Cuestionario Heterónimo: Michelle González Amador

Michelle González Amador estuvo contestando algunas preguntas que le hicimos a propósito del Premio Heterónimos de Ensayo, del que es prejurado, y nos contó qué y cómo lee, y qué espera de un ensayo. Cuando leo libros de poesía, dice, dejo siempre un marcador en mis poemas favoritos, para después volver a ellos cuando estoy en el humor.

Michelle González Amador

1. ¿Cuáles son tus autores o libros preferidos?

No puedo decidirme por un libro favorito. Para mí, como me imagino para muchas otras personas, los libros favoritos cambian dependiendo del humor, o la etapa que está viviendo uno. Lo que sí puedo es nombrar algunos autores a los que siempre regreso: Amin Maalouf, que escribe mucho sobre la vida de los expatriados en sus novelas. Julio Cortázar, que sin embargo sólo puedo leer en ciertos momentos y nunca cuando estoy triste de entrada. J.K. Rowling, porque empecé a leer con Harry Potter, y le tengo mucho cariño a la historia. Salvador Novo y Octavio Paz, compatriotas míos y poetas que no me canso de leer. Y, dejando de lado la literatura convencional y moviéndonos al sector académico, Daniel Kahneman – psicólogo cognitivo, y Richard Thaler – economista conductual. Además, hay una serie de autores que se me vienen también a la mente, Kundera, R. Bolaño, Yeats, P. Pullman, Tolkien, Mallarmé, Shakespeare… de todo.

2. ¿Cuánto leés por día?, ¿tenés algún régimen o programa de lectura? ¿Dónde leés?

No suelo armarme un programa de lectura, ni tengo un lugar designado, lo que sí es que mi lugar favorito para leer es en casa, en el sillón, y con el tocadiscos al lado. Me dedico a la investigación, así que paso gran parte del día leyendo textos académicos, pero por las noches suelo darme una hora o dos para leer cosas ligeras, antes de dormir.

3. ¿Cómo leés? ¿Subrayás, anotás, marcás páginas?

Depende mucho de lo que esté leyendo, y en qué idioma. Para los textos académicos, hay que subrayar y hacer notas, eso no se discute. Cuando leo libros de poesía, dejo siempre un marcador en mis poemas favoritos,  para después volver a ellos cuando estoy en el humor. Cuando leo en inglés, casi siempre anoto frases que me parecen simpáticas. Disfruto mucho de esa lengua. Y cuando leo en francés – novelas, por ejemplo – siempre tengo una libreta donde anoto las frases o palabras que no conozco, para no detenerme a buscarlas en el diccionario ese momento.

4. ¿Qué buscás a la hora de leer una ensayo?

De un ensayo, espero que se tenga un objetivo claro. Pero sobre todo, me gusta cuando tienen el método bien desarrollado. Es decir, saben qué es lo que están investigando, y qué camino van a usar para buscar responder su pregunta. Muchas veces tendemos (y me incluyo) a perdernos en nuestras propias ideas y no definimos claramente qué es lo que queremos explicar en el ensayo. A ver, todas esas ideas tienen el potencial de ser un gran diálogo, sí, pero no ayudan a explicar de manera directa la idea del ensayo. Terminamos por responder muchas otras preguntas, y contar historias, sin terminar por explicar lo que al principio nos preguntamos. En pocas palabras, me gustan los ensayos con una estructura clara. Da gusto leer eso, lo claro, lo directo.

5. ¿Tenés alguna manía a la hora leer?

No sé si es manía, porque me parece muy normal, pero me cuesta mucho trabajo leer sin música. Si no estoy en casa – con el tocadiscos que mencioné antes –  generalmente cargo con mi reproductor de música y unos audífonos. Incluso si estoy en un café que tiene música de fondo, prefiero escoger yo los tonos que van a animar mi lectura.

6. ¿Qué decide que un ensayo sea un buen ensayo?

Como dije antes, un buen ensayo se caracteriza por su estructura. Tan simple como tener una pregunta o un tema a desarrollar, darle una introducción (¿qué se sabe al respecto, por qué hay que hablar del tema?), después desarrollarlo (en esta sección los que hacemos investigación cuantitativa explicamos qué modelo usamos, qué datos, y qué es lo que los datos nos están diciendo), y concluirlo (y esta es la parte en la que muchas veces nos perdemos, porque dejamos preguntas abiertas y queremos agregar más ideas, cuando la idea es cerrar el tema: hablamos de tal, vimos esto sobre tal, eso va (o no) de acuerdo a lo que sabíamos antes del tema, a la hipótesis inicial, etc., fin).

7. ¿Qué hay que tener en cuenta a la hora de emprender un ensayo?

Creo que si se va a escribir un ensayo, lo más importante es saber que se tiene algo que decir al respecto. Más allá de conocer sobre el tema, y tener una postura definida, se debe de haber pensado un poquito en las consecuencias y las implicaciones del tema, y se debe haber pensado en qué se quiere hacer con el tema.

Ráfagas sobre el ensayo

Este texto de Luigi Amara publicado en Letras Libres cierra una polémica que sostuvo con Rafael Lemus acerca del ensayo. En esta última parte del intercambio, Amara revindica la necesidad de delinear los límites del género, de diferenciarlo de otros registros: «Lo que hace un niño con su bola de plastilina está más cerca de la escultura que una tesis de grado de la ensayística», dice.

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Hubo un tiempo sin ensayos. Antes de 1580, fecha en que Montaigne usa la palabra para referirse a sus tanteos, había formas de escritura que guardaban cierto parecido de familia: disertaciones, diálogos, sumas, epístolas, tratados, etc., en algunas de las cuales reconoce a sus precursores. ¿Qué terquedad o confusión, qué ligereza de juicio, lleva a que ahora casi cualquier cosa se haga pasar por ensayo bajo la sonrisa complacida del crítico?

Referirse a Montaigne como una suerte de comparsa en la historia del ensayo; creer que el acento personal del género es una especie de “moda”: indicios de que no orbitamos en la misma galaxia.

El ensayo, al menos hasta hace muy poco, carecía de pedigrí. Era el apestado de las investigaciones serias, el irresponsable que no quiere llegar a ningún lado, el rumiante un tanto gagá que reflexiona al margen. Algún cataclismo debe de estar sucediendo para que, desde todos los rincones imaginables, se reclame el derecho, no tanto a ensayar, sino a ostentar el nombre.

A fin de recuperar ese talante subjetivo, resueltamente provocador que lo recorre desde Montaigne hasta, digamos, John D’Agata o Luis Ignacio Helguera, se ha hablado de ensayo “informal”, “anecdótico”, “personal”, “creativo”, “moral”, “lírico” y también “verdadero”. Mi tautológico y machacón “ensayo ensayo” era un homenaje a aquel “enfático ensayo” de Adorno, pero también una reducción al absurdo para apuntar hacia un ensayo sin adjetivos.

Se tacha de “esencialista” el intento de perfilar el ensayo. Una condena que pasa por alto que, incluso en la caracterización más ceñida, la ortodoxia del ensayo es herejía.

Por su carácter proliferante, movedizo y promiscuo, definir el ensayo se antoja descabellado; pero la idea de problematizarlo, de preguntar por sus fronteras porosas, de reflexionar sobre sus límites, parece no solo pertinente sino que, de algún modo inesperado y oblicuo, pone el dedo en la llaga. ¿De qué otra manera retomar su impulso experimental y llevarlo más allá?

Del mismo modo que la estela de un barco no determina su curso, destacar el linaje del ensayo no equivale a plantear una preceptiva.

Si hay un aire conservador en todo esto, estaría en la insistencia de escolarizar al ensayo, en darle la espalda a su propia tradición para volver a la forma cerrada de la teoría, en vestir de toga y birrete a Huckleberry Finn. En olvidarse de su carácter elástico para enfatizar –¡qué audacia!– lo escolástico.

En lugar de subjetivo, el crítico lee “egotista”; en lugar detentativo, resume olímpicamente “impresionista”. En ese afán de caricaturización se encuentra, más que el meollo del debate, el autorretrato involuntario del crítico.

Nada de qué asombrarse: los pedales de mucha de la crítica contemporánea son la caricatura y el gusto por amontonar descalificaciones.

No es infrecuente que se invoque el nombre de Adorno como elemento decorativo. Sin embargo, habría que cuidar de que al hacerlo, como quien coloca un florero en medio de la habitación, no quede de cabeza.

T. W. Adorno no oficia las bodas del ensayo y la teoría. Defiende que, sin importar su eje subjetivo, sea capaz de alcanzar un tipo de verdad, de objetividad, diferente. Su medida no es la verificación de tesis, sino la experiencia humana individual.

Hay que tener una idea muy rupestre –o muy laxa– de lo que es una teoría para pretender que “el uso crítico, indisciplinado, antisistemático de los conceptos” autoriza a hablar de un ensayo teórico. En ocasiones es tropiezo lo que tomamos por salto.

Aunque picotee aquí y allá, absorba teorías y maneje conceptos, el ensayo procede desde la sospecha: frente al método, frente a las reglas del juego teóricas, frente a la especialización erudita, frente al ideal de una construcción cerrada, que agota su tema. Su rasgo no es la afirmación, sino la incertidumbre.

Detrás del ensayo suele estar el error.

“El ensayo –escribe Adorno– es a la vez más abierto y más cerrado de lo que puede ser grato al pensamiento tradicional.” Más abierto, pues se resiste a los residuos de la escolástica y a las infiltraciones de los filosofemas ya empaquetados y listos para consumo. Más cerrado “porque trabaja enfáticamente en la forma de la exposición”, porque se obliga a una intensidad mayor que la del pensamiento discursivo.

Lejos de entregar un informe sobre las cosas, de limitarse a su representación objetiva, en el ensayo las cosas cobran una nueva forma a través de la imaginación y la escritura. Si hay una verdad en todo ello, es de tipo poético, puesto que el ensayo es una variedad de la poesía.

Aun el enfant terrible del ensayo, Ander Monson, quien ha visto en él una forma de hackeo, no pierde de vista los límites del género y avanza desde su interior para ampliarlos, para llevarlos a su tensión máxima: “Los temas tácitos de todos los ensayos son el ensayo mismo, la mente del escritor, el yo en el proceso de tamizar y percibir, incluso si el yo es tácito, nunca evidente, oculto.”

Lo que hace un niño con su bola de plastilina está más cerca de la escultura que una tesis de grado de la ensayística.

El ensayo incomoda porque se mueve en las intersecciones, en las zonas de nadie, en ese desfiladero donde cada nuevo paso parece realizarse en el aire, fuera de lo literario pero también de lo académico. Porque “con conceptos querría abrir de par en par lo que no entra en conceptos” (Adorno).

Su soberanía frente a lo fáctico, su libertad de movimiento frente a la teoría, pueden hacer pensar que el ensayo se desentiende de la realidad. ¿Cómo podría hacerlo, si aspira a verter la experiencia humana sobre la página?

El ensayo como membrana –como interposición– entre la mente y el mundo. El ensayo como ósmosis o, mejor, como bitácora del flujo y reflujo en ese diminuto poro que llamamos el yo.

Porque subordina la crítica a la experimentación personal, por antropomorfista y polimórfico, por ametódico e inestable, por disperso y anacrónico, pero sobre todo porque antepone la búsqueda de la felicidad a la verdad, el ensayo no es solamente un género literario ni una práctica más o menos extendida. Es un proceso, una vía de transformación, en primer lugar de uno mismo, a través de la escritura.

Quien percibe en las divisiones de género cierto tufillo de cárcel y presiente comisarios y cancerberos pasa por alto que, en todo caso, el ensayo es “una prisión de mínima seguridad” (David Shields). Salir de ella comporta al menos el sentido del riesgo.

El crítico se molesta cuando le desacomodan los libros de su biblioteca. Le gustaría que todo se ajustara a su criterio, que el orden implícito que guía sus lecturas –y sus estantes– no fuera alterado. Pretende, tal vez, que todo se quede como está.

¿Dónde está el escándalo de tomar, digamos, Lenguaje y significado de Alejandro Rossi, y retirarlo del librero del ensayo? ¿O Logoi: una gramática del lenguaje literario de Fernando Vallejo? ¡Fuera!

O El deslinde de Alfonso Reyes. Pero antes de expulsarlo, no estaría mal que lo repasara. ¡Es de teoría literaria! Y allí se pregunta lo que según esto ya no tiene sentido: si cabe distinguir entre literatura y no literatura.

Lo de menos, desde luego, es el orden de la biblioteca. La cerrazón, la actitud recalcitrante, tiesa, estrecha, retrógrada (¡qué fácil es descalificar!), está en no permitir que se cuestione toda esa masa de textos que, con la coartada de lo ensayístico, pero sin nada de invención, de impulso experimental, se limitan al confort de opinar.

Si delinear los contornos movedizos del ensayo es anatema, ¿habría que contentarnos con la etiqueta mercadológica de la no-ficción? ¿O con esta gema de la lucidez: el ensayo es prosa, prosa discursiva? Pero no olvidemos que Alexander Pope publicó en verso su Ensayo sobre el criticismo y que ahora proliferan videoensayos como los de Laura Kipnis.

“La hospitalidad del término no-ficción: un vestidor completo etiquetado como no-calcetines” (David Shields).

¿Qué se gana con decir que las tareas escolares, los reportajes periodísticos, los libros de divulgación, las colecciones de artículos, las promesas de campaña y en general toda la doxa encuadernada son ensayo? ¿No es mucho más lo que se pierde?

El ensayo: esa pregunta. Esa forma anacrónica y siempre abierta. Sin embargo, parafraseando a Kant, el ensayo no se engrandece confundiendo sus límites: se desfigura.

Una cosa es expandirse en todas direcciones y otra muy distinta es ser amorfo. Uno de los temas recurrentes del ensayo es el ensayo mismo, sus limitaciones, sus bordes, pues esos bordes coinciden con los de la propia mente, que gracias al ensayo se resiste a anquilosarse.

Una prueba de que el ensayo no es cualquier tipo de prosa, mucho menos esa práctica quién sabe qué tan maquinal para proferir opiniones y teorías al vapor, es que no se cruza de brazos ante sus bordes muchas veces cortantes. Que al llegar al filo de lo que conoce, de lo que es aceptable y consabido, se atreve a ir más allá.

Divagaciones sobre leer y escribir

Estas divagaciones sobre leer y escribir, de Luis Ignacio Helguera, problematizan las dos actividades como complementarias en la formación de todo escritor y las contrapone, además, con otro punto para él esencial:el de la vida mundana. El texto es un fragmento del libro De cómo no fui el hombre de la década y otras decepciones, y lo pueden leer por acá.

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Leer y escribir son actos complementarios. Un escritor que no lee es tan dudosamente escritor como uno que no escribe. Pero la lectura y la escritura son complementarios no sólo en el escritor sino, en cierto sentido, en cualquiera: escribir supone una asimilación de lo leído y leer es revivir lo escrito. Leer y escribir ponen en juego la palabra, la reviven, la alumbran de sentido: actos que ponen la palabra en acto.

Para escribir es indispensable leer o haber leído, pero ¿cuánto? Hay escritores que leen mucho y escriben mucho, que devoran bibliotecas y las restituyen con sus libros, como, entre nosotros, Alfonso Reyes y Octavio Paz; escritores que leen mucho y escriben poco, como Julio Torri o Juan Rulfo; escritores que leen poco y escriben poco; escritores que no tienen tiempo de leer porque escriben mucho y hasta escritores que no abren otro libro que no sea el suyo.

La verdad es que la cuestión de la lectura no es de cantidad sino de calidad. ¿De qué sirve leer y leer volúmenes si no se retiene nada de lo leído? Es tan inútil como leer mucho pero los libros equivocados, o sea, literatura chatarra. Leer y leer no sirve de nada si no se acompaña de una buena digestión bibliófila. Más vale leer y releer poco libros, bien escogidos, que pasar a tontas y a locas por cerros de papel. Dicho de otro modo, más vale libro en mano ―bien leído y releído― que ciento volando, que andar volando por cien.

Hay un libro por ahí que se llama Mil libros, de un señor Luis Nueda. Consiste en resúmenes de los libros que leía y contabilizaba orgullosamente en su biblioteca don Luis. Como ejercicio no está mal: acabar un libro y anotar impresiones, para fijarlas en papel, en la memoria. Sólo que ¿para qué publicar un libro con eso? El verdadero lector no requiere resúmenes de libros sino libros, y sólo el colegial sin denuedo copia a Nueda.

Hay que cultivar la vieja costumbre de los libros de cabecera. Libros predilectos para visitar y revisitar, para habitar como se habita la casa, para usar como se usa la ropa, para citar como se cita a los amigos. Los libros que lo forman a uno son los que forman parte de uno.

El placer de la lectura llega a ser tan grande, que parece una redundancia escribir. Pues bien, resulta que para perpetrar esa redundancia que es escribir no basta leer, a menos que se quiera ser un autor libresco. Hace falta vivir, en el sentido más mundano de la palabra. Y en ocasiones mucha vida mundana no deja leer, como leer mucho no deja vivir mundanamente. «Y yo perdí por los libros / la vida y el mundo», dicen unos versos del poeta búlgaro Dalchev. El equilibrio entre la lectura disciplinada y la aventura mundana es una de las cosas más difíciles de alcanzar para un escritor.

La creación suele surgir de un entrecruce de claves procedentes de la lectura y la experiencia vital. Sobre ese entrecruce de lo leído y lo vivido trabajan facultades como la observación, la imaginación y el lenguaje, en busca de lo todavía «no escrito». Tarea compleja, misteriosa, pero no olvidemos que la creación literaria ―como la artística en general― establece una cierta correspondencia con la otra creación, la del mundo.

Tensiones en el fin de ciclo

El lunes pasado, Maristella Svampa, jurado del Premio Heterónimos de Ensayo, presentó en la Feria del Libro su nuevo ensayo, Debates latinoamericanos. Indianismo, desarrollo, dependencia y populismo. Ayer, la revista Ñ publicó una entrevista de Lucía Álvarez a propósito del libro.

El desafío parte de una hipótesis: la dificultad de la teoría social latinoamericana para construir su propio legado. Contra esa vocación antropofágica y ese déficit de acumulación, Maristella Svampa se propuso construir una “sociología de las ausencias”. Una mirada latinoamericanista sobre cuestiones que afectan al continente, que ponga en valor perspectivas ninguneadas por el saber hegemónico. El resultado es Debates latinoamericanos (Edhasa), una construcción genealógica de cuatro temas que atravesaron la región –indianismo, desarrollo, populismo y dependencia– y su actualización en la última década y media.

–Señala una tensión de la teoría latinoamericana entre profesionalizarse y brindar soluciones a problemas regionales, ¿qué posibilidades tienen las ciencias sociales de dar soluciones a la política desde fuera de la política?

–El pensamiento latinoamericano crítico siempre se movió entre esos dos mundos. Hubo fronteras muy porosas con el campo político por la urgencia de pensar una región atravesada por desigualdades. Más que dar soluciones, este pensamiento nace al calor de las luchas sociales y se nutre de ellas. En América Latina se enfatizan el compromiso del pensamiento crítico y la figura del investigador público. Me parece positivo aunque no signifique que esto concluya en propuestas de cambio que sean tomadas por los gobiernos.

–Caracteriza los últimos 15 años con el concepto “consenso de loscommodities”; ¿es posible reducirlos a ello?

–Hay otras nociones que articulan el ciclo: cambio de época, populismo de alta intensidad, fin de ciclo. El “consenso…” caracteriza al crecimiento económico de los países latinoamericanos incentivado por el boom de los precios, pero también al discurso que sostiene las ventajas comparativas de esta situación, obturando u ocultando conflictos territoriales y ambientales inherentes a esos proyectos extractivos. Se trata de un concepto económico, político y socioambiental. Y uso ese término, provocativo, porque la idea de consenso, en los 90, aludía a la imposibilidad de pensar alternativas: todo lo que quedaba por fuera del neoliberalismo era presentado como inviable. En estos años también hubo una idea de sutura, pero muchos creemos que hay alternativas.

–¿El devenir de América Latina no revela que esa alternativa existía pero era de signo conservador?

–Hay muchas diferencias entre los gobiernos progresistas y los conservadores neoliberales. Son comparables por la vía del extractivismo pero son muy diferentes políticamente. Sin embargo, hay una tendencia a suponer que en estos años hubo una oposición de clase, y en verdad lo que hubo son núcleos de oposición fuertes, especialmente con los grupos mediáticos. Con los grandes sectores económicos hubo un vínculo más bien oscilante. Algunos de ellos, ligados al agronegocio o la minería, fueron muy beneficiados con estos gobiernos, que además no hicieron reformas tributarias ni tocaron a los sectores más ricos. Con esto no quiero decir que se haya obturado una oposición de derecha, que siempre ha estado presente tratando de desprestigiar a los gobiernos progresistas. Pero no tiene sentido culpar solo a la derecha porque el fin de ciclo tiene que ver con promesas incumplidas, desmesuras y torpezas de gobiernos que habían generado muchas expectativas en sus inicios.

–Usted acuñó la idea de fin de ciclo antes de los cambios recientes, ¿qué implica?

–Cuando empecé a hablar de fin de ciclo no sabía que iba a suceder este tremendo giro a la derecha, este tremendo retroceso. Este giro supone más extractivismo y menos democracia y va a socavar todo lo que se avanzó en derechos sociales. El fin de ciclo se asocia a una crisis de gobiernos progresistas por su escasa tolerancia al pluralismo. Naturalizaron el poder y expulsaron las narrativas emancipatorias de todo un sector de la izquierda clasista, autonomista, ecologista, ecofeminista, en nombre de esta matriz populista donde el Estado y el líder y su identificación con el Estado tienen un rol central. En el gobierno de Evo Morales, al inicio, convivían una narrativa desarrollista con una indigenista, una estatalista con una comunitaria, y hoy vemos que ese proceso se empobreció. En la región, se evolucionó hacia modos de dominación más tradicionales, hacia un populismo más clásico.

–¿Qué otra relación se podría tener con el mercado, desde esas narrativas emancipatorias, cuando rige el capitalismo financiero transnacional?

–Difícil de responder en una crisis civilizatoria del capitalismo. Hay una multiplicidad de experiencias ligadas a la economía y las organizaciones sociales. No se puede negar el carácter periférico y marginal de ellas; algunas incluso son transitorias o efímeras, lo hemos visto en la Argentina. Pero en ellas se puede ver lo que llamo un “giro ecoterritorial”. Esas luchas van acompañadas de un lenguaje sobre el territorio y las relaciones entre el uno y la naturaleza y son más solidarias y recíprocas. Es necesario repensar el Estado para ver cómo potenciar estas experiencias, y pensar modelos no extractivistas que contemplen la salida de la pobreza y el respeto al ecosistema. Y esto, en el marco de un regionalismo autónomo, que es otra deuda pendiente. Porque ese “regionalismo político desafiante” no tuvo correlato en una plataforma. Hubo mucha retórica a través de Unasur, CELAC, pero el Banco del Sur nunca se gestó y los países terminaron compitiendo entre sí por la exportación de commodities .

–¿En qué se diferenciaron los gobiernos de la región entre sí?

–Es necesario distinguir entre diversos tipos de populismo. En el libro, yo los separé en: los de clases medias, que identifico con la Argentina y Ecuador; y los plebeyos, que asocio a Bolivia y Venezuela, donde se avanzó en la redistribución del poder social. Los populismos de clases medias nos muestran, en cambio, la construcción de una especie de elite que habla en nombre de los sectores populares. En la Argentina, Carlos Altamirano hablaba de un peronismo de clases medias: sectores que fueron antiperonistas en los 70, se desperonizaron en los 90 y se volvieron a peronizar en los últimos 15 años. Creo que hubo un deseo de reconciliarse con esas clases medias que el kirchnerismo sintetizó en una conciliación entre pueblo y cultura, y que dio lugar a ese afán de las clases medias por considerarse, representar y suplantar a las clases populares.

–¿Su centralidad puede deberse al lugar de las clases medias en el país o incluso a la aspiración de las clases populares de ser clase media?

–Hay una suerte de sobreprotagonismo de las clases medias vinculado a su lugar en el imaginario. En los 90, muchos estudiamos su fragmentación y su pérdida de empoderamiento político. Con el kirchnerismo hubo un reempoderamiento. Pero la fractura intraclase persiste porque así como encontramos sectores medios que hablan como voceros de sectores populares, otros sectores medios se opusieron al gobierno de CFK arrogándose la representación de la democracia.

El ensayo como práctica

En El ensayo como práctica, Rafael Lemus responde al texto de Luigi Amara acerca de las características del ensayo y a su definición de ensayo ensayo. El problema, dice Lemus, no es genérico, sino práctico, escritural: «No es que sea un género híbrido, mitad esto y mitad aquello. Es que no es un género: es una práctica que, cada vez que sucede, adopta rasgos y registros particulares».

A veces pasa que algunos escritores dictan poéticas severas y chatas que ni siquiera ellos mismos tienen el cuidado de respetar. Ese es un poco el caso de Luigi Amara, quien hace dos meses publicó aquí (“El ensayo ensayo”, Letras Libres, núm. 158) una apagada disertación sobre el ensayo y quien, afortunadamente, practica una escritura ensayística más potente e irreverente que la que ahí prescribe. Quién sabe si exasperado ante la profusión de papers académicos o sencillamente lampareado por la reciente reedición de los Ensayos de Montaigne, Amara fijó en ese artículo una definición cerrada y esencialista del ensayo –en resumen: un género egotista e impresionista condenado a repetir los ademanes de su supuesto fundador– que ya mereció la atinada sorna de Heriberto Yépez (“Ilusiones del ensayo-ensayo”, Laberinto, 25 de febrero). Convenza o no, el texto es de una utilidad innegable: reúne en unas cuantas páginas los tópicos que suelen blandirse para justificar los ensayos personales o literarios y deslegitimar todas esas prácticas ensayísticas que portan, ay, una tesis y se involucran con la teoría crítica o las ciencias sociales. Desde luego que no está de más discutirlo y disputarle el signo ensayo. ¿Por qué habría uno de contemplar mudamente cómo ciertos ensayistas definen en su provecho el recurso del ensayo, le fijan un origen, delinean sus normas, recortan sus bordes y se lo guardan en el bolsillo?

Hay que empezar ahí donde termina Amara: en esa tosca raya que pinta entre los textos literarios y todos los demás documentos. “Para ahorrarnos más discusiones quién sabe cuán bizantinas –escribe–, propongo que todos los ensayos espurios, de tipo político y de teoría literaria, los sociológicos y de actualidad económica […] se queden en el estante de la ‘no ficción’ […] Y que el ensayo personal y tentativo se reubique en el estante de la ficción, en ese lado del librero en el que llanamente se amontona la literatura.” Es decir: no conforme con aislar al ensayo –al ensayo auténtico, al ensayo ensayo– de la teoría y de la academia y del periodismo y de la política, al final hace otro poco y lo arrastra hasta el compartimento, en apariencia apacible, de la literatura. Es como si, después de décadas de batallas por desdefinir el arte y perforar la esfera de lo literario, siguiera habiendo solo de dos sopas: o se escribe literatura o se redactan textos que no son literatura. Por fortuna hay otras muchas escrituras mestizas que rebasan esa tiesa dicotomía (manifiestos, crónicas, reseñas, alegatos, textos de artistas) y el ensayo es, creo, una de ellas. El ensayo –al menos como lo han practicado miles y entendido otros tantos– no es, propiamente, una forma artística volcada sobre sí misma ni, tampoco, un simple reporte mal o bien redactado: es una escritura esquiva, inestable, se diría que intersticial, que anda entre varios campos sin fijarse en ninguno, a la vez usando y subvirtiendo elementos de diversas tradiciones. De pronto el autor que ejerce el ensayo penetra el terreno de la narrativa o de la poesía y se vale de la ficción o recarga otro poco su “estilo”. De pronto atraviesa el terreno de la historia o de la crítica literaria, de la sociología o del periodismo, de la ciencia política o de la filosofía, y se lleva consigo datos y términos e ideologías. No es que sea un género híbrido, mitad esto y mitad aquello. Es que no es un género: es una práctica que, cada vez que sucede, adopta rasgos y registros particulares.

Lo mismo en el texto de Amara que en otros elogios del ensayo personal uno acaba topándose tarde o temprano con una aversión, más o menos manifiesta, a la teoría literaria. A veces esa fobia se expresa como denuncia de la academia (y sus “aparatos críticos” y sus “rigideces consensuadas”) y a veces como reproche contra los “autoproclamados posmodernos” que, entre otras “baladronadas efectistas”, cometen el crimen, al parecer imperdonable, de pensar con términos distintos a los que el humanismo liberal nos ha acostumbrado. Pero, a todo esto, ¿por qué se le teme tanto a la teoría? En parte, porque se sabe que las categorías teóricas (qué sé yo: subalternidad, biopolítica, habitus, sensorio, fetichismo de la mercancía) arrastran consigo sus propios referentes y polémicas y que, apenas entran al ensayo, desbordan el dichoso yo del autor, fisuran la artificiosa unidad del texto y atentan contra esa autonomía de la forma que, según algunos, distingue a las creaciones artísticas. Pero, de acuerdo con Adorno, esa es justamente la maniobra que permite el ensayo y que ni los géneros literarios ni los tratados dizque objetivos toleran: el uso crítico, indisciplinado, antisistemático de los conceptos. La literatura, para no ensuciar su pretendida especificidad, rara vez le abre la puerta a las categorías teóricas; la filosofía y las ciencias sociales, para no ocuparse de “minucias”, desprecian toda aquella realidad que no fue absorbida por esas categorías. El ensayo, por el contrario, hace esto y aquello: emplea los conceptos, revienta los conceptos, atiende lo que queda fuera de los conceptos.

Apenas si sorprende que el ensayo ensayo defendido por Amara –“subjetivo y tentativo”, enemigo de la teoría y de la academia, desprovisto de tesis y de agenda política, forzado a orbitar indefinidamente alrededor de un yo más bien ilusorio–, en vez de afirmar, masculle: “susurra confidencias y recuerdos, anhelos y decepciones al oído del lector”. Uno ya se va acostumbrando: o se defiende la naturaleza estética del ensayo, y para ello se ocultan sus coqueteos con el concepto, o se defiende su potencia intelectual, y para ello se ocultan sus coqueteos con la expresión artística. Lo que rara vez se dice, y el texto de Amara de plano descarta, es que son legión los textos ensayísticos que, más que intentar reflejar literariamente o explorar rigurosamente la realidad, se empeñan en afectarla. Basta leer un puñado de ensayos para advertir que no todos se conciben como composiciones literarias ni mucho menos como análisis objetivos de la realidad. Hay que ver: son gestos, son actos, son intervenciones precisas, en momentos y sitios específicos, que debaten ideas, disputan signos, refutan poéticas, abollan sistemas o avanzan una agenda política. Siendo sinceros, si uno atiende las innumerables maneras en que los innumerables autores han ejercido el ensayo, uno terminará reconociendo que no existe, en rigor, un género ensayo, y mucho menos un ensayo ensayo, con su código propio, sus normas y sus prohibiciones, sus comisarios y sus fronteras. Lo que hay son estallidos: textos que poetas y narradores y críticos y políticos y periodistas y sociólogos y demás han arrojado a la arena pública con el fin de encenderla y perturbarla. Lo que hay, ya se dijo, son prácticas: ensayos del ensayo y no ensayo ensayo.

Pero supongamos, nada más por un momento, que de verdad existe una línea gruesa entre la literatura y la no literatura y que el ensayo, el ensayo auténtico, el ensayo ensayo, está, claro, del lado de la literatura. Imaginemos que un hipotético lector –digamos que ingenuo, digamos que mexicano– se toma al pie de la letra el artículo de Amara y reacomoda su biblioteca tal como se le sugiere en las últimas líneas: aquí la literatura, allá todos esos textos contagiados de teoría y política y ruido. Mucho me temo que ese lector tendría que empezar por mover de su sitio más de la mitad de los tomos que componen el ensayo hispanoamericano: ¡Sarmiento y Martí y Rodó y Mariátegui y Vasconcelos y Henríquez Ureña al librero donde se empolva el directorio telefónico! Como la teoría no es literatura, ni pensar que un libro de Foucault pueda descansar al lado de uno de Bellatin o uno de Barthes al lado de uno de Vicens o uno de Butler al lado de uno de Rivera Garza. Como la crónica confía un poco demasiado en el periodismo, Novo y Monsiváis se tornan problemáticos y hasta un tanto sospechosos. A Reyes, ni modo, habrá que dividirlo –unos tomos aquí, otros tomos allá–, y qué pena pero casi todo Cuesta tendrá que abandonar el estante donde descansa con sus amigos poetas y marcharse al librero donde se oxida la crítica literaria. Con Paz, cuidado, es necesario ir volumen por volumen, si no es que página por página:Vislumbres… aquí, El arco… allá, y así y así.

Vamos: ¿no sería mejor dejar a un lado la regla y el lápiz con los que se intentan marcar los lindes entre los géneros y aceptar de una vez por todas la irremediable promiscuidad de la producción cultural? ¿No convendría olvidar el ensayo ensayo, y de paso la novela novela y el poema poema, y pensar, mejor, en escritura escritura escritura?

La naturaleza de la diversión

En este ensayo breve sobre el autor y su obra, David Foster Wallace busca una metáfora para la relación entre un escritor y sus palabras y encuentra dos paradigmas de situación en su vínculo con el texto. Escribir por diversión, escribir para uno mismo, nos dice Wallace, es más productivo que escribir para los demás.

La mejor metáfora que conozco de la condición de escritor de narrativa se encuentra en Mao II, donde Don DeLillo representa un libro en proceso de escritura como un niño repulsivamente deforme que sigue al escritor a todas partes, yéndole eternamente detrás a cuatro patas (es decir, reptando por el suelo de los restaurantes donde el escritor está intentando comer, apareciendo a primera hora de la mañana a los pies de su cama, etcétera), repulsivamente defectuoso, hidrocefálico y sin nariz y con aletas en vez de brazos e incontinente y retrasado y babeando líquido cerebroespinal por la boca mientras lloriquea y gorgotea y llama al escritor, pidiéndole amor, pidiéndole eso que su misma repulsividad le garantiza que va a obtener: la atención total del escritor.

El tropo de la criatura deforme es perfecto porque capta la mezcla de repulsión y de amor que todo escritor de narrativa siente hacia la obra en la que está trabajando. La narración siempre nace horrorosamente defectuosa, siempre constituye una traición repugnante a todas las esperanzas que habías puesto en ella… una caricatura cruel y repelente de la perfección de su concepción…sí, a ver si lo entiendes: es grotesca por imperfecta, y sí, es tuya, esa criatura, eres tú, y tú la quieres y la meces en tu regazo y le limpias el fluido cerebroespinal de la barbilla caída con el puño de la única camisa limpia que te queda porque llevas tres semanas sin lavar ropa puesto que por fin parece que cierto capítulo o personaje está a punto de acabar de dibujarse y funcionar y a ti te aterra dedicar tiempo a cualquier cosa que no sea trabajar en él porque si apartas la vista ni aunque sea un segundo lo perderás todo, condenando a la criatura a la repugnancia continuada. Y sucede que tú amas al niño deforme y te compadeces de él y lo cuidas, pero también lo odias —lo odias— porque es deforme y repelente, porque algo grotesco le sucedió durante el parto de la cabeza a la página; lo odias porque su deformidad es tu deformidad (puesto que si fueras mejor escritor de narrativa tu criatura, por supuesto, se parecería a esos bebés de los catálogos de venta de ropa para bebés, perfectos y rosados y cerebroespinalmente continentes) y cada una de sus respiraciones repugnantes e incontinentes es una acusación devastadora dirigida a ti, a todos los niveles… de manera que lo que quieres ver muerto, por mucho que lo adores y lo quieras y lo limpies y lo mezas y a veces hasta le apliques la reanimación cardiopulmonar cuando parece que su propia condición grotesca le ha obstruido la respiración y corre el riesgo de morirse.

Todo esto es muy sucio y triste, sí, pero al mismo tiempo es tierno y conmovedor y noble y mola —es una relación genuina, por decirlo así—, e incluso en lo peor de su repugnancia el niño deforme consigue conmoverte y despertar cosas en ti que tú sospechas que se cuentan entre las mejores que tienes dentro: cosas maternales y oscuras. Tú quieres mucho a tu criatura. Y quieres que lo amen también los demás, cuando por fin llegue el momento de que el niño deforme salga y haga frente al mundo. De manera que ocupas una posición algo incierta: amas a la criatura y quieres que la amen los demás, pero eso quiere decir que confías en que los demás no la vean de forma correcta. Es algo así como que quieres engañar a la gente: quieres que vean como perfecto lo que tú en tu corazón sabes que es una traición de toda perfección.

Mejor dicho, no es que quieras engañar a esa gente; lo que quieres es que esa gente vea y ame a un bebé de anuncio, encantador, milagroso y perfecto, y que tengan razón, que estén en lo cierto en lo que ven y sienten. Quieres ser tú el que se equivoca terriblemente: quieres que la repugnancia del niño deforme resulte no ser nada más que una extraña alucinación engañosa que has tenido. Pero eso significaría que estás loco: que en realidad esas deformidades repulsivas que has visto, que te han perseguido y te han hecho encogerte de asco no existen (o por lo menos otros te convencen de eso). Lo cual quiere decir que te falta más de un tornillo y más de dos, está claro. Y lo que es peor: también significaría que ves y desprecias la repugnancia de algo que has hecho (y amas), en tu propio vástago, que en cierta forma eres . Y esta última esperanza preferible representaría algo mucho peor que el mero hecho de ser un mal padre; sería una modalidad terrible de asalto a ti mismo, prácticamente una tortura que te infligirías a tu mismo. Y sin embargo, sigue siendo lo que más quieres: equivocarte de forma garrafal, demente y suicida.

Foster Wallace

Pese a todo, es muy divertido. No me malinterpreten. En cuanto a la naturaleza de esa diversión, no puedo dejar de recordar una pequeña y extraña historia que oí en catequesis cuando yo era más o menos del tamaño de una boca de incendios. Tiene lugar en China o en Corea o en algún sitio por el estilo. Parece ser que había una vez un viejo granjero en las afueras de una aldea de las colinas que trabajaba en su granja con la única ayuda de su hijo y su amado caballo. Un día el caballo, que no solo era muy querido, sino que también resultaba vital para el fatigoso trabajo de la granja, abrió la cerradura de su cuadra o lo que fuera y se escapó a las colinas. Todos los amigos del viejo granjero lo visitaron para lamentarse de que hubiera tenido mala suerte. El granjero se limitó a encogerse de hombros y decir: «Mala suerte o buena suerte, ¿quién lo sabe?». Al cabo de un par de días el amado caballo regresó de las colinas en compañía de toda una valiosísima manada de caballos salvajes, y todos los amigos del granjero acudieron a felicitarlo por la buena suerte en que se había convertido el hecho de que se le escapara el caballo. «Buena suerte o mala suerte, ¿quién lo sabe?», fue lo único que les dijo a modo de respuesta el granjero, encogiéndose de hombros. Ahora que lo pienso, el granjero me suena un poco yiddish para ser un viejo granjero chino, pero es así como yo lo recuerdo. De manera que el granjero y su hijo se pusieron a domar a los caballos salvajes, y uno de los caballos se encabritó y descabalgó al hijo con tanta brutalidad que el hijo se rompió una pierna. Y pronto llegaron otra vez los amigos a compadecerse del granjero y maldecir la mala suerte que le habían traído aquellos malditos caballos salvajes a su granja. El viejo granjero se volvió a encoger de hombros y dijo: «Mala suerte o buena suerte, ¿quién lo sabe?». Al cabo de unos días el Ejército Imperial sino-coreano o quien fuera que entró desfilando en la aldea, reclutando a la fuerza a todo hombre físicamente apto de entre diez y sesenta años para convertirlo en carne de cañón en algún conflicto repulsivamente sanguinario que al parecer se estaba cociendo, vio la pierna rota del hijo y lo dejó en paz por no cumplir con los criterios de aptitud física feudal, de manera que en lugar de ser llevado a la fuerza el hijo pudo quedarse en la granja con el viejo granjero. ¿Buena suerte? ¿Mala suerte?

Esta es la clase de esperanza alegórica a la que te aferras desesperadamente cuando te planteas la cuestión de la diversión como escritor. Al principio, cuando empiezas a probar a escribir narrativa, todo está orientado a divertirte. No esperas que nadie más te lea. Lo escribes prácticamente todo para excitarte a ti mismo. Para permitirte tus fantasías y tu lógica desviada y también para eludir o bien transformar partes de ti mismo que no te gustan. Y funciona, y es muy divertido. Luego, si tienes buena suerte y parece que a la gente le gusta lo que escribes, y encima te pagan por ello, y consigues ver tus cosas impresas de forma profesional y encuadernadas y acompañadas de frases promocionales de otros autores y reseñadas y hasta (en una ocasión) leídas en el metro por la mañana por una chica guapa a la que ni siquiera conoces, todavía parece que la cosa sea másdivertida. Al principio. Luego las cosas empiezan a complicarse y a volverse confusas, y hasta a dar miedo. Ahora tienes la sensación de que estás escribiendo para otra gente, o por lo menos en eso confías. Ya no estás escribiendo únicamente para excitarte a ti mismo, lo cual —puesto que toda masturbación es solitaria y vacía— probablemente esté bien. Pero ¿qué reemplaza a la motivación onanista? Has descubierto que disfrutas mucho del hecho de que a la gente le guste tu escritura, y también descubres que tienes muchas ganas de que a la gente le gusten las cosas nuevas que escribes. La motivación de la pura diversión personal empieza a ser suplantada por la motivación de gustar, de que haya gente guapa a la que no conoces que te aprecie y te admire y te considere buen escritor. El onanismo da paso al intento de seducción, como motivación. Ahora bien, el intento de seducción resulta muy trabajoso, y su diversión se ve compensada por un miedo terrible al rechazo. Sea lo que sea el «ego», tu ego acaba de entrar en juego. O tal vez «vanidad» sea una palabra mejor. Porque te das cuenta de que gran parte de tu escritura se ha convertido en puro exhibicionismo, en intentar que la gente te considere bueno. Y es comprensible. Ahora estás poniendo mucho de ti mismo en juego, cuando escribes; y también está en juego tu vanidad. Descubres algo peliagudo que tiene la escritura de narrativa: que para ser capaz de escribirla es necesaria cierta cantidad de vanidad, pero que cualquier cantidad de vanidad por encima de la estrictamente necesaria resulta letal. Llegando a este punto, más del noventa por ciento de las cosas que estás escribiendo ya están motivadas e informadas por una necesidad abrumadora de gustar. Y esto genera una narrativa de mierda. Y la obra de mierda debe acabar en la papelera, no tanto por una cuestión de integridad artística como por el simple hecho de que la obra de mierda va a hacer que no gustes. Llegado este punto de la evolución de la diversión del escritor, la misma cosa que siempre te ha motivado para escribir ahora te está motivando también para tirar lo que escribes a la papelera. Se trata de una paradoja y de una especie de dilema irresoluble, que puede provocar que te pases encerrado en ti mismo meses o incluso años, durante los cuales te dedicas a lamentarte y rechinar los dientes y quejarte de tu mala suerte y preguntarte con amargura adónde se puede haber ido toda la diversiónde la escritura.

La respuesta inteligente, creo yo, es que escapar de ese dilema pasa por conseguir regresar lentamente a tu motivación original: la diversión. Y si consigues volver a la diversión, descubrirás que a fin de cuentas el repulsivamente desgraciado dilema irresoluble que experimentaste durante tu periodo de vanidad te ha traído buena suerte. Porque la diversión a la que regresas ahora ha sido transfigurada por lo desagradable de la vanidad y el miedo, que ahora tienes tantas ansias de evitar que la diversión que redescubres pertenece a una modalidad mucho más plena y generosa. Tiene algo que ver con el concepto de Trabajo Como Juego. O bien con el descubrimiento de que la diversión disciplinada es mucho más divertida que la diversión impulsiva o hedonista. O bien con darte cuenta de que no todas las paradojas tienen que ser paralizantes. Bajo la nueva administración de la diversión, escribir narrativa se convierte en una forma de adentrarte en ti mismo e iluminar esas mismas cosas que no querías ver ni que nadie más viera, y resulta (paradójicamente) que estas cosas son justamente las cosas que todos los escritores y lectores comparten y sienten, y a las que reaccionan. La narrativa se convierte en una forma extraña de aceptarte a ti mismo y de decir la verdad en lugar de ser una forma de escapar de ti mismo o de presentarte a tu mismo de una forma que supones que hará que le gustes al máximo número de personas. Se trata de un proceso complicado, que confunde y da miedo, y también muy trabajoso, pero que resulta ser la mejor diversión que existe.

El hecho de que ahora puedas mantener la diversión de la escritura justamente por medio de hacer frente a las mismas partes no divertidas de ti mismo que antes habías intentando evitar o camuflar por medio de la escritura ya no constituye ninguna clase de paradoja. Se trata, en cambio, de una especie de milagro, y, comparada con él, la recompensa del afecto de los desconocidos no es más que polvo o pelusa.

Ilusiones del ensayo-ensayo

Hace unos días, publicábamos por acá un ensayo de Luigi Amara sobre la naturaleza del ensayo literario, que buscaba definir sus límites genéricos y distinguirlo del trabajo académico. En este texto, Heriberto Yépez responde a Amara interrogándose, también él, acerca de los límites del género. 

En Letras Libres de febrero, Luigi Amara distingue al ensayo del pseudo-ensayo en su texto titulado “El ensayo-ensayo”.

Por un ensayo-sin-adjetivos, Amara exige no confundir al “ensayo ensayo” con los géneros académicos (disertación, tesina, artículo, ponencia); la crítica (reseña o análisis) o la non-fiction. Para Amara, el ensayo debe cuidar su sabor literario, ya que las “dos cualidades del ensayo —su acento subjetivo y su sinuosidad tanteadora— están ausentes de mucho de lo que hoy se considera ensayo”.

Amara argumenta a favor de la tesis de que el ensayo no debe argumentar tesis.

Lo define como una escritura sin más tema o nodo que el yo tautológico.

Según el conservadurismo de Amara no hay más camino que el de Montaigne, autoridad que si se obedece hace “libre” al ensayo.

Dice Amara que más que centauro (Reyes), a él la imagen que más le “gusta para representar el ensayo es la serpiente”.

¡Pero escribe un ensayo para evitar que el ensayo mude de piel!

El ensayo ensayo —la expresión lo revela— es un ensayo patitieso, nostálgico (mula, muy mula) que se niega a abandonar su yo-yo vetusto.

Hay que ser escritor terco-terco para no aceptar que el ensayo de nuevo hibride.

Acorde a sus propios alegatos, el de Amara tampoco sería un ensayo: no se ocupa de sí mismo sino de abogar ideas suyas y de otros sobre el ensayo.

Las contradicciones de Amara, sin embargo, son positivas en la medida en que muestran al ensayo en su “cariz experimental, su condición de laboratorio sobre el papel”.

¿Por qué Amara escribe este ensayo y Letras Libres lo publica en un lugar central?

El ensayo literario agoniza. La literatura ya es definida por la prosa de redes sociales, academia, periodismo y crítica. La literatura ya no define a la literatura.

Creer en una prosa ateórica, manierista, solipsista es meter la cabeza en un hoyo: ensayo-avestruz.

Queremos respuestas. Desmantelar sistemas. Reorganizarlo todo. El error del retro-ensayismo literario es huir de estos problemas, reciclando un género literario pretérito.

El error es fijar al ensayo por resta, en lugar de reinventarlo por suma.

No pidamos al ensayo no tener argumentos, pies de página, fuentes (¡o lectores!); pidámosle tener todo lo que un paper más algo que pocos tienen: belleza intrépida, innovación formal, experimentación estructural.

Nuevo ensayo = ponencia + poema.

El verdadero reto del ensayo es construir un género que contenga y rebase a la academia, ¡y los medios!

Y a la filosofía, que fue catedral; el nuevo ensayo, filosofía convertida en performance.

La teoría de Amara acerca del ensayo ensayo demuestra que este género ya perdió la batalla.

Por eso el ensayista tradicional ahora fantasea con aislarse, ratificarse, poseer la receta para convertirse en un mimo de piedra.

Escribir como rictus para protegerse de esta era funesta.

Elogio en rosa

José Israel Carranza escribe sobre La Pantera Rosa un texto en el que, además de rastrear los orígenes del personaje, bucea con nostalgia televisiva por el pasado y la memoria. El texto es un fragmento del libro Las encías de la azafata, y pueden leerlo por acá. 

¿Cuántas veces habPink-Panther-Detail-of-an-iconic-Bushwick-mural-by-Jerkface-@incarceratedjerkfaces-e1420491223263ló la Pantera Rosa? Yo sostenía que tres veces: en el episodio del arca (cuando al final pregunta: «¿Por qué los seres humanos no pueden ser civilizados como los animales?»), en otro en el que un codicioso personaje trataba de apoderarse de un diamante (y por alguna razón iba a tocar a la puerta de la Pantera, que lo recibía en batín rojo y con sarcasmos) y en uno más en el que sostenía una violenta disputa con su vecino a causa de una podadora prestada y nunca devuelta. Una madrugada de televisión inesperada no sólo me descubrí en el error, sino que además me encontré con la imposibilidad de alcanzar ya ninguna certeza, pues en el episodio de la podadora había dos personajes con voz: uno era el vecino rijoso y conchudo, y el otro era el mismísimo Diablo, que al final aparecía para soltar una ironía siniestra, cuando las crecientes hostilidades habían hecho volar el mundo en pedazos (en el pleito se intercalaban escenas de películas de guerra y montajes de armas en acción sobre los dibujos animados). La Pantera no abría la boca. Continue reading

Ricardo Coler: «La fantasía masculina del harén desaparece de inmediato cuando uno conoce a alguien que realmente lo tiene»

Ricardo Coler, jurado del Premio Heterónimos de Ensayo, conversa con Soledad Vallejos acerca de la poligamia en una entrevista para La Nación a propósito de su libro Hombres de muchas mujeres

¿Es posible estar enamorado de una, y pasar la noche con otra? ¿Cuáles son los riesgos? Y, lo más temido tal vez: ¿Qué pasa cuando la fantasía se convierte en realidad? Si bien asegura el médico y fotógrafo Ricardo Coler que «la poligama está sumamente extendida y más de la mitad de los hombres, en alguna oportunidad, han mantenido relaciones con dos o tres mujeres al mismo tiempo, culturalmente es preferible ser discreto». Entonces, como es su costumbre, emprendió un viaje con la idea de visitar comunidades polígamas africanas. Dialogar con sus habitantes, escuchar lo que piensan, observar cómo se relacionan. Por eso eligió darle la palabra a los que viven con tres o cuatro esposas para que «nos cuenten de manera oficial» cómo funciona.

-Visitaste y conociste las intimidades de distintas familias polígamas. ¿Te encontraste con algo que escapara de los preconceptos que tenías?

-Hay algo que las familias poligámicas me dejaron en claro y es que nuestra sociedad también es poligámica. Ellos se ríen de nosotros. Me preguntaron si en nuestro país los hombres tienen amantes estables. «Algunos sí» -les respondí. «Entonces también son polígamos. Que lo mantengan en secreto no cambia la cuestión fundamental: son hombres que comparten su vida intima con más de una mujer. La diferencia es que nosotros somos más honestos, no le mentimos a las mujeres. Ustedes no son menos polígamos que nosotros.»

-Lejos de lo que imagina el común de los occidentales, la poligamia no se encuentra sólo en lugares exóticos.

-Uno de los grupos de polígamos más numerosos está en el corazón de los Estados Unidos. Pueblos enteros como Colorado City o Hildale están habitados en su totalidad por polígamos. Aunque la poligamia es ilegal, la justicia americana no puede resolver el tema. Algo similar ocurre en algunos lugares de Canadá y México. Son mormones fundamentalistas, que siguen al pie de la letra las indicaciones de Joseph Smith -el fundador del mormonismo- y que no aceptan las reformas que se hicieron luego de su muerte.

-¿Qué tan sobrevalorado está el harén en la fantasía de los hombres?

-Todos los hombres en algún momento hemos tenido la fantasía del harén: muchas mujeres para nosotros solos. Pero esa ilusión de paraíso desaparece de inmediato cuando uno conoce a alguien que realmente tiene un harén. Pasado el primer momento, cuando esos hombres se cansan de contarnos sus hazañas, lo único que hacen es quejarse. Viven esquivando a sus mujeres, buscan quedarse solos. La cara de agobio que tienen hace que nos replanteemos los beneficios de convivir con más de una.

-¿Cuál es el principal conflicto que enfrenta el polígamo?

-El polígamo oficial y declarado debe mantener el equilibrio del hogar. Para que su familia funcione debe ser equitativo con todas las esposas. La sexualidad es sólo uno de los aspectos a tener en cuenta. Debe escucharlas a todas, estar al tanto de sus problemas, ser cariñoso aunque no quiera y mediar cuando algún conflicto se presenta, algo que ocurre con cierta regularidad.

El polígamo no oficial, el que vive en nuestras tierras, también debe mantener una agenda. Eso significa correr de un lado al otro, hacer malabares con los horarios y tratar de que nadie salga lastimado. Y atención, cuando uno habla sobre lo terrible que es para las mujeres la poligamia siempre está pensando en las esposas y olvida que las amantes también son mujeres. Mujeres sin ningún tipo de derecho a pesar de haber compartido buena parte de su vida con el mismo hombre. En eso las poligamias oficiales son más justas.

-¿Hay que ser un macho alfa para mantener contento a todo el harén?

-El macho alfa se queda sin aliento al poco tiempo creyendo que es el líder del grupo. A la larga termina sometido por sus mujeres. Es un trabajo agotador mantener el equilibrio y que pase el tiempo sin ser acusado de herir el sentimiento de sus esposas. Esa es la única manera que una familia poligámica funcione. También está el otro tipo de marido poligámico, aquel al que no le importa absolutamente nada y que a la primera queja deja la habitación de la esposa para irse a la de otra de sus mujeres. Esas familias son un verdadero infierno. Si lo pensamos un poco, es lo mismo que ocurre en algunas parejas monogámicas.

-¿En qué se diferencia un harén de un matriarcado?

-En el matriarcado la mujer elige con quién pasa la noche, un día puede hacerlo con uno y al siguiente con otro, sin compromiso. Ella cambia de pareja todas las veces que quiera pero cuando se enamoran, el hombre y la mujer se vuelven exclusivos. Sin embargo, cuando las mujeres mandan prefieren evitar el matrimonio. No quieren juntar la sexualidad, el amor, la pareja y la familia como en las sociedades patriarcales. Dicen que es una mezcla que no funciona. Ellas quieren vivir siempre enamoradas, por eso no se casan.

-¿Cómo es la relación entre las mujeres del harén?

-Visité muchas familias polígamas, y cuando las mujeres se llevan bien la pasan fenómeno. Son como un grupo de amigas que soportan entre todas lo que los varones tenemos de insoportable.

-¿Cómo y por qué se manifiestan los celos en las familias polígamas?

-Mientras escribía el libro me preguntaba ¿cómo hacen las mujeres que saben que sus maridos tienen amantes para seguir con el matrimonio? Descubrí que las mujeres desarrollan un mecanismo fantástico para sufrir lo menos posible: con el tiempo los dejan de querer. No sienten por ellos lo que sentían antes y eso trae dos consecuencias importantes. La primera es que los celos se apaciguan, el marido no les importa tanto. La segunda es que confirman que todo en la vida no se puede. El marido tendrá una amante pero vive con una mujer que no lo quiere o al menos no como a él le gustaría que lo quieran. En la poligamia pasa algo parecido. Si el marido les importa, los celos son una tortura, una condena diaria. Cuando el marido no es alguien deseable los celos ya no son tan graves.

-¿Amor y poligamia pueden ir juntos?

-Hay que tener en cuenta que para casarse, tener hijos y vivir toda la vida con alguien no hace falta estar enamorado. Los ejemplos están a la vista y son muchos. Quizá por eso, aunque parezca increíble, muchas familias poligámicas son bastante más sólidas que las nuestras. Forman un equipo con muchos hijos con lazos de afecto entre sus miembros, que se muestran orgullosos de pertenecer al grupo. Pero el amor, tal como lo conocemos nosotros, es siempre una relación de a dos. Con más de dos es posible la sexualidad, la pasión y el cariño pero no el amor. Con esto no estoy diciendo que la relación amorosa sea siempre fantástica ni mucho menos para todo el mundo. Es una elección para la que hay que tener mucha suerte.

El ensayo ensayo

Luigi Amara escribe sobre el ensayo un artículo que intenta definir sus límites y precisar sus características genéricas. El texto es el primero de una serie en la que polemizó con Heriberto Yépez acerca del género.

El ensayo no puede ser otra cosa, ya que le está permitido serlo todo.

Ezequiel Martínez Estrada

Más que la imagen del centauro, que Alfonso Reyes propagó pero que deja un sabor a quimera o a hibridación, a no sé qué de forzado y casi imposible, la imagen que más me gusta para representar el ensayo es la serpiente. Como una serpiente fue que Chesterton sintió que se deslizaba el ensayo: sinuoso y suave, errabundo y a veces viperino. El ensayo, al igual que la serpiente, tienta y es tentativo; no se anda por las ramas sino que avanza por tanteos. Chesterton veía también en él la semilla de algo maligno, de algo capaz de ufanarse de su irresponsabilidad, de no querer llegar a nada sino de solo recorrer el camino, ¡y para colmo de manera ondulante! Pero ese toque maligno que percibía Chesterton –el ortodoxo y católico y gran ensayista Chesterton, padre del padre Brown–, que se manifiesta en su naturaleza elusiva, impresionista y cambiante, en ese estar de lado de lo incierto y lo fuera de lugar, es nada menos lo que hace que el ensayo ocupe un lugar en la literatura y sea, por decirlo así, una forma de arte, algo más que una vía egotista de proferir opiniones o una mera “prosa de ideas”. Continue reading