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Sobre el arrepentimiento

Michel de Montaigne, padre del ensayo moderno, escribe sobre el arrepentimiento un texto que indaga acerca de la condición humana y, al mismo tiempo, se interroga sobre sí mismo. «Yo no puedo fijar el objeto de mi estudio. Es decir, a mí mismo. […] Tanto es así, que en ocasiones puedo muy bien contradecirme; pero no contradigo la verdad, como decía Demades. Si mi alma pudiera fijarse, yo no necesitaría ensayar.» Mañana domingo, a las 23.59hs, cierra la convocatoria del Premio Heterónimos de Ensayo; para subir obras o consultar bases, clic acá.

Los demás moralistas forman al hombre; yo lo describo, y represento un sujeto particular bastante mal formado y, si tuviera que modelarlo otra vez, ciertamente lo haría muy diferente. Pero ya está hecho. Y los trazos de mi cultura no se salen de su verdadero camino aunque cambien y se diversifiquen. El mundo es sólo un balancín permanente. En él todas las cosas se mueven sin cesar: la tierra, las rocas del Cáucaso, las pirámides de Egipto, tanto por el movimiento general como por el suyo propio. La constancia, incluso, no es otra cosa que un movimiento más lánguido. Yo no puedo fijar el objeto de mi estudio. Es decir, a mí mismo. Avanza confuso y tambaleante, con una ebriedad natural. Yo lo tomo en esa situación, tal y como es, en el instante en que me ocupo de él. No pinto el ser. Pinto el pasar: no un paso de una edad a otra o, como dice el pueblo, de siete en siete años, sino de día en día, de minuto en minuto. Tengo que adaptar mi historia al momento. En breve puedo cambiar no sólo de suerte, sino también de intención. Esto es un examen de acontecimientos diversos y variables y de pensamientos indecisos y, si es el caso, contrarios, ya sea porque yo mismo sea otro, ya porque capte los temas en otras circunstancias o con otras consideraciones. Tanto es así, que en ocasiones puedo muy bien contradecirme; pero no contradigo la verdad, como decía Demades. Si mi alma pudiera fijarse, yo no necesitaría ensayar: decidiría; pero siempre está aprendiendo y experimentando.

Expongo una vida humilde y sin gloria; esto no tiene la menor importancia: igual de bien se aplica toda la filosofía moral a una vida corriente y privada que a una vida de más categoría: cada hombre lleva en sí la forma entera de la condición humana.

Los autores se dan a conocer al público por algún rasgo propio y que es desconocido; yo soy el primero en darme a conocer por mi esencia universal, como Michel de Montaigne, no como gramático, o poeta, o jurisconsulto. Si la gente se queja de que hable demasiado de mí, yo me quejo de que ellos ni siquiera piensan en sí mismos.

Pero ¿es legítimo que, llevando una vida tan privada pretenda ser que todo el mundo me conozca? ¿Es legítimo, asimismo, que haga aparecer ante el mundo donde la elaboración y el arte tienen tanto prestigio y autoridad, unas simples y desnudas producciones naturales y, además, de una naturaleza bastante endeble? ¿No será como construir una muralla sin piedra, o algo parecido, el construir libros sin ciencia ni arte? Las creaciones musicales están dirigidas por el arte; las mías por el azar. Al menos en esto estoy conforme con las reglas: nunca hombre alguno ha tratado un tema que comprendiera y conociera mejor de lo que yo comprendo y conozco el que he escogido, y, en este tema, yo soy el hombre más sabio que pueda existir; en segundo lugar, nunca penetró nadie más profundamente en su materia ni espulgó con más detalle sus partes y sus consecuencias; ni llegó con mayor exactitud y más plenamente a la meta que se había propuesto en su obra. Para llevarla a cabo sólo necesito poner en ella fidelidad: y ahí está, la más sincera y pura que pueda encontrarse. Digo la verdad, no hasta el punto de saciarme de ella sino toda la que me atrevo a decir; y me atrevo a decirla un poco más según voy envejeciendo pues parece que la costumbre concede a esta edad más libertad de palabrería y de indiscreción al hablar de uno mismo. En este caso no puede ocurrir algo que observo a menudo: que el artesano y su obra se contradicen: ¿un hombre de conversación tan distinguida ha podido escribir algo tan estúpido? O bien, ¿unos escritos tan sabios han salido de un hombre de conversación tan mediocre?

Si alguien tiene una conversación ordinaria y ha producido escritos de un raro valor, quiere decir que su capacidad está en algún lugar del que él la toma prestada, y no en sí mismo. Una persona erudita no es erudita en todas las cosas; pero el hombre de talento es capaz en todos los campos, incluso en el de la ignorancia.

Mi libro y yo avanzamos conformes el uno con el otro y al mismo paso. En otros casos se puede alabar y condenar la obra de forma separada de obrero; aquí no: quien toca uno, toca el otro. El que juzgue la obra sin conocerla, se perjudicará más a sí mismo que a mí; con el que llegue a conocerla, quedaré plenamente satisfecho. Dichoso más allá de mi mérito, si consigo siquiera esa parte de la aprobación pública: si hago sentir a las personas inteligentes que habría sido capaz de sacarle provecho a la ciencia, si la hubiera tenido, y que merecía que la memoria me sirviera mejor.

Disculpemos, en este punto, algo que repito con frecuencia: que rara vez me arrepiento, y que mi conciencia está contenta consigo misma, no como la conciencia de un ángel o la de un caballo, sino como la conciencia de un hombre: y añado siempre este estribillo ―no un estribillo de cortesía, sino de sincera y real sumisión―: que hablo como hombre ignorante y que busca, y que, en lo que respecta a las conclusiones, se acoge, pura y simplemente, a las creencias comunes y legítimas. Yo no enseño, yo cuento.

No hay vicio que sea verdaderamente un vicio y que no haga daño, y al que un juicio íntegro no condene: pues tiene una fealdad y una insolencia que quizá tengan razón quienes dicen que es producido principalmente por la estupidez y la ignorancia; tan difícil resulta imaginar que alguien lo conozca y no lo odie. La maldad absorbe la mayor parte de su propio veneno y se envenena con él. El vicio deja como una úlcera en la carne, un arrepentimiento en el alma que siempre se araña y se ensangrienta ella misma. Pues la razón borra las demás penas y sufrimientos, pero engendra el del arrepentimiento, que es más doloroso, porque nace de dentro; igual que el frío y el calor de las fiebres se soporta peor que los que provienen del exterior. Considero vicios (pero que cada uno juzgue según su medida) no sólo los condenados por la razón y la naturaleza, sino también aquellos que ha forjado la opinión de los hombres (incluso si es falsa y errónea), si las leyes y la costumbre le confieren autoridad.

De un modo semejante, no hay conducta loable que no alegre a una naturaleza bien nacida. Ciertamente, hay cierta satisfacción misteriosa en actuar correctamente que nos alegra por dentro, y un noble orgullo acompaña a la conciencia limpia. Un alma decididamente viciosa quizá pueda procurarse seguridad; pero esa complacencia y satisfacción de sí mismo no puede procurársela. No es un placer menor el de sentirse a salvo del contagio de un siglo tan corrupto y decirse por dentro: «Si alguien pudiera verme hasta el alma, incluso entonces, no me encontraría culpable ni de la caída ni de la ruina de nadie, ni de venganza o de odio, ni de ofensa pública a las leyes, ni de innovación y de confusión, ni de faltar a mi palabra; y, por más que nos permita y enseñe a todos la licencia del tiempo, no he puesto la mano encima a los bienes ni la bolsa de ningún francés, y sólo he vivido de la mía, tanto en la guerra como en la paz; ni he utilizado el trabajo de nadie sin pagarle a cambio». Estos testimonios de la conciencia resultan agradables; y esta alegría natural es un gran bien, y el único pago que no nos falta nunca.

