Ráfagas sobre el ensayo

Este texto de Luigi Amara publicado en Letras Libres cierra una polémica que sostuvo con Rafael Lemus acerca del ensayo. En esta última parte del intercambio, Amara revindica la necesidad de delinear los límites del género, de diferenciarlo de otros registros: «Lo que hace un niño con su bola de plastilina está más cerca de la escultura que una tesis de grado de la ensayística», dice.

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Hubo un tiempo sin ensayos. Antes de 1580, fecha en que Montaigne usa la palabra para referirse a sus tanteos, había formas de escritura que guardaban cierto parecido de familia: disertaciones, diálogos, sumas, epístolas, tratados, etc., en algunas de las cuales reconoce a sus precursores. ¿Qué terquedad o confusión, qué ligereza de juicio, lleva a que ahora casi cualquier cosa se haga pasar por ensayo bajo la sonrisa complacida del crítico?

Referirse a Montaigne como una suerte de comparsa en la historia del ensayo; creer que el acento personal del género es una especie de “moda”: indicios de que no orbitamos en la misma galaxia.

El ensayo, al menos hasta hace muy poco, carecía de pedigrí. Era el apestado de las investigaciones serias, el irresponsable que no quiere llegar a ningún lado, el rumiante un tanto gagá que reflexiona al margen. Algún cataclismo debe de estar sucediendo para que, desde todos los rincones imaginables, se reclame el derecho, no tanto a ensayar, sino a ostentar el nombre.

A fin de recuperar ese talante subjetivo, resueltamente provocador que lo recorre desde Montaigne hasta, digamos, John D’Agata o Luis Ignacio Helguera, se ha hablado de ensayo “informal”, “anecdótico”, “personal”, “creativo”, “moral”, “lírico” y también “verdadero”. Mi tautológico y machacón “ensayo ensayo” era un homenaje a aquel “enfático ensayo” de Adorno, pero también una reducción al absurdo para apuntar hacia un ensayo sin adjetivos.

Se tacha de “esencialista” el intento de perfilar el ensayo. Una condena que pasa por alto que, incluso en la caracterización más ceñida, la ortodoxia del ensayo es herejía.

Por su carácter proliferante, movedizo y promiscuo, definir el ensayo se antoja descabellado; pero la idea de problematizarlo, de preguntar por sus fronteras porosas, de reflexionar sobre sus límites, parece no solo pertinente sino que, de algún modo inesperado y oblicuo, pone el dedo en la llaga. ¿De qué otra manera retomar su impulso experimental y llevarlo más allá?

Del mismo modo que la estela de un barco no determina su curso, destacar el linaje del ensayo no equivale a plantear una preceptiva.

Si hay un aire conservador en todo esto, estaría en la insistencia de escolarizar al ensayo, en darle la espalda a su propia tradición para volver a la forma cerrada de la teoría, en vestir de toga y birrete a Huckleberry Finn. En olvidarse de su carácter elástico para enfatizar –¡qué audacia!– lo escolástico.

En lugar de subjetivo, el crítico lee “egotista”; en lugar detentativo, resume olímpicamente “impresionista”. En ese afán de caricaturización se encuentra, más que el meollo del debate, el autorretrato involuntario del crítico.

Nada de qué asombrarse: los pedales de mucha de la crítica contemporánea son la caricatura y el gusto por amontonar descalificaciones.

No es infrecuente que se invoque el nombre de Adorno como elemento decorativo. Sin embargo, habría que cuidar de que al hacerlo, como quien coloca un florero en medio de la habitación, no quede de cabeza.

T. W. Adorno no oficia las bodas del ensayo y la teoría. Defiende que, sin importar su eje subjetivo, sea capaz de alcanzar un tipo de verdad, de objetividad, diferente. Su medida no es la verificación de tesis, sino la experiencia humana individual.

Hay que tener una idea muy rupestre –o muy laxa– de lo que es una teoría para pretender que “el uso crítico, indisciplinado, antisistemático de los conceptos” autoriza a hablar de un ensayo teórico. En ocasiones es tropiezo lo que tomamos por salto.

Aunque picotee aquí y allá, absorba teorías y maneje conceptos, el ensayo procede desde la sospecha: frente al método, frente a las reglas del juego teóricas, frente a la especialización erudita, frente al ideal de una construcción cerrada, que agota su tema. Su rasgo no es la afirmación, sino la incertidumbre.

Detrás del ensayo suele estar el error.

“El ensayo –escribe Adorno– es a la vez más abierto y más cerrado de lo que puede ser grato al pensamiento tradicional.” Más abierto, pues se resiste a los residuos de la escolástica y a las infiltraciones de los filosofemas ya empaquetados y listos para consumo. Más cerrado “porque trabaja enfáticamente en la forma de la exposición”, porque se obliga a una intensidad mayor que la del pensamiento discursivo.

