encierro de los especialistas, los divagadores se deslindan de su idea tan pronto la presentan.

El vicio del ensayo, escribe Chesterton, es el vicio de la modernidad. El hombre medieval no pensaba sino para concluir. Partía de una certeza para llegar a otra. Los doctores medievales adoptaban una tesis y se dedicaban a probarla. Sólo entonces soltaban la pluma. El hombre moderno piensa para pensar y no se siente obligado a llegar a una conclusión. Son los medievalistas contemporáneos los que concluyen, los que se comprometen a demostrar la solidez de su argumento, los que presentan sus ideas en forma de tesis. La víbora siempre se sale por la tangente.

Borges: el ensayo como argumento imaginario

A partir de «La flor de Coleridge», José Miguel Oviedo analiza en este artículo la indefinición genérica en Borges, la frontera siempre difusa que existe, en sus textos, entre el cuento y el ensayo. La libertad interpretativa que el autor confiere al lector, dice Oviedo, unida a la potencia imaginativa de su obra, son la clave para entender esta indefinición.

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Al Borges ensayista le debemos por lo menos dos cosas: la incorporación de un enorme repertorio de autores y obras que de otro modo habrían permanecido ajenos a nuestra tradición literaria, y el arte de razonar, alrededor de ellos, con argumentos que estimulan la libertad de nuestra imaginación. Ésas son precisamente dos de las mayores cualidades a las que puede aspirar un ensayista, cuya tarea es pensar y enseñar a pensar por cuenta propia.

Lo curioso es que, si uno revisa la producción ensayística de Borges, que comienza, muy poco después de iniciarse como poeta, con el primer volumen de Inquisiciones (1925) —que él excluiría sistemáticamente de sus Obras completas—, podrá comprobar que casi no hay libros orgánicos o extensos en ella, y que está compuesta básicamente por textos muy breves, modestos comentarios de lecturas, simples reseñas, prólogos y otras piezas ocasionales. Es decir, casi todo sugiere la presencia de un ensayista que quería ser visto sobre todo como un diligente lector, no como un ambicioso pensador. A Borges le importaba poco aparecer como un escritor «original»; prefería ser visto como alguien que reflexionaba con discreción, sólo guiado por el afán de comunicar el mismo placer que había experimentado al recorrer ciertos textos. Ésa era su justificación para apropiarse —mediante la lectura y la escritura— obras ajenas y hacerlas suyas en un grado que sólo ahora, gracias a las modernas teorías sobre la función del lector y la creación del sentido textual, podemos entender en todos sus alcances. En su «Nota sobre (hacia) Bernard Shaw», incluida en Otras inquisiciones (1952)1 —que puede considerarse su libro medular de ensayista, pese a que su contextura no difiere mucho de los otros—, Borges afirma algo cuya radical novedad pocos advirtieron entonces:

La literatura no es agotable, por la suficiente y simple razón de que un solo libro no lo es. El libro no es un ente incomunicado: es una relación, es un eje de innumerables relaciones. Una literatura difiere de otra, ulterior o anterior, menos por el texto que por la manera de ser leída: si me fuera otorgado leer cualquier página actual —ésta, por ejemplo— como la leerán el año dos mil, yo sabría como será la literatura el año dos mil. (158)

Esta concepción abriría más tarde caminos inéditos para el ejercicio literario entre nosotros; más concretamente: para el modo de pensar ese ejercicio, lo que tiene consecuencias directas sobre la práctica y la función del ensayo.

Esa idea permea por igual los géneros que cultivó Borges, todos ellos caracterizados por su brevedad; es bien conocida su paradójica relación con la novela, género del que fue un constante lector (y hasta traductor), pero que se negó «enérgicamente» (el adverbio es suyo) a cultivar. Es, en verdad, impropio hablar de «géneros» en el caso de Borges, porque continuamente escribió en los intersticios de ellos, creando ambigüedades y reverberaciones textuales que parodian los límites establecidos por la retórica entre esas categorías del discurso literario. Su obra puede verse como un conjunto de círculos concéntricos que se comprimen o expanden a voluntad, y en el que todo remite al centro que lo genera.