Basar la recompensa por las acciones virtuosas en la aprobación de los demás es tomar una base demasiado incierta y oscura. Especialmente en un siglo corrupto e ignorante como éste, la estima del público supone una injuria; ¿de quién podéis fiaros para saber qué es lo encomiable? Dios me guarde de ser un hombre de bien según la descripción que veo que todos hacen de sí mismos a diario para hacerse valer. «Quae fuerant vitia, mores sunt». A veces algunos de mis amigos han empezado a reñirme y a reprenderme abiertamente, bien por impulso propio, creyendo cumplir un deber, o bien por habérselo pedido yo como un favor que, para un alma bien hecha, sobrepasa a todos los demás favores de la amistad, no sólo en utilidad, sino también en placer. Yo siempre he aceptado esto abriendo todo lo posible los brazos de la cortesía y del agradecimiento. Pero, para hablar de ello en conciencia en el momento actual, a menudo he encontrado en sus reproches y alabanzas, tanta falsa medida que no habría obrado mucho peor actuando mal según su forma de vida que actuando bien. Especialmente nosotros, los que vivimos una vida privada que nadie más puede ver, debemos tener establecido en nuestro interior un modelo que nos sirva de piedra de toque en nuestras acciones y, según ese modelo, unas veces tendremos que felicitarnos y, otras, que castigarnos. Yo tengo mis leyes y mi tribunal para juzgar sobre mí, y me dirijo a él más que a los demás. Restrinjo mucho mis acciones en función de los demás, pero sólo las extiendo en función de mí mismo. Sólo vosotros sabéis si sois cobarde y cruel o leal devoto; los demás no os ven, os adivinan mediante conjeturas inciertas; ven no tanto vuestra naturaleza cuanto vuestro arte. En consecuencia, no os atengáis a su juicio; ateneos al vuestro.«Tuo tibi juicio est utendum. Virtutis et vitorium grave ipsius conscienteiae pondus est: qua sublata, jacent omnia».

Pero eso que dicen de que el arrepentimiento sigue de cerca al pecado no parece afectar al pecado que va bien provisto, que habita en nosotros como en su propio domicilio. Podemos repudiar y renegar de los vicios que nos sorprenden, y hacia los que nos empujan las pasiones; pero aquellos que por un hábito prolongado están enraizados y anclados en una voluntad fuerte y vigorosa no son materia que pueda repudiarse. El arrepentimiento es sólo un cambio en nuestra voluntad, que se desdice, y una contradicción de nuestros pensamientos, que nos lleva en todos los sentidos. A cierto hombre le hizo renegar de su virtud pasada y de su continencia: «Quae mens est hodie, cur eadem non puero fuit? Vel cur his animis incólumes non redeunt genae?».

Es una vida exquisita aquella que se mantiene en orden hasta en su intimidad. Todos podemos hacer de bufones y representar a un personaje honorable en escena; pero es en nuestro interior, dentro del pecho, donde todo está permitido, donde todo está oculto, donde tenemos que estar en regla. El grado más próximo es estarlo en la propia casa, en las acciones corrientes de las que no tenemos que rendir cuentas a nadie, en las que no hay estudio ni artificio. Y por esta razón Bías, al describir el excelente estado de una casa, dice: «Una casa en la que le amo sea por dentro, por sí mismo, tal y como es por fuera por el temor de las leyes y de lo que puedan decir los hombres». Y también fueron nobles las palabras que dirigió Julio Druso a unos obreros que le ofrecían, por tres mil escudos, poner su casa en una situación tal que sus vecinos dejaran de tener sobre ella la vista que tenían: «Os daré seis mil, y haced que todos la vean desde todos los ángulos». Se considera honorable a Agesilao, por su costumbre, cuando estaba de viaje, de alojarse en las iglesias para que el pueblo y los mismos dioses pudieran ver sus actos privados. Un hombre ha podido ser extraordinario para el mundo sin que su mujer y su criado hayan visto en él nada ni tan siquiera notable. Pocos hombres han sido admirados por las personas de casa.

Nadie ha sido profeta no sólo en su casa, sino tampoco en su tierra, dice la experiencia de las historias. Lo mismo ocurre con las cosas sin importancia. Y en un ejemplo humilde se ve la imagen de los grandes. En mi tierra de Gascuña se considera una broma verme impreso. Cuanto más se aleja de mi morada el conocimiento que tienen mí, más aumenta mi valor. Yo pago a los impresores de Guyena; en otros lugares, ellos me pagan a mí. En este fenómeno se basan quienes se ocultan estando vivos y presentes, para lograr la estima del público, como si estuvieran difuntos y ausentes. Yo prefiero ser menos estimado. Y sólo me lanzo al mundo por la parte de estima que estoy obteniendo. Cuando lo abandone, le dispenso de concedérmela.

En un acto público, el pueblo escolta a un hombre hasta su puerta; éste, al quitarse la ropa, se despoja de su papel, y cae tanto más bajo cuanto más había subido antes; por dentro, en su interior, todo es tumultuoso y vil. Incluso si hubiera cierto orden en su vida retirada, es preciso un juicio agudo y extraordinario para percibirlo en los humildes actos privados. Sin contar con que el orden es una virtud apagada y sombría. Abrir una brecha, dirigir una embajada, gobernar un pueblo, son acciones deslumbrantes. Reñir, reír, vender, pagar, amar, odiar y relacionarse con los suyos y consigo mismo con delicadeza y equidad, no dejarse llevar, no desmentirse, eso es algo más raro, más difícil y más notable. Las vidas retiradas cumplen así, digan lo que digan, deberes al menos tan duros y exigen al menos los mismos esfuerzos que las demás vidas. Y los hombres privados, dice Aristóteles, sirven a la virtud con más exigencia y más altura, que los que lo hacen como altos cargos. Nos preparamos para las ocasiones eminentes más por la gloria que por la conciencia. La manera más segura de alcanzar la gloria sería hacer por conciencia lo que hacemos por la gloria. Y creo que la virtud de Alejandro representa bastante menos vigor en su teatro que la de Sócrates en su actividad humilde y oscura. Concibo sin esfuerzo a Sócrates en el puesto de Alejandro; a Alejandro en el de Sócrates, no puedo. Si preguntan a aquél qué sabe hacer, responderá: «Subyugar al mundo». Si se lo pregunta a éste, dirá: «Dirigir la vida humana conforme a su condición natural»: ciencia mucho más general, más ardua, y más legítima. El valor del alma no consiste en subir muy alto, sino con paso regular.

Su grandeza no ejerce en la grandeza, sino en el grado medio. Así como aquellos que nos juzgan y nos palpan por dentro no hacen mucho caso del esplendor de nuestras acciones públicas, y ven que no son más que hilillos y chorros de agua pura que han manado de un fondo por lo demás cenagoso y pesado, así también aquellos que nos juzgan por el bello esplendor de la apariencia concluyen de forma similar respecto a nuestra constitución interna y no pueden encajar unas facultades corrientes y similares a las suyas en esas otras facultades que les llenan de asombro y que están tan lejos de su horizonte. Así, también, atribuimos a los demonios formas salvajes. ¿Y quién no pinta a Tamerlán con unas cejas muy altas, unos orificios nasales abiertos, un rostro espantoso y una altura desmesurada, como la de la imagen que ha concebido de él al oír su fama? Si me hubieran mostrado a Erasmo en el pasado, me habría resultado difícil no tomar por adagios y apotegmas todo cuanto dijera a su criado y a su hospedera. Imaginamos con mucha más facilidad en su retrete o sobre su mujer a un artesano que a un gran presidente, venerable por su aspecto y su competencia. Nos parece que de esos tronos eminentes no se rebajan hasta el punto de vivir.