Lejos de entregar un informe sobre las cosas, de limitarse a su representación objetiva, en el ensayo las cosas cobran una nueva forma a través de la imaginación y la escritura. Si hay una verdad en todo ello, es de tipo poético, puesto que el ensayo es una variedad de la poesía.

Aun el enfant terrible del ensayo, Ander Monson, quien ha visto en él una forma de hackeo, no pierde de vista los límites del género y avanza desde su interior para ampliarlos, para llevarlos a su tensión máxima: “Los temas tácitos de todos los ensayos son el ensayo mismo, la mente del escritor, el yo en el proceso de tamizar y percibir, incluso si el yo es tácito, nunca evidente, oculto.”

Lo que hace un niño con su bola de plastilina está más cerca de la escultura que una tesis de grado de la ensayística.

El ensayo incomoda porque se mueve en las intersecciones, en las zonas de nadie, en ese desfiladero donde cada nuevo paso parece realizarse en el aire, fuera de lo literario pero también de lo académico. Porque “con conceptos querría abrir de par en par lo que no entra en conceptos” (Adorno).

Su soberanía frente a lo fáctico, su libertad de movimiento frente a la teoría, pueden hacer pensar que el ensayo se desentiende de la realidad. ¿Cómo podría hacerlo, si aspira a verter la experiencia humana sobre la página?

El ensayo como membrana –como interposición– entre la mente y el mundo. El ensayo como ósmosis o, mejor, como bitácora del flujo y reflujo en ese diminuto poro que llamamos el yo.

Porque subordina la crítica a la experimentación personal, por antropomorfista y polimórfico, por ametódico e inestable, por disperso y anacrónico, pero sobre todo porque antepone la búsqueda de la felicidad a la verdad, el ensayo no es solamente un género literario ni una práctica más o menos extendida. Es un proceso, una vía de transformación, en primer lugar de uno mismo, a través de la escritura.

Quien percibe en las divisiones de género cierto tufillo de cárcel y presiente comisarios y cancerberos pasa por alto que, en todo caso, el ensayo es “una prisión de mínima seguridad” (David Shields). Salir de ella comporta al menos el sentido del riesgo.

El crítico se molesta cuando le desacomodan los libros de su biblioteca. Le gustaría que todo se ajustara a su criterio, que el orden implícito que guía sus lecturas –y sus estantes– no fuera alterado. Pretende, tal vez, que todo se quede como está.

¿Dónde está el escándalo de tomar, digamos, Lenguaje y significado de Alejandro Rossi, y retirarlo del librero del ensayo? ¿O Logoi: una gramática del lenguaje literario de Fernando Vallejo? ¡Fuera!

O El deslinde de Alfonso Reyes. Pero antes de expulsarlo, no estaría mal que lo repasara. ¡Es de teoría literaria! Y allí se pregunta lo que según esto ya no tiene sentido: si cabe distinguir entre literatura y no literatura.

Lo de menos, desde luego, es el orden de la biblioteca. La cerrazón, la actitud recalcitrante, tiesa, estrecha, retrógrada (¡qué fácil es descalificar!), está en no permitir que se cuestione toda esa masa de textos que, con la coartada de lo ensayístico, pero sin nada de invención, de impulso experimental, se limitan al confort de opinar.

Si delinear los contornos movedizos del ensayo es anatema, ¿habría que contentarnos con la etiqueta mercadológica de la no-ficción? ¿O con esta gema de la lucidez: el ensayo es prosa, prosa discursiva? Pero no olvidemos que Alexander Pope publicó en verso su Ensayo sobre el criticismo y que ahora proliferan videoensayos como los de Laura Kipnis.

“La hospitalidad del término no-ficción: un vestidor completo etiquetado como no-calcetines” (David Shields).

¿Qué se gana con decir que las tareas escolares, los reportajes periodísticos, los libros de divulgación, las colecciones de artículos, las promesas de campaña y en general toda la doxa encuadernada son ensayo? ¿No es mucho más lo que se pierde?

El ensayo: esa pregunta. Esa forma anacrónica y siempre abierta. Sin embargo, parafraseando a Kant, el ensayo no se engrandece confundiendo sus límites: se desfigura.

Una cosa es expandirse en todas direcciones y otra muy distinta es ser amorfo. Uno de los temas recurrentes del ensayo es el ensayo mismo, sus limitaciones, sus bordes, pues esos bordes coinciden con los de la propia mente, que gracias al ensayo se resiste a anquilosarse.

Una prueba de que el ensayo no es cualquier tipo de prosa, mucho menos esa práctica quién sabe qué tan maquinal para proferir opiniones y teorías al vapor, es que no se cruza de brazos ante sus bordes muchas veces cortantes. Que al llegar al filo de lo que conoce, de lo que es aceptable y consabido, se atreve a ir más allá.