Borges es un virtuoso en la práctica de la cita interna, el eco de otra voz alojada en la suya, reiteración de ciertos símbolos y metáforas, reanimadas por leves variantes; esas variantes circulan de un texto a otro, emigrando de un poema para ir a parar a un cuento y reaparecer en un ensayo. En verdad, lo que hay es una constante operación de trasvase que se organiza como un sistema de extraordinaria coherencia y cuyo perfil todos reconocemos gracias a ciertas marcas lingüísticas, poéticas e intelectuales.

El centro del estatuto borgesiano está dado por la noción de invención, entendida ésta como la capacidad de crear ideas nuevas aun a partir de las más conocidas. Borges trabaja con arquetipos establecidos por la colaboración de muchos a través de los siglos: una cadena de préstamos y transformaciones que nos permite ver una vieja verdad desde otro ángulo, como si la hubiésemos formulado nosotros —o al menos nos deja jugar con esa hipótesis. Así, el lenguaje expositivo y analítico del ensayo incorpora los elementos de la ficción y los recursos de la metáfora poética. Sin duda, Borges es un escritor libresco, pero lo es de un modo también paródico: en la enorme biblioteca que nos dispensa su obra, los libros que ha inventado para burlar a los eruditos son elementos importantes, y no menos la presencia de su mayor ficción: ese fantasmal «Borges» que se inventa a sí mismo como creador y lector de todos esos libros.

Hay varios indicios de que uno de sus secretos propósitos era borrar las fronteras que separan el ensayo de la ficción. Por un lado, tenemos los cuentos que, como «Examen de la obra de Herbert Quain», «Pierre Menard, autor del Quijote» o «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», adoptan la forma de la nota bibliográfica, la necrología literaria o la especulación científica, más cercanas al campo ensayístico que al de la ficción. Se trata, en realidad, de cuentos que carecen de una línea argumental y de dos elementos fundamentales del lenguaje narrativo: la intriga y la evolución dramática de los personajes. Sin embargo, los leemos como «cuentos» porque se presentan como modelos del arte de imaginar y fantasear con las más extrañas y asombrosas posibilidades concebidas por la mente humana.

Inversamente, no pocos ensayos de Borges pueden ser leídos como relatos o alegorías cuya función «narrativa» es la de iluminar cuestiones estéticas o metafísicas. Un notable ejemplo de eso es «El acercamiento a Almootásim», que apareció primero como una de «Dos notas» en el libro de ensayos Historia de la eternidad (1936) y luego emigró a Ficciones (1944); es decir, el autor propuso dos lecturas distintas del mismo texto, facilitadas por su indefinición genérica.

Al plantear la argumentación intelectual como un vehículo para estimular nuestra imaginación y conducirla al reino de lo ficticio, Borges produjo un cambio cualitativo en el lenguaje y el propósito habituales del ensayo. En Otras inquisiciones hay un texto titulado «La flor de Coleridge» que trata uno de sus motivos favoritos: el de la creación literaria como un conjunto limitado de imágenes y formas que se despliegan en una serie infinita de distintas versiones, dentro de la cual se confunden el original y la copia o, mejor aún, no existe ni uno ni otra. En el mismo libro aparece otro texto sobre el autor inglés, cuyo título hace explícito su asunto: «El sueño de Coleridge»; en él vincula la actividad literaria a la onírica, lo que nos recuerda que el mundo puede ser también ilusorio. Aunque sólo nos ocuparemos del primero, conviene leerlos como textos a la vez paralelos y divergentes. Éste es un rasgo significativo del arte ensayístico de Borges: el examen de cualquier tema es continuo y circular, lo que justifica la presencia de notas y postdatas que revisan lo ya examinado.

Sus razonamientos suelen seguir un método paradójico cuyos pasos se adaptan a un esquema bastante reconocible: el planteamiento de una teoría o cuestión —de índole literaria, filosófica o intelectual— en principio problemática y difícil de aceptar; el resumen de las varias y discrepantes interpretaciones que esa cuestión ha tenido a lo largo del tiempo y los posibles errores que las invalidan; el examen de las alternativas que el asunto permite, incluyendo la suya; y la sospecha de que su nueva propuesta no está necesariamente exenta de alguna secreta falacia, lo que nos obliga a repensar todo otra vez.

Esto último es fundamental, porque deja al lector en libertad para pensar o imaginar lo que quiera, y confirma además la ironía y el escepticismo filosófico de Borges respecto de las leyes que rigen el conocimiento humano y su búsqueda de la verdad.

Varios de esos pasos aparecen en «La flor de Coleridge». El ensayo comienza con una cita de Paul Valéry que contiene una idea casi asombrosa: la de que la verdadera historia de la literatura no debería hablar de autores y obras, sino presentar «La Historia del Espíritu como productor o consumidor de literatura» (17). Aunque su punto de partida es una idea ajena, Borges inmediatamente la asimila a su sistema, agregando que la sorprendente teoría de Valéry en verdad tampoco es original: un siglo antes, el Espíritu, a través de «otro de sus infinitos amanuenses» cuyo nombre era Emerson, había observado que existía tal unidad entre todos los libros del mundo que bien podían haber sido redactados por un único «caballero omnisciente». Borges invoca aun a otro «amanuense» anterior, Shelley, quien señaló que todos los poemas son fragmentos de un solo poema infinito.

Sutilmente, el autor convierte una idea en principio insólita en una especie de constante del pensamiento humano, en parte de una tradición, lo que le permite jugar con otro de sus temas favoritos: el carácter siempre misterioso y sorpresivo de las fuentes literarias. Para realizar su «modesto propósito» (ibid.), presenta tres distintos textos que, al inicio, parecen tener poca relación entre sí. (En el pensamiento de Borges, los textos se conectan de modo insólito o anómalo, negando la cronología y a veces la lógica.) El primero es de Coleridge y contiene una posibilidad casi inconcebible: ¿qué pasaría si un hombre soñara que ha estado en el Paraíso, en prueba de lo cual le dan una flor, y descubriese, al despertar, que tiene esa misma flor en la mano?

De allí, el ensayista extrae una primera conclusión: la de que, en literatura, «no hay acto que no sea coronación de una infinita serie de causas y manantial de una infinita serie de efectos» (18). En el fondo, la flor es una alegoría que ha reaparecido en la literatura universal, muchas veces y bajo distintos ropajes, sobre los contactos, fascinantes o aterradores, de nuestro mundo con el más allá, que implica un viaje a lo desconocido y una contradicción de todas las evidencias de la realidad normal. En nuestra literatura, quizá uno de los ejemplos más conocidos sea el cuento «Lanchitas» (1878), de José María Roa Bárcenas (1827-1908), en el que un cura que asiste a un moribundo, deja olvidado su pañuelo en casa de éste y, cuando va a recogerlo, descubre que el lugar no ha sido habitado por largos años; es decir, ha estado en el mundo de los muertos y sólo tiene el pañuelo como prueba de que no ha soñado o no está loco.

El segundo texto que Borges invoca sobre el tema es The Time Machine (1894) de H.G. Wells, cuyo protagonista realiza un imposible viaje en el tiempo, específicamente hacia el reino del porvenir, del que trae una flor marchita. En este caso, la imaginación literaria converge con las teorías científicas que plantean la posibilidad concreta de realizar un viaje en una u otra dirección del tiempo. En años recientes, este tema ha dejado de ser mera especulación propicia para relatos de ciencia ficción o material para el cine de entretenimiento, para convertirse en motivo de seria reflexión científica. Físicos como el famoso Stephen W. Hawking han escrito obras que examinan esa posibilidad como parte de los problemas esenciales de la física moderna.

La clave para realizar ese viaje no parece estar en el uso de vistosas naves intergalácticas, sino en aparatos como el acelerador de eones y en el supuesto de que el universo es curvo. Sin embargo, pasar de la teoría a la práctica no es fácil, y exige la solución de cuestiones y paradojas que no son muy distintas de la flor de Coleridge o el pañuelo abandonado del cuento de Roa Bárcenas; por ejemplo, lo que los científicos han llamado «la paradoja del abuelo»: si un viajero del tiempo encuentra a su abuelo y lo mata, su existencia como nieto es lógicamente imposible. Todo esto, que Borges no podía haber previsto, demuestra que el movimiento de las ideas no es lineal. Igual que el universo según los nuevos físicos.

El tercer texto es The Sense of the Past, una novela inconclusa y poco conocida del «triste y laberíntico» (19) Henry James, cuyo héroe hace el viaje inverso al de Wells: regresa al pasado, exactamente al siglo XVIII. El móvil de ese retorno es un retrato que alguien ha pintado de él: pero en el siglo XVIII, en el que, por cierto, no existía.

De todo esto, Borges extrae una alarmante conclusión: «La causa es posterior al efecto; el motivo del viaje es una de las consecuencias del viaje» (ibid.). Con delicada ironía, el autor alivia el aparente escándalo de la teoría de que «todos los autores son un autor» (19-20) declarando que está respaldada por la visión clasicista para la cual «esa pluralidad importa muy poco» (20), lo que remite otra vez a la idea de Valéry que sirvió como impulso inicial de este ensayo.

La pieza se cierra con una observación que, nuevamente, parece insostenible, pero que Borges alcanzaría a demostrar de modo magistral: la de que quienes copian «deliberadamente» a otro autor, lo hacen «impersonalmente» porque «confunden a ese escritor con la literatura» (ibid.). Bien sabemos que la puesta en práctica de esa teoría del plagio como suprema o secreta creación es el relato «Pierre Menard, autor del Quijote«. Y así, el ensayo que termina siendo un brillante ejercicio de la imaginación se confirma por un relato que asume esa forma menor de la crítica que es —como dijimos al comienzo— la nota necrológica. La circularidad del arte borgesiano pone en el centro de todo el razonamiento imaginativo la libertad del lector para creer lo que quiera. ¿Acaso son otras las virtudes propias del género ensayístico?

Cuestionario Heterónimo: Germán García

Germán García es jurado del Premio Heterónimos de Ensayo, que va a estar recibiendo originales hasta el 17 de junio. Por acá, responde un pequeño cuestionario acerca de sus formas a la hora de leer. En cuanto al ensayo, a la hora de emprenderlo recomienda «que si hay que saber orientar también hay que saber desorientar». 


Germán García

1. ¿Cuáles son tus autores o libros preferidos?

Varían con los años y algunos permanecen de manera definitiva. Por ejemplo:

Leonor Pichetti, María Moreno, Pola Oloixarac, Leonor Curti, Margarita García Robayo, Graciela Avram.

Los pájaros del bosque, El affair Skeffington,  Las teorías salvajes, El mal transparente, Lo que no aprendí, Gloria.

Gombrowicz, Macedonio Fernández, J. L. Borges, Joyce, Kafka, Musil, Thomas Man, Onetti, Filisberto Hernández, y entre mis contemporáneos Ricardo Piglia, Alan Pauls, Libertella, Néstor Sánchez, Manuel Puig, Saer, Miguel Briante y algunos más.

Ferdydurke, Museo de la novela de la Eterna,  Ficciones, Ulises, El proceso, Tribulaciones del estudiante Torless, La montaña mágica, La vida breve, Nadie encendía las lámparas, La ciudad futura, Historia del dinero, El camino de los hiperbóreos, El amhor, los Orsinis y la muerte, La traición de Rita Hayworth, El entenado y Ley del juego.

2. ¿Cuánto leés por día?, ¿tenés algún régimen o programa de lectura? ¿Dónde leés?

Leo de manera regular en la cama por la noche, a la mañana en el bar donde me desayuno, en cualquier momento intercalado entre actividades, espera en un hospital, en un consultorio odontológico, en un viaje – taxi, remise, tren y avión.

3. ¿Cómo leés? ¿Subrayás, anotás, marcás páginas?

Subrayo, marco páginas, y escribo en los blancos.

4. ¿Qué buscás a la hora de leer un ensayo?

Depende del tema en el que esté trabajando, de la clase que tenga que dar y del placer que me cause determinado tema.

5. ¿Tenés alguna manía a la hora leer?

Sí, la manía de leer.

6. ¿Qué decide que un ensayo sea un buen ensayo?

Al margen de las diversas teorías sobre el ensayo, lo decisivo llegado el momento es el interés que causa sus temas.

7. ¿Qué hay que tener en cuenta a la hora de emprender un ensayo?

No olvidar que la paciencia tiene un límite, que si hay que saber orientar también hay que saber desorientar. Tampoco olvidar que la opacidad enigmática puede ser tan atractiva como la transparencia deliberada. Y tantas cosas más.

Cuestionario Heterónimo: Andrea Torricella

«Creo que una buena escritura puede, por sí misma, defender su relevancia». Esto nos decía Andrea Torricella, prejurado del Premio Heterónimos de Ensayo, cuando le preguntamos acerca de sus búsquedas dentro del género. Por acá, todas sus respuestas a nuestro pequeño cuestionario.

Andrea Torricella 1

1. ¿Cuáles son tus autores o libros preferidos?

Me gusta mucho leer, tengo autor*s preferid*s que sigo, pero disfruto mucho de los libros sobre estudios culturales, ciencias sociales, teoría social, filosofía, estudios de género, sociología, cultura visual.

2. ¿Cuánto leés por día?, ¿tenés algún régimen o programa de lectura? ¿Dónde leés?

Leo en cualquier lado. La cocina desierta a la mañana muy temprano me gusta para leer, en otros horarios más transitados también. Mi cocina con mate o té. En la cama no leo. Leo en mi escritorio. Leo en los cafés. Leo mucho porque mi trabajo es seguir leyendo y estudiando.

Tengo un régimen de lectura excelente, mejor dicho unos planes de lectura exhaustivos (léase pilas de textos, carpetas, downloads), pero nunca los cumplo. Me dejo llevar por la ansiedad, el gusto por lo que leo y el tiempo disponible (compatibilizar trabajo-familia entra por acá). Me gusta estar al tanto de cosas nuevas.

3. ¿Cómo leés? ¿Subrayás, anotás, marcás páginas?

Me encanta anotar, subrayar y usar resaltadores. Pero soy profesora, así que trato de cuidar los libros cuando los voy a compartir. Copio y tomo notas. Y pego papelitos, notas. Soy memoriosa. Me gusta el papel para leer, pero me voy adaptando y leo en otros dispositivos.

4. ¿Qué buscás a la hora de leer un ensayo?

Que sea una apuesta por la escritura, textos cuidadosos que manifiesten cierta preocupación por el que va a leer y cómo le va a contar aquello que quiere decirle. También me gusta la intertextualidad en los ensayos, que tenga algún anclaje con otras lecturas sin llegar a la erudición que deben tener los textos académicos. La relevancia del tema también es algo que busco, pero aprendo leyendo, así que creo que una buena escritura puede , por sí misma, defender su relevancia.

5. ¿Tenés alguna manía a la hora leer?

No, no tengo manías. No tener frío. Que no haya ruidos muy molestos.

6. ¿Qué decide que un ensayo sea un buen ensayo?

La escritura, sin duda.  Que los argumentos sean precisos. Que sea original.

7. ¿Qué hay que tener en cuenta a la hora de emprender un ensayo?

Creo que es fundamental haber leído ensayos, estar familiarizado con el estilo. Estilo que es bastante amplio, pero al menos creo que es importante haber pensado en un estilo de ensayo, trabajar mucho sobre la forma. Estudiar también el tema, saber del tema.

Cuestionario Heterónimo: Leticia Paolantonio

Leticia Paolantonio es profesora universitaria en artes visuales, coordinadora del taller Arte Andarín y comité de lectura del Premio Heterónimos de Ensayo. Cuando le preguntamos qué recomienda a la hora de empezar un ensayo, sugiere poner cuidado sobre la forma, la estructura y los métodos más acertados. Por acá, sus respuestas a nuestro cuestionario heterónimo.

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Leticia Paolantonio

1. ¿Cuáles son tus autores o libros preferidos?

Soy muy admiradora de Loris Malaguzzi, pedadagogo, del que leí sus textos y profundicé mucho más su lectura a través de Alfredo Hoyuelos, su amigo, que tiene varios libros publicados haciendo un análisis exhaustivo de las Escuelas de Reggio Emilia. Son esos textos que los lees una y otra vez y te abren la cabeza, te hacen replantearte cosas, funcionan como  disparador para intentar nuevas prácticas.

En relación a la teoría del arte, Umberto Eco. De él me gusta lo claro y complejo que puede ser cuando escribe. Específicamente Historia de la Belleza e Historia de la Fealdad son excelentes resúmenes para entender la Historia del arte y la transformación del concepto de la estética a través del tiempo.

2. ¿Cuánto leés por día?, ¿tenés algún régimen o programa de lectura? ¿Dónde leés?

Soy muy irregular con la lectura. Me voy dejando llevar por las ganas y el entusiasmo, aunque esto implique leer varios a la vez, terminar antes el que empecé a leer después y abandonar los que no me aportan. Me doy esos permisos.

3. ¿Cómo leés? ¿Subrayás, anotás, marcás páginas?

Anoto y subrayo SIEMPRE con lápiz. Mi método más reciente es que a algunas citas les saco foto y las tengo en una carpeta de mi computadora.

4. ¿Qué buscás a la hora de leer un ensayo?

Que enriquezca mi mirada sobre el tema. Que me aporte otra perspectiva. Que me sorprenda y me haga repreguntarme sobre lo que sé y lo que hago. Que me provoque.

5. ¿Tenés alguna manía a la hora leer?

Creo que ninguna.

6. ¿Qué decide que un ensayo sea un buen ensayo?

Que aporte algo nuevo, que nos haga pensar. Que tenga un análisis propio.

7. ¿Qué hay que tener en cuenta a la hora de emprender un ensayo?

Investigar  lo dicho sobre el tema para no caer en repeticiones. También plantearse a quién va a estar dirigido. A qué público, con qué intención. Y en base a eso elegir la forma, estructura y métodos que nos parezcan más acertados.

Cuestionario Heterónimo: Lucas Misseri

Lucas Misseri es parte del comité de lectura del Premio Heterónimos de Ensayo, y estuvo contestando algunas preguntas que le hicimos a propósito del concurso. «La lectura», dice, «forma parte de mi vida de un modo integral y atraviesa casi todas las esferas de ella. Leo por trabajo y leo por placer. Leo para entender y leo para escribir.» Por acá, todas sus respuestas.

Lucas Misseri

1. ¿Cuáles son tus autores o libros preferidos?

Esta es una pregunta que me he hecho a mí mismo muchas veces. Tengo dos respuestas posibles: una diacrónica y una sincrónica. En términos más sencillos, una por las etapas significativas de mi vida y otra por el conjunto.

La primera tríada diacrónica la componen las historietas de Ásterix de Goscinny y Uderzo, los Cuentos de la Selva de Quiroga y las Aventuras de Sherlock Holmes de Conan Doyle. Si bien pasan los años, esos tres textos siguen evocando bellos recuerdos en mi mente.

En segundo lugar, mi tríada sincrónica la constituyen tres autores a los que he vuelto en varios momentos de mi vida y que, tras muchas lecturas, los siento como viejos “amigos”. Estos son Platón, Milan Kundera y Amélie Nothomb.

Si me pongo a pensar en libros en lugar de autores estaría tentado de incluir República de Platón, Utopía de Tomás Moro o Los Viajes de Gulliver de Swift. No obstante, si pienso qué único libro me llevaría a una isla desierta (en la que no hubiera electricidad), éste sería un diccionario enciclopédico. Desde muy chico disfrutaba hojeando miles de nombres desconocidos, países exóticos, etnias del pasado y conceptos que me permitieran viajar con la imaginación.

2. ¿Cuánto leés por día?, ¿tenés algún régimen o programa de lectura? ¿Dónde leés?

Nunca se me ocurrió cuantificar cuánto leo por día pero sí por año. Desde los trece años (hoy tengo treinta y dos) llevo un registro de todos los autores que he leído. Al momento de responder esto llevo leídos 1261 autores distintos de 76 países diferentes, o sea un promedio de 78 autores nuevos por año.

La lectura forma parte de mi vida de un modo integral y atraviesa casi todas las esferas de ella. Leo por trabajo y leo por placer. Leo para entender y leo para escribir. Por cada artículo breve que escribo leo una gran cantidad de textos. A veces es necesario leer en detenimiento una sola fuente, pero incluso cuando es así leo también comentaristas y rivales del autor en el que estoy interesado.

En cuanto al lugar de lectura, mi mujer dice que tengo un don y es el de poder leer en cualquier lado. No sé si es tan así, pero he comprobado que al momento de leer es como si el mundo a mi alrededor se detuviera o se viera cubierto por un gran muro silenciador. Esto me permite, por ejemplo, leer en cualquier medio de transporte. Hasta llegué a leer caminando, pero no lo recomiendo, para eso son mejores los audiolibros.

3. ¿Cómo leés? ¿Subrayás, anotás, marcás páginas?

Antes de iniciarme en la investigación solía tener una veneración sacrosanta por las hojas del libro. Me angustiaba ver cómo la gente no sólo escribía sobre ellas sino hasta las doblaba en lugar de usar señaladores. No obstante, eso cambió exponencialmente.

Ahora, leo escribiendo. Esto implica marcar, subrayar, dibujar, hacer redes, escribir palabras claves, etc. Mis lecturas se dividen entre libros tradicionales y digitales. Si son textos para el trabajo casi siempre les hago una pequeña ficha con referencias, y algunas citas destacadas. Si el libro me parece especialmente relevante intento añadir un breve resumen de por qué es relevante.

4. ¿Qué buscás a la hora de leer una ensayo?

Una idea motivadora y una exposición clara pero a su vez libre.

¿Qué quiero decir con esto? En principio, que tras leer el ensayo mi visión del mundo se haya visto o desafiada o enriquecida, o ambas. Con “forma clara pero a la vez libre” quiero decir, que el autor me invite a pensar su idea de un modo simple, pero sin que por ello se limite a alguna forma o canon estricto. El balance puede ser difícil, si uno lee los primeros ensayos de Montesquieu o Bacon encuentra dos estilos interesantes que apelan a una mezcla entre tradición, experiencia personal y nuevas ideas. Ese balance es muy difícil de encontrar, pero ahí radica el desafío que lo hace interesante.

5. ¿Tenés alguna manía a la hora leer?

Llevar un registro de las lecturas es algo que se fue convirtiendo un poco en una manía. Por un tiempo deseaba no repetir autores, o incluso no repetir lecturas. Luego me di cuenta que eso dañaba mi formación así que lo suprimí y me permití releer autores que me gustaran o me parecieran especialmente relevantes.

Mi última manía es forzarme a leer lo más que pueda en otros idiomas. Al momento sólo puedo leer en inglés, francés e italiano con una baja dificultad y estoy intentando dar mis primeros pasos con el alemán. Esto último es frustrante y motivador al mismo tiempo. Frustrante porque el tiempo de lectura es extensísimo, motivador porque cada nueva relación entre palabras es una fiesta. Por ejemplo, cuando aprendí que en alemán si alguien se despide por teléfono no dice auf Wiedersehen (hasta que nos volvamos a ver) sino auf Wiederhören (hasta que nos volvamos a escuchar), estuve contento una semana entera.

6. ¿Qué decide que un ensayo sea un buen ensayo?

Es una pregunta complicada, creo que intenté dar algunos criterios cuando respondí a qué espero de un ensayo. Quizás mis expectativas en ese caso fueron muy altas, porque lo que espero de un ensayo es que sea bueno.

Ahora bien, hay un aspecto subjetivo en mi anterior respuesta. Por eso podría intentar pensar aquí un aspecto sino objetivo al menos intersubjetivo. Creo que hay tres factores clave: uno formal, uno convencional y uno epocal.

El aspecto formal se refiere a que el ensayo esté escrito correctamente. Esto implica ausencia de faltas de ortografía, puntuación adecuada y una organicidad interna. Esto es, una cierta coherencia interna en lo que se está diciendo de principio a fin. No importa que haya excursus, siempre y cuando el propio autor se dé cuenta de que los hay. En caso contrario, esas interferencias o “ruido” pueden impedir que se escuche la voz del autor.

El aspecto convencional tiene que ver con el hecho de que los lectores, y en el caso de un concurso, los jurados, tengan alguna clase de criterio común. Esto puede ser garantizado por la formación de los mismos, la exposición a estímulos culturales afines, o incluso por consignas claras por parte de los organizadores.

El aspecto epocal es el de los lectores en general e implica que el ensayista tenga una conciencia de su propia época. Esto quiere decir, que sea consciente de los discursos que permean su tiempo, de las necesidades o al menos de las convenciones vigentes – no importa si es para cumplirlas o romperlas.

Encuentro que estos tres aspectos permiten que un ensayo sea considerado bueno en un tiempo determinado. Pero esto no garantiza que lo sea por siempre, lo mismo que aquellos no considerados buenos hoy pueden ser los buenos de mañana – por el aspecto epocal de la valoración.

7. ¿Qué hay que tener en cuenta a la hora de emprender un ensayo?

Creo que hay dos preguntas que pueden ser orientadoras, aunque no me considero a mí mismo un ensayista sino un mero lector. Estas dos preguntas son: Primero ¿qué quiero decir? Esto es, la motivación entre el autor y su texto a la que me referí como “la idea”. Segundo, ¿puede alguien además de mí entender lo que estoy escribiendo? Ésta se refiere a la compleja relación entre claridad y libertad que mencioné arriba.

En fin, creo que cualquiera que se plantee estas dos preguntas con sinceridad tendrá éxito a la hora de escribir un ensayo interesante. De los tres factores que antes referí dependerá si es bueno o no.