Así como las almas viciosas son incitadas a menudo a hacer el bien por algún impulso externo, así las almas virtuosas son incitadas a hacer el mal. Por tanto, hay que juzgarlas según su estado en calma, cuando están a sus anchas, si es que lo están alguna vez, o al menos cuando están más próximas al reposo y a su posición innata. Las inclinaciones naturales se ven ayudadas y fortificadas por la educación; pero apenas se las cambia o se las vence. Mil naturalezas, en mi tiempo, han huido hacia la virtud o hacia el vicio a pesar de enseñanzas contrarias:

Sic ubi desuetae silvis in carcera clausae
Mansuevere ferae, et vultus posuere minaces,
Atque hominem didicere pati, si tórrida parvus
Venit in para crúor, redeunt rabiesque furorque,
Admonitaeque tument gustato sanguine fauces;
Fervet, et a trepido vix abstinet ira magistro.

Esos rasgos originales no se extirpan: se recubren, se ocultan. La lengua latina me resulta, por así decir, natural, la entiendo mejor que el francés, pero hace cuarenta años que no hago ningún uso de ella, ni para hablar ni para escribir; no obstante, con ocasión de emociones extremas y repentinas en las que he caído dos o tres veces en mi vida (una, al ver a mi padre, en perfecta salud, caer de espaldas, desvanecido, sobre mí), las primeras palabras que proferí, desde el fondo de mis entrañas, fueron palabras latinas: la naturaleza escapaba y se expresaba por la fuerza, en contra de una larga práctica. Y cuentan ese ejemplo de muchos otros.

Aquellos que han tratado de reformar las costumbres del mundo, en mi tiempo, mediante opiniones nuevas, reforman los vicios de la apariencia; los de la esencia, los dejan como están, si es que no los acrecientan; y es de temer este crecimiento pues uno se dispensa fácilmente de cualquier otra forma de buena acción al sufrir esas reformas externas y arbitrarias, que le cuestan menos y a las que, en general, se atribuye más mérito; y da así satisfacción a buen precio a esos otros vicios naturales consustanciales e internos. Mirad cómo se comporta en esto nuestra experiencia: no hay nadie si se escucha a sí mismo, que no descubra en sí una forma propia, una forma principal, que luche contra la educación y contra la tempestad de las impresiones que le son contrarias. En lo que a mí respecta, apenas me siento agitado por sacudida alguna, casi siempre me encuentro en mi lugar, como ocurre con los cuerpos pesados y cargados. Si no estoy en mí, siempre ando cerca. Los desarreglos de mi conducta no me llevan muy lejos. No hay en mí nada extremo ni extraño y, sin embargo, sufre emociones fuertes e impetuosas.

La verdadera condena, que afecta a la habitual manera de actuar de nuestros contemporáneos, es que incluso su retiro está lleno de corrupción y de basura; la idea que tienen de su enmienda es confusa; su penitencia, pervertida y culpable, casi tanto como su pecado. Algunos, bien por estar sujetos al vicio por un apego natural, o por el hecho de un hábito prolongado, ya no ven su fealdad. A otros (a cuyo regimiento pertenezco yo), el vicio les pesa, pero lo contrarrestan con el placer o con otra cosa, y lo soportan y se prestan a él, con ciertas condiciones, pero, no obstante, de una manera viciosa y vergonzosa. Sin embargo, podría imaginarse una medida extremadamente desproporcionada según la cual el placer disculpara el vicio en toda justicia, como decimos, a propósito de la utilidad; no sólo en el caso de que ese placer fuera accesorio y externo al pecado, como en el hurto, sino en el caso de que estuviera en el ejercicio mismo del pecado, como ocurre en las relaciones carnales con las mujeres, en las que la incitación es violenta y a veces, según dicen, invencible.

El otro día, estando yo en Armagnac, en la tierra de uno de mis parientes, vi a un campesino al que todos llaman «el ladrón». Él hacía el relato de su vida como sigue: que, habiendo nacido mendigo, y viendo que si se ganaba el pan con el trabajo de sus manos no llegaría nunca a protegerse suficientemente contra la indigencia, se le ocurrió hacerse ladrón; y había empleado toda su juventud en ejercer ese oficio con toda seguridad, gracias a su fuerza física: así, recolectaba y vendimiaba en las tierras de los demás, pero de lejos y en montones tan grandes que era inimaginable que un solo hombre hubiera cargado tanto sobre sus hombros en una sola noche; además, tenía cuidado de igualar y dispersar el daño que hacía, de forma que la mala pasada resultara menos insoportable para cada particular. Actualmente, en su vejez, es rico, para ser un hombre de su condición, gracias a ese tráfico del que se confiesa abiertamente; y para congraciarse con Dios en lo referente a sus beneficios, dice que se ocupa todos los días de dar satisfacción, mediante buenas obras, a los sucesores de aquellos a los que robo; y que, si no lo concluye (pues no puede hacerlo todo a la vez), encargará de ello a sus herederos, según sus cuentas del mal que hizo a cada uno, que sólo él conoce. Según esa descripción, ya sea verdadera o falsa, ese hombre considera el robo una acción deshonesta y la odia, pero menos que la indigencia; se arrepiente con mucha sencillez, pero, en la medida en que esa acción estaba contrarrestada y compensada, no se arrepiente de ella. No es la costumbre la que nos incorpora al vicio y configura, incluso, nuestra inteligencia; no es, tampoco, ese viento impetuoso que confunde y ciega nuestra alma con sus sacudidas y que nos precipita, de momento, bajo el poder del vicio.

Normalmente, me entrego por completo a lo que hago, y camino sin desviarme; apenas hay acción que se oculte y se esconda a mi razón y que no sea dirigida más o menos con el consentimiento de todas mis partes, sin división, sin sedición intestina: mi juicio siente toda la culpa o la alabanza; y la culpa que siente una vez, la siente siempre, pues casi desde mi nacimiento es el mismo: la misma inclinación, el mismo camino, la misma fuerza. Y, en cuanto a ideas generales, desde la infancia me situé en el punto en el que iba a mantenerme.

Hay pecados impetuosos, prontos y súbitos: dejémoslos aparte. Pero en los demás pecados, tantas veces repetidos, meditados y decididos, pecados de nuestro temperamento o, incluso, pecados debidos a la profesión y a la ocupación, no puedo concebir que estén plantados tanto tiempo en un mismo corazón sin que la razón y la conciencia de aquel que los posee así lo quiera constantemente y así lo acepte, y ese arrepentimiento que dice sentir en un momento determinado y fijado de antemano me resulta un poco difícil de imaginar y de concebir.

Yo no sigo la escuela de Pitágoras cuando dice que los hombres reciben un alma nueva cuando se acercan a las imágenes de los dioses para acoger sus oráculos. A menos que haya querido decir, justamente, que es preciso que esa alma sea una extraña, nueva y prestada para ese momento puesto que su alma corriente muestra tan pocas señales de purificación y de limpieza dignas de esa ceremonia.

Éstos obran de modo totalmente contrario a los preceptos estoicos, que nos ordenan que corrijamos las imperfecciones y los defectos que reconocemos en nosotros, pero nos prohíben que eso nos apene y nos entristezca. Éstos nos hacen creer que, por dentro, sienten una gran pena y un gran remordimiento. Pero, no dan muestras de nada. Y, sin embargo, no hay cura si no se libra uno del mal. Si el arrepentimiento pesara en el platillo de la balanza, vencería al pecado. No veo otra cualidad tan fácil de simular como la devoción, si no se adaptan a ella las costumbres y la vida: su esencia es abstrusa y permanece oculta; las apariencias son fáciles y aparentes.

En cuanto a mí, puedo desear de una manera general ser diferente; puedo condenar y sentir disgusto por mi forma de ser en general y suplicar a Dios por mi completa reforma y para que disculpe mi debilidad natural. Pero a eso creo que no debo llamarlo arrepentimiento, no más que el disgusto de no ser ni un ángel ni Catón. Mis acciones están bien ordenadas con lo que soy y con mi condición. Yo no puedo hacer más. Y no es el arrepentimiento el que corresponde propiamente a las cosas que no están en nuestro poder, sino la pena. Imagino una infinidad de naturalezas más altas y mejor ordenadas que la mía; sin embargo, no por ello mejoro mis facultades; del mismo modo que ni mi brazo ni mi espíritu se hacen más vigorosos porque pueda concebir otros que sí lo sean. Si imaginar y desear una conducta más noble que la nuestra produjera el arrepentimiento de la nuestra, tendríamos que arrepentirnos de nuestras acciones más inocentes: porque vemos muy bien que, en el ser de una naturaleza más eminente que la nuestra, habrían sido hechas con una mayor perfección y dignidad; y nos gustaría hacer otro tanto. Cuando examino los comportamientos de mi juventud y los comparo con los de mi vejez, encuentro que habitualmente los he dirigido con orden, según mi criterio: hasta ahí alcanzan mis fuerzas. No me adulo: en circunstancias semejantes, yo sería siempre igual. No es una mancha sino más bien un tinte general el que me mancha. No conozco arrepentimiento superficial, mediano ni de ceremonia. Debe alcanzarme por todas partes antes de que lo llame así, y debe pellizcarme las entrañas y afectarlas con la misma profundidad con la que me ve Dios, y de un modo igual de completo.

En lo que respecta a los negocios, se me han escapado muchas oportunidades, a falta de una buena dirección. Sin embargo, mis decisiones fueron acertadas, según los casos que les presentaban; mi manera de actuar consiste en tomar partido siempre por lo más fácil y lo más seguido. Me parece que en el momento de mis deliberaciones pasadas, según mi regla, procedí con prudencia en función del estado del asunto que me proponían; y haría otro tanto, de aquí a mil años, en circunstancias semejantes. No considero cómo está ese asunto en el momento actual, sino cómo estaba cuando yo lo examiné.

El valor de todo proyecto depende del tiempo: sus ocasiones y materias ruedan y cambian sin cesar. En mi vida he cometido algunos errores graves e importantes, no por falta de buen juicio, sino por falta de suerte. Hay partes secretas e imprevisibles en los asuntos que tratamos, sobre todo en lo concerniente a la naturaleza de los hombres, factores mudos, que no aparecen, ignorados, a veces, incluso por el propio sujeto, y que se manifiestan y despiertan bajo el efecto de algún suceso. Si mi previsión no ha podido descubrirlos y profetizarlos, no se lo reprocho: su función se mantiene dentro de sus límites; el acontecimiento me vence; y, si favorece al partido que he rechazado, ya no hay remedio; no la tomo conmigo: acuso a mi suerte, no a mi obra: a eso no se le llama arrepentimiento.

Foción había dado a los atenienses cierto consejo que ellos no siguieron. Pero como el asunto se desarrollaba de forma favorable, contra su opinión, alguien le dijo: «“¡Y bien, Foción! ¿Estás contento de que la cosa vaya tan bien?” “Estoy muy contento ―dijo él― de que haya ocurrido esto, pero no me arrepiento de haber aconsejado lo otro”». Cuando mis amigos se dirigen a mí para que les aconseje, lo hago con toda libertad y claridad, sin que me detenga (como ocurre con casi todo el mundo) el hecho de que, puesto que la cosa está sujeta al azar, puede ocurrir lo contrario de lo que yo presiento, en virtud de lo cual podrían reprocharme mi consejo: no me preocupo por eso. Pues se equivocarán, y yo no debía negarles ese favor.

En lo que respecta a mis faltas y mis fracasos, apenas tengo ocasión de tomarla con alguien más que conmigo. Pues, en realidad, rara vez recurro a los consejos de los demás, a no ser por una cortesía puramente formal, salvo cuando necesito una información precisa o el conocimiento del hecho en cuestión. Más en las cosas en las que sólo tengo que emplear el juicio, las razones ajenas pueden servir para apoyarme, pero no para desviarme. Yo las escucho todas de un modo favorable y correcto; pero, si recuerdo bien, hasta este momento nunca he creído más que las mías. Para mí son sólo moscas y átomos que distraen mi voluntad. Fortuna me paga dignamente. Si es verdad que no recibo consejos, menos aún los doy yo. Son pocos quienes solicitan mi consejo, pero todavía menos quienes lo creen cuando se los doy; y no conozco ninguna empresa pública ni privada a la que mi consejo haya enderezado y recuperado. Incluso aquellos a quienes el azar había llevado de alguna manera a recurrir a mi consejo se han dejado manejar con mucha mayor facilidad por cualquier otro cerebro. Como hombre al menos tan celoso de los derechos de mi reposo como de los de mi autoridad, prefiero que sea así: dejándome de lado, se actúa según la línea de conducta que profeso y que consiste en fijarme y contenerme en mí mismo: me resulta un placer no estar involucrado en los asuntos de los demás y estar liberado de su protección.

En todos los asuntos, cuando ya han pasado, sea como sea, lo lamento poco. Pues una idea me impide apenarme, y es que tenían que ocurrir así: ya están en el gran curso del universo y en el engranaje de las causas estoicas: vuestro pensamiento no puede, mediante el deseo y la imaginación, cambiar un sólo punto sin que todo el orden de las cosas se vea alterado de arriba abajo, tanto el pasado como el futuro.

Por lo demás, detesto ese arrepentimiento circunstancial que trae la edad. Aquel que decía antiguamente que le estaba agradecido a la edad por haberle librado de la voluptuosidad tenía una opinión distinta de la mía: yo nunca estaría agradecido a la impotencia por ningún bien que me pudiera hacer. «Nec jam tam aversa unquam videvitur ab opere suo providentia, ut debilitas inter optima inventa sit». En la vejez, nuestros apetitos escasean; una profunda saciedad se apodera de nosotros a continuación: en eso no veo nada que pertenezca a la conciencia; la tristeza y la debilidad nos inspiran una virtud blanda y catarrosa. No debemos dejarnos vencer hasta tal punto por los deterioros naturales como para que degenere nuestro juicio. La juventud y el placer no me impidieron en el pasado reconocer el rostro del vicio en la voluptuosidad; así la inapetencia que me traen los años no me impide tampoco reconocer el de la voluptuosidad en el vicio. Ahora que ya no estoy en esa edad, veo que es la misma que tenía en la edad más licenciosa, a no ser que se haya debilitado y haya empeorado al envejecer; y veo que si mi razón se niega en alguna medida a zambullirme en ese placer en interés de mi salud corporal, no lo hubiera hecho menos, en el pasado, en interés de mi salud espiritual. No la considero más valiente porque la vea fuera de combate. Mis tentaciones están tan rotas y mortificadas que no merecen que mi razón se les oponga. Sólo con tender las manos, las conjuro. Que vuelvan a ponerla frente a aquella antigua concupiscencia, y me temo que tendría menos fuerza para resistir su asalto de la que tenía en otros tiempos. No la veo juzgar nada de un modo distinto a como habría juzgado entonces; ni tampoco distingo en ella ninguna nueva luz. Por eso, si hay convalecencia, es una convalecencia tocada.

¡Qué remedio tan miserable, deber la salud a la enfermedad! No corresponde a nuestra desgracia cumplir ese oficio; sino el buen estado de nuestro juicio. No me mandan hacer nada con los males y las aflicciones, sino maldecirlas. Eso es para las personas que sólo se despiertan a latigazos. Pero mi razón tiene su curso más libre en la prosperidad. Está mucho más perdida y más ocupada cuando tiene que digerir los males que los placeres. Veo mucho más claro cuando el tiempo está sereno. La salud me aconseja más alegremente y también con mayor utilidad que la enfermedad. Avancé cuanto pude hacia mi enmienda y hacia una vida ordenada cuando podía disfrutarla. Me daría vergüenza y me sentiría contrariado si la miseria y la desgracia de mi decrepitud tuvieran que ser preferidas a mis buenos años, sanos, alegres, vigorosos, y si tuvieran que estimarme no por lo que fui, sino por lo que he dejado de ser. En mi opinión, es la vida feliz y no, como decía Antístenes, la muerte feliz la que hace la felicidad humana. No he pretendido atar de forma monstruosa el rabo de un filósofo a la cabeza y al cuerpo de un hombre perdido; ni hacer que este pobre extremo negara y desmintiera la parte más bella, completa y larga de mi vida. Quiero presentarme y dejarme ver uniformemente por todos lados. Si tuviera que volver a vivir, volvería a vivir como he vivido; y no lamento el pasado ni temo al futuro. Y, si no me engaño, en mi interior ha ocurrido como en el exterior. Uno de los principales motivos de agradecimiento que tengo a mi suerte es que el curso de mi estado corporal ha transcurrido de forma que cada cosa ha tenido lugar en su momento. He visto en él los tallos jóvenes, las flores y el fruto; y ahora veo su sequedad. Y eso es bueno, puesto que es natural. Soporto con mayor facilidad los males que me aquejan porque llegan en su momento, y así me ayudan a recordar la larga dicha de mi vida pasada.

De forma semejante, mi sabiduría puede muy bien ser del mismo tamaño en uno y otro tiempo, pero era capaz de acciones más hermosas, y era más graciosa, vigorosa, alegre, natural de lo que es actualmente: estancada, quejumbrosa, y pesada. Así que renuncio a esas enmiendas circunstanciales y dolorosas.

Dios tiene que rozarnos el corazón. Nuestra conciencia debe enmendarse por sí misma, con el apoyo de la razón, no mediante el debilitamiento de los apetitos. La voluptuosidad no es, en sí, ni pálida ni descolorida porque sea percibida por unos ojos legañosos y borrosos. Debemos amar la templanza por ella misma y por respeto a Dios, que nos la ha ordenado; lo mismo para la castidad; eso que nos traen los catarros y que debo a la influencia de mis cólicos no es ni castidad ni templanza. No podemos vanagloriarnos de despreciar y combatir la voluptuosidad si no la vemos, si la ignoramos, así como sus encantos, su fuerza y su belleza, la más atractiva. Yo conozco a una y otra edad: puedo hablar de esto. Pero me parece que en la vejez nuestras almas están sujetas a enfermedades e imperfecciones más molestas que en la juventud. Lo decía ya cuando era joven: entonces me increpaban con dureza porque no tenía barba en el mentón. Lo sigo diciendo ahora que mi barba gris me da derecho a ser creído. Llamamos «sabiduría» a nuestros caracteres difíciles, al desagrado por las cosas presentes. Pero, a decir verdad, no abandonamos los vicios tanto como los cambiamos y, en mi opinión, para peor. Además de un orgullo tonto y frágil, un parloteo aburrido, estos caracteres desagradables e insociables, y la superstición, y una preocupación ridícula por las riquezas cuando ya se ha perdido la capacidad de usarlas, encuentro en la vejez más envidia, injusticia y maldad. Nos pone más arrugas en el espíritu que en la cara; y no se ve ―o se ve rarísima vez― alma que al envejecer no huela a agrio y a moho. El hombre camina entero a su crecimiento y también hacia su declive.

Al considerar la sabiduría de Sócrates y muchas de las circunstancias de su condena me atrevería a creer que se prestó a ello un poco en connivencia, intencionadamente, en vista de que, con sus sesenta años, muy poco tiempo después tendría que sufrir el embotamiento de la rica dinamicidad de su espíritu y la turbación de su habitual lucidez.

¡Qué metamorfosis veo hacer a diario a la vejez en muchos de mis conocidos! Es una enfermedad poderosa y que se insinúa de forma natural e imperceptible. Por eso hay que hacer constantes esfuerzos y tomar enormes precauciones para evitar las imperfecciones con las que nos abruma o, al menos, para debilitar sus progresos. Siento que pese a todos los atrincheramientos que estoy edificando, ella me gana terreno, paso a paso. Resisto todo lo que puedo. En cualquier caso, estoy contento de que algún día se sepa desde qué altura he caído.

Tomado del libro «Sobre la vanidad y otros ensayos» (Valdemar, España, 2000).

No más mentiras

Van quedando los últimos días para subir obras al Premio Heterónimos de Ensayo, que cierra su convocatoria el 17/06. Mientras tanto, les dejamos un fragmento de «No más mentiras. Sobre algunos relatos de verdad en arte (y en literatura, cine y teatro)» un ensayo de David G. Torres por el que ganó el Premio Escritos sobre Arte de la Fundación Arte y Derecho, y en el que escribe sobre episodios en la vida de distintos artistas para hablar sobre el arte en términos de verdad y de ficción.

No más mentiras 2El profesor, comisario y crítico David G. Torres presenta en No más mentiras. Sobre algunos relatos de verdad en arte (y en literatura, cine y teatro) una curiosa tesis: en los últimos años, el arte tiende a reflejar la verdad, ante la imposibilidad de seguir generando ficción. Para exponer esta teoría, G. Torres se vale de episodios sueltos de la vida de creadores tan dispares como Andy Warhol -y su famosa vídeo en el que aparece comiéndose una hamburguesa-, Chris Burden -que reproducimos aquí-, Enrique Vila-Matas o Lars von Trier. Prologado por Elena Vozmediano y publicado por Trama Editorial, el ensayo ha ganado el Premio Escritos sobre Arte de la Fundación Arte y Derecho.

Un camión

En 1977 Chris Burden compró un camión con remolque de más de siete toneladas de peso. Lo vio a la venta por primera vez probablemente a principios de otoño del mismo año en Los Ángeles. Es extraño enamorarse de un camión, pero lo suyo fue amor a primera vista: quedó prendado del vehículo y quiso comprarlo. Aunque le perdió la pista, pronto se lo volvió a cruzar circulando con el cartel de «en venta». Contactó con el vendedor y, tras negociar el precio, finalmente lo adquirió.

Tener un gran camión no es algo fácil. La primera dificultad con la que Chris Burden tuvo que enfrentarse fue que no tenía un carnet adecuado para poder conducir un vehículo de semejantes dimensiones. Si la policía le paraba y le pedía la licencia podía tener problemas legales. Aunque no sería la primera vez que se enfrentaba a problemas con la policía. Por ejemplo, en 1972 llevó a cabo la acción «Deadman». Consistía en quedarse tumbado en la calle, en la calzada, al lado de un coche, cubierto con una manta, como un hombre muerto. Chris Burden contaba con el peligro físico al que se exponía, ser atropellado. Pero en una entrevista para un reportaje sobre su obra en 1989 confesaba que con lo que no contaba es con que la policía apareciese y le detuviese por conducta incorrecta en la vía pública enfrentándose a una sanción considerable. Su nuevo camión también podía suponer un problema de conducta en la vía pública. Y la cuestión de la licencia inapropiada no era el único dilema al que se enfrentaba con el recién adquirido vehículo. El estado de la máquina no era precisamente óptimo: por ejemplo, los frenos no funcionaban correctamente. Ni que decir tiene que tampoco era un trasto fácil de manejar ni de aparcar. Mantenerlo aparcado en la calle era un aspecto que requería destreza (para maniobrar con él) y paciencia (para encontrar aparcamiento y moverlo diariamente a zonas permitidas). El hecho de tener un camión conllevaba riesgos, algo a lo que Chris Burden se había enfrentado en casi todas sus obras, también era todo un trabajo. No parecía casual entonces que el remolque del camión llevase un gran rótulo con un mensaje escrito: «Big job».

Todo un curro, que además se añadía a una situación personal y profesional difícil. Por un lado, la relación con su galería se había complicado a causa de unas obras que no habían conseguido vender, lo que afectaba también a su solvencia económica. Por otro, acababa de romper con su pareja. ¿Para qué quería Chris Burden un camión que parecía ser todo un inconveniente?

El camión le tenía que servir para tener más trabajo. Pensó varios proyectos a propósito del enorme trasto. Proyectos que iban desde hacer una acción con él en la frontera de Méjico con EE.UU, hasta convertir el vehículo en una factoría móvil. En este último caso, haría del camión un espacio de trabajo en el que insistir en el arte como un hecho de comunicación. De esta forma, pretendía evitar también el espacio de legitimación artística de la galería y las inauguraciones como hecho social. En una entrevista realizada por Jorge Luis Marzo en 1996 con motivo de la exposición de Chris Burden en el Centre d’Art Santa Mònica, el artista americano insistía en describir las acciones de los años setenta como un intento por «redefinir cual era la esencia del arte, si la había, más allá de todos los mecanismos que lo rodeaban en aquel momento». Es decir, que el camión como factoría ambulante podía responder a ese interés por despojar al arte de sus mecanismos de validación: hacer proyectos que fuesen de arte sin formar parte de la estructura de galerías, coleccionistas, museos, etc.

En 1971 Ant Farm, también había desarrollado un proyecto en el que coincidían algunos de los mismos intereses: «Media Van», una furgoneta de aspecto futurista cuyo objeto era recorrer EE.UU. para retransmitir televisión en directo y llevar a cabo proyectos relacionados con los medios de masas. Ant Farm era un grupo de San Francisco formado por arquitectos y activistas, así que, en principio, no estaban inscritos en el mismo sistema del arte al que, aunque quisiese aislarse, Chris Burden pertenecía de lleno y, de manera consecuente, tampoco estaban tan preocupados por redefinir cual era la esencia del arte. Chip Lord, uno de los miembros de Ant Farm, decía en una conversación con el artista francés Pierre Huyghe: «We were trained as architects, it’s really, in a sense, how an architect works as well. […] We began as «underground architects». It means that we have to invent the projects ourselves and not wait for a client to knock the door… But we thought ourselves as outsiders, we were out of the architectural practice, we weren’t really in the art world either».

Pero, en 1975 en una acción de Ant Farm había una referencia explícita al deseo por forzar los límites de la definición del arte, que viene a manifestar unos intereses comunes entre el grupo de San Francisco y Chris Burden. La acción quedó registrada en una película que lleva por título «The eternal frame», firmada en colaboración como Ant Farm & T.R. Uthco. El grupo al completo lo formaban: Doug Hall, Chip Lord, Doug Michels y Jody Procter. «The eternal frame» documentaba la reconstrucción o reactuación -reenactment- del asesinato del presidente de EE.UU. John F. Kennedy en las calles de Dallas en 1963. Doug Hall interpretaba al presidente, mientras que Doug Michels se travestía en Jacqueline Kennedy. Ambos, más el gobernador de Texas, John Bowden Connally Jr., herido también en el magnicidio, y otros miembros de seguridad ensayan el reenactment. Más tarde se pasean por las calles de Dallas en un coche Continental idéntico al del día del asesinato y, en medio de las caras de sorpresa de los transeúntes, vuelven a matar figuradamente a JFK. A continuación Kennedy y Jacqueline acuden al The Sixth Floor Museum dedicado a la memoria del presidente asesinado y a todo lo relacionado con el magnicidio. Allí, la falsa familia presidencial renacida en 1975, saluda a los asistentes, aunque, inmediatamente son conminados a abandonar las salas del museo. El documental también incluye imágenes del estreno del film, una declaración y una breve entrevista a The Artist/The President -así es siempre calificado Doug Hall disfrazado de presidente en el documental. En esa entrevista, entre bromas, en un tono medio jocoso, medio serio, medio burlesco, uno de los miembros de Ant Farm & T.R. Uthco le pregunta si cree que lo que están haciendo, el documental y el reenactment, es arte. La respuesta de The Artist/The President es: «This is not not art».

«This is not not art» es una doble negación que no asegura que lo que está sucediendo sea arte, pero tampoco cualquier otra cosa. Ant Farm también tensaba la definición del arte.

En la misma conversación entre Pierre Huyghe y Chip Lord, éste cuenta que: «Within the context of that moment -1975- there was the turning away from the gallery system, or of the commodity that is art» . Más recientemente, pregunté a Chip Lord por la coincidencia de intereses entre las declaraciones de The Artist/The President en «The Eternal Frame» y la puesta en marcha de una furgoneta/proyecto en «Media Van» con «Big Wrench» de Chris Burden y su interés por repensar la definición del arte. Chip Lord admitía la coincidencia, que ambos trabajaban con las mismas ideas, que se trataba de ideas que estaban en el aire: «I actually was double billed with Chris in 1982 or 83 when he performed «Big Wrench» and the video, I think, was part of a La Mamelle series that I was included in, so I’m familar with the piece. I think of it as an obsessive mixing of Life and Art with the idea of «the Curse» cooming over. At the time I didn’t think of it as being connected or influenced by Ant Farm, but this is interesting to think about. It could just be the cultural moment, ideas that are in the air, or it could be more specific» . Efectivamente, algunos vídeos de Ant Farm se mostraron conjuntamente con vídeos de Chris Burden hacia 1982 o 1983 en las programaciones de La Mamelle, un non-profit y artists space de San Francisco, activo desde 1975 hasta 1995. En todo caso, vale la pena destacar que la idea de romper la distinción del arte (o la arquitectura) estaba en el aire.

No más mentirasEl «Media Van» de Ant farm también era un proyecto ambulante como más tarde querría realizar Chris Burden con el camión. Pero, a Chris Burden se le acumulaban los problemas con aquel trasto. Tuvo que posponer indefinidamente los proyectos que había pensado hacer con él, que finalmente quedaron como iniciativas no realizadas. Y al poco tiempo, dadas las dificultades que suponía su mantenimiento, decidió poner en venta el camión. Lo compró una familia que se trasladaba a Tennessee. Durante el trayecto a Tennessee, dado que el vehículo no estaba en el mejor de los estados, sufrieron un accidente. A pesar de que Chris Burden asegura que todos los papeles de traspaso de nombre del camión estaban en regla, parece ser que el nuevo dueño no realizó los trámites administrativos adecuados. El caso es que la compañía de seguros demandó a Chris Burden y la policía le pidió explicaciones para que aclarase porqué poseía un camión que no conducía él mismo, o porqué tenía un camión sino era propietario de ninguna empresa de transporte, ni se dedicaba en general a la industria del transporte por carretera.

Salvados los últimos incidentes con la justicia y aunque se hubiese desecho del vehículo físicamente, este no había desparecido de su vida. Un tiempo más tarde, un coleccionista interesado por su historia y el camión quiso comprarlo como una obra de arte. Ahora el problema era que el camión había desaparecido, no había manera de encontrarlo y recuperarlo.

La furgoneta Media Van de Ant Farm también se perdió en 1972. En 2008, los miembros de Ant Farm rehicieron el Media Van y lo mostraron como si hubiese sido recuperado, encontrado como un hallazgo arqueológico en un silo de misiles de California. El reencuentro con Media Van lleva el título de «Ant Farm Media Van v.08 (Time Capsule)» y fue presentado en la exposición «The Art of Participation: 1950 to Now» en el San Francisco Museum of Modern Art. No era la primera vez que utilizaban el título o la idea de «Time capsule». El primer «Time Capsule» que realizaron se envió a la Bienal de París de 1969: «Electronic Oasis» era una caja de cartón con souvenirs de Houston, pero nada más llegar a París fue abierta y el contenido desapareció en tres días. En 1972 pusieron el mismo título a una nevera con objetos de la época para ser descubierta en 1984. En realidad, la nevera se abrió en 2000 en una ceremonia pública en el The Art Guys Museum de Houston. De igual manera, el recuperado «Ant Farm Media Van v.08 (Time Capsule)» de 1971, se abrió en 2008 para que el público introdujese objetos para que sea reabierto en 2030.

Pero Chris Burden no encontró el camión, tampoco lo ha rehecho, aunque sí hizo un último intento por recuperarlo, con el deseo de vendérselo al coleccionista. En 1979 editó un vídeo que lleva por título «Big Wrench». Éste fue el vídeo con el que compartío programación Ant Farm en las series de La Mamelle. En él aparece Chris Burden con una enorme llave para grandes tuercas mientras que en el fondo aparecen imágenes en movimiento de camiones, entre ellos una imagen fija en blanco y negro de «Big job». Durante los 15 minutos que dura el vídeo, Chris Burden explica sin ningún tipo de afectación, ni modulación, ni énfasis, en un discurso monótono, la historia del camión y acaba haciendo un llamamiento para que sea encontrado.

Eliminando las referencias a otras obras de Chris Burden como «Dead man» y a los proyectos de Ant Farm, en el vídeo explica la misma historia que he relatado aquí. Sólo que el artista dentro de esa monotonía del discurso se fija en todos los detalles. Como si el deseo por dar veracidad a los hechos no sólo le exigiese no modular y no hacer énfasis, sino también ser preciso y explicar el peso del camión, el precio por el que se vendía, por el que lo compró y por el que lo vendió, los nombres del dueño anterior y el posterior, el nombre del coleccionista, así como todas las particularidades técnicas y estéticas del camión. El deseo por dar veracidad a la historia es intenso y explícito. Hay un último aspecto que llama la atención en el vídeo. Sin que la narración se detenga, cada cierto tiempo (pueden ser treinta segundos o un par de minutos) aparece una imagen fija, con Chris Burden de pie, encorvado, esta vez sin imagen de fondo, en un plano más avanzado, no vemos la cabeza, sólo los brazos extendidos hacia abajo sujetando firmemente la llave para tuercas. A la altura de la llave aparecen sobreimpresionadas en verde dos palabras: TRUE STORY.

Este es el relato del porqué es importante señalar que es una story -una historia, no la historia- y es true -verdad.

El lenguaje de la enfermedad

El caso de tres escritores -Daudet, Guibert, Brodkey-  que escriben la crónica de su propia muerte, le sirven al doctor Arnoldo Kraus para caracterizar una poética de la enfermedad, para hablar del registro del dolor, y de la importancia del lenguaje cuando se está cerca de la muerte. «Distraer a la muerte», dice en este ensayo, «es un arte. Algunas palabras lo logran, algunos enfermos lo consiguen.»

El lenguaje de la enfermedad nace cuando nace el ser humano. La enfermedad y la muerte son compañeros añejos, perpetuos e imprescindibles. Junto a la invención del lenguaje fue necesario crear términos que explicaran lo que las personas sentían cuando padecían o enfermaban. No siempre es fácil explicar lo que se siente cuando claudica la vida o duele el estómago. Los enfermos crean metáforas e inventan un lenguaje, su lenguaje. Quienes dicen que existe una poética de la enfermedad tienen razón. “Mi piel es como un vestido que se encoge”, comentó una enferma con esclerodermia generalizada. “Me rechinan mis zapatos”, expresó un campesino con diabetes. Una enferma con lupus eritematoso generalizado que tenía afectación neurológica en una extremidad anotó: “Mi pie se divorció de mí.” Interpretar esas sensaciones es un arte. Leer lo que escriben algunos autores acerca de sus padeceres y entremezclarlo con lo que dicen los enfermos deviene lenguaje de la enfermedad.

En En la tierra del dolor Alphonse Daudet (1840-1897) expone sus vivencias sobre la sífilis, enfermedad que contrajo cuando tenía diecisiete años. Daudet notó los primeros síntomas hacia 1884. A partir de entonces empezó a escribir en un cuaderno algunas notas, no hiladas, con un “orden desordenado”. En sus escasas páginas –55 en la versión en español– contagia desasosiego, temor y dolor. Contagiar dolor por medio de las letras no es sencillo. Se requiere primero vivirlo –que circule por la sangre– y después respirarlo hasta transformar la exhalación dolorosa en lenguaje. El libro fue publicado por su viuda hasta 1930. Aunque se desconocen las razones del “retraso” supongo que lo hizo para evitar la estigmatización tanto para su difunto esposo como para ella misma.

Algunas patologías, sobre todo las contagiosas, estigmatizan a las personas y a sus seres cercanos. La sífilis, la tuberculosis y la lepra eran, en el pasado, algo más que enfermedades. Eran una especie de tatuaje que laceraba y marcaba a los afectados. En ocasiones el rumor puede dañar tanto o más que la enfermedad. La estigmatización plantea un problema sociológico complejo. El síndrome de inmunodeficiencia adquirida es un brete actual similar al de la sífilis, que afectó a algunos de los escritores franceses más famosos del siglo XIX, entre ellos Baudelaire, Flaubert y Maupassant. Muchos infectados eran, y son, señalados y maltratados. Incluso hoy en algunos países del primer mundo se denuesta en las escuelas a los hijos de personas enfermas de sida.

A pesar de que En la tierra del dolor está repleto de citas memorables, Daudet afirma que el dolor es enemigo del lenguaje: “Y además, ¿de qué sirven las palabras para todo aquello que se siente a fondo en el dolor (y también en la pasión)? Aparecen cuando todo ha acabado ya, se ha calmado ya. Nombran recuerdos estériles o mendaces.” Daudet vivía preso de una angustia desgarradora. Su cuerpo se fragmentaba mientras su alma se desmoronaba. En la época cuando contrajo la sífilis no había cura para la enfermedad ni remedios adecuados para mitigar el dolor.

Como parte de la aristocracia cultural a la que pertenecía consiguió que lo atendiera J.M. Charcot (1825-1893), celebérrimo neurólogo francés, profesor de anatomía patológica, fundador de la neurología moderna, experto en hipnosis e histeria. Su sabiduría y su éxito fueron enormes. Durante algún tiempo la literatura médica acuñó hasta quince epónimos relacionados con sus descubrimientos. En 1885, un año después de que la enfermedad empezara a demoler a Daudet, Charcot le informó que era imposible curarlo (la sífilis se convirtió en una infección potencialmente curable a mediados de la década de los cuarenta del siglo XX, época en que se empezó a utilizar la penicilina).

Entre el inicio clínico de la enfermedad –permaneció latente durante veintisiete años– y el dictamen médico (o la condena) de Charcot, transcurrió sólo un año. Daudet debió aguardar doce largos años plagados de dolor e incomodidades antes de morir. Las mermas físicas lo apabullaban. No encontraba consuelo. El dolor neuropático y la pérdida de la capacidad funcional, característicos de la sífilis, son una combinación atroz que derruye y disminuye la libido incluso de personas bien atildadas. Daudet no sabía de dónde sacar fuerza para seguir luchando: “Tener que estar echándole siempre fuerza de voluntad a las cosas más sencillas, más naturales, caminar, levantarse, sentarse, estar de pie, quitarse o volverse a poner el sombrero. ¡Es que es espantoso! En lo único en que no puede influir la voluntad es en el pensamiento y su movimiento perpetuo. Y sería, sin embargo, tan grato detenerse; pero qué va, la araña sigue y sigue, de día y de noche, sin tregua, sólo unas pocas horas, a golpe de cloral. Porque hace años y años que Macbeth mató el sueño.”

Muchas personas enferman más cuando el sueño se convierte en pesadilla en vez de compañero. Lo mismo sucede cuando la fatiga dilapida el ímpetu vital. Retomo un diálogo con un enfermo: “Poco queda de mí. La enfermedad me sepulta: un día, un dedo; el siguiente, la mano; mañana, ¿la vida? No logro pensar en ‘el futuro’: suficiente asfixia me produce saber que tardará mucho en llegar el nuevo día. Y después de ese día, las horas lentas de la tarde. Y después, el reloj que no avanza, el tictac nocturno que se atasca. Y la noche, siempre la noche. Las horas que nunca acaban son el demonio personificado. De noche el tiempo transcurre más lento. Ayer se detuvo. No siguió. No se movió. Y yo, aquí. Preso dentro de mí. Aguardando, siempre esperando: pastillas, la luz de la mañana, la visita del doctor, la llamada de la hija, la mano de alguien que me voltee, la mano de ese mismo alguien que me limpie, el dictamen del médico que afirme que todo acabará pronto, la enfermera que me rasure, la fuerza que falta, la voz que me autorice a despedirme, el soplo de vida que no llega. Entre nada y muy poco queda de mí.”

Cuando la sífilis no es tratada suele producir grandes problemas. La sífilis fue parteaguas en la vida de Daudet: sus vínculos hedónicos, consigo mismo y con las personas, se fracturaron cuando la espiroqueta empezó a trastocar su existencia. En el caso de Daudet la sífilis prosiguió hasta el estado tardío o terciario caracterizado por gran deterioro físico e invalidez. Como lo narra en su libro, fue víctima de dolores muy intensos e incapacitantes, sobre todo en huesos y articulaciones.

De acuerdo con varios testimonios, Daudet se sometió a todos los tratamientos asequibles. Primero utilizó mercurio –ignoro si tiene alguna eficacia sobre la espiroqueta–; después, a finales de la década de 1880, cuando la enfermedad prosiguió al estado terciario, fue víctima de tabes dorsalis, una forma de neurosífilis caracterizada, inter alia, por ataxia progresiva, destrucción de las grandes articulaciones (llamadas articulaciones de Charcot), alteraciones visuales, incontinencia, impotencia y episodios marcados por dolores muy intensos en cualquier parte del cuerpo. Como consecuencia de la infección, parálisis de los miembros inferiores.

Cuando apareció la neurosífilis acudió, aconsejado por expertos, a diversos balnearios donde la cura consistía en bañarse en lodo. Tiempo después utilizó la suspensión de Seyre, procedimiento recomendado por médicos de gran prestigio y que consistía en colgar al paciente durante varios minutos. Siguiendo las modas y los avances terapéuticos se sometió al tratamiento Brown-Séquard, basado en la aplicación de inyecciones intramusculares elaboradas de cobayas, las cuales producían grandes dolores, seguramente por el contenido aceitoso del producto. Tiempo después intentó la cura por medio de diversas dietas cuyos efectos negativos eran terribles. Daudet comentó que era preferible la muerte que los suplicios y las diarreas que producía la ingesta de las semillas o de los vegetales de las dietas.

Víctima de grandes dolores ingería o se inyectaba diversos remedios. Probó cloral, bromuro y morfina; como otras víctimas de dolores insoportables, utilizó cada vez más morfina hasta convertirse en dependiente. Huelga decir que los tratamientos fueron inútiles.

Mientras avanzaba la enfermedad Daudet se sentía cada vez más cansado. La fatiga lo mantenía postrado por mucho tiempo y le impedía realizar sus quehaceres. En muchas enfermedades crónicas la fatiga es un problema muy serio; incluso hoy, a pesar de los grandes avances farmacológicos, en algunos casos poco se puede hacer para remediar la fatiga. “Una noche más, una mañana más, un día más. Ya no puedo”, escribió una paciente antes de suicidarse.

Es fácil comprender el sufrimiento y la derrota de una persona como Daudet. Su vida pasada nunca regresaría: “Días enteros, largos días, en que no hay ya nada vivo en mí sino el padecer.” El agobio y la angustia se asociaban a los impedimentos físicos y a los dolores, pero también a la pérdida del placer, ya que, de acuerdo con sus propias palabras, en cuestiones sexuales fue “un auténtico villano”. Su vida sexual siempre fue muy activa. Se dice que frecuentaba a las queridas de sus amigos para cumplir sus fantasías sexuales. Para Daudet, la clausura del hedonismo fue sinónimo de una muerte prolongada. Poco a poco la vida escapó de sus manos. Poco a poco la muerte se apersonó.

Releo unas notas viejas en un cuaderno que me acompaña cuando veo enfermos. Algunas palabras son de ellos, otras son mías. Todas forman parte del discurso del dolor. Son el lenguaje de la enfermedad. Ante la inminencia de su muerte un paciente comentó: “Me agobia el tiempo que dedico a pensar en mi muerte; cuando estoy a solas imagino mi entierro, por la noche recuerdo los funerales de mis padres; mientras ingiero mis alimentos pienso que ya nunca probaré los mariscos que tanto me gustan. Intento convencerme y animarme para vivir bien los últimos días. Me digo: ‘Ocupa tus días en vivir, no en morir.’ Me respondo: ‘Mi vida fue muy bella, imposible desprenderme sin dolor.’ E intento convencerme: ‘Sí, así es, pero no tiene sentido desgastarte agregándole más dolor a la muerte que aún no llega.’ No encuentro consuelo. Repaso lo que pensaba acerca de la dignidad; me invade una profunda tristeza por no ceñirme a lo que tanto defendí. Me digo: ‘La muerte es mejor que las fracturas cotidianas; el final duele menos que el desmenuzamiento paulatino, imparable, sordo.’ Me quedo sin palabras.”

Es muy probable que Daudet haya sido un gran hedonista. Rodeado de grandes intelectuales, amigo de muchas de las queridas de sus amigos, buen escritor y amante de las bebidas alcohólicas, la sífilis fue una inmensa tragedia: “El dolor me oculta el horizonte, lo llena todo.” En su cuaderno de notas no escatima palabras para confrontar su tragedia: su vida le duele demasiado, las esperanzas son magras. La muerte, o al menos la imagen del final, no lo deja. Cuando todo parece estar perdido, la derrota se apodera de él: “Desde que sé que es para siempre –¡que no sea un para siempre muy largo, Dios mío!– me aclimato y escribo de vez en cuando estas notas con la punta de un clavo y unas cuantas gotas de mi sangre en las paredes del carcere duro.”

Aunque se ignora cuál era la idea original de Daudet al escribir las notas sueltas de La doulou –forma provenzal de la douleur es evidente que en el cuaderno, además de verterse y acompañarse, encontraba el sitio ideal para expresar sus miedos. Algunas personas escriben para atemperar el dolor. Otros lo hacen para reacomodarse a la “nueva vida” y algunos para darle voz a su cuerpo y su alma. Daudet, como tantos escritores y artistas, sabía que el dolor estaba ahí, pisándolo, persiguiéndolo, recortando su existencia. Si bien era imposible deshacerse de él, no lo era confrontarlo. Las palabras se convirtieron en su arma. Rebasadas las posibilidades médicas, las palabras pueden ser terapéuticas.

En ocasiones las letras pueden suplir a los médicos.

Al escribir Daudet se escuchaba: “Tengo que seguir andando para que se me pase el dolor.” Al recordar, se relacionaba con sus otros yos. Cuando tenía dieciséis años murió su hermano Henri. Su padre exclamó: “¡Ha muerto!, ¡ha muerto!” Años después Daudet confesó: “Mi primer Yo lloraba, pero mi segundo yo pensaba: ¡Qué tremendo alarido! ¡Quedaría fantástico en un escenario!” Esa anécdota encontró algunas palabras En la tierra del dolor: “Con una sombra a mi lado camino más tranquilo, de la misma forma que camino mejor si voy junto a alguien.” Finalmente Daudet transformó su padecer en su razón de vida: “En mi pobre carcasa que la anemia ha socavado y vaciado retumba el dolor como la voz en una vivienda desamueblada y sin cortinas. Días enteros, largos días, en que no hay ya nada vivo en mí sino el padecer.” Cuando uno enferma, sobre todo cuando la vida se desmorona, el tiempo deja de ser inocuo y nada, absolutamente nada, es casual.

Experiencias similares transmiten algunos enfermos. Sus sentimientos forman parte de la poética de la enfermedad. Frases como “mi vida es como la noche”, “este dolor es más que nunca mi vida” o “en mi cuerpo enfermo el tiempo ha dejado de existir, la única prueba de vida son los latidos de mi corazón, sobre todo los nocturnos, los que tocan la noche cuando todo calla”, son fragmentos de personas que retratan la vida y la muerte desde muchos ángulos. El escritor Hervé Guibert (1955-1991) lo cuenta de otra forma.

Guibert, golpeado por el sida, desanimado por la frialdad de la medicina y aterrado por lo que el espejo le mostraba cuando reflejaba su cara, escribió en Al amigo que no me salvó la vida: “Comienzo un nuevo libro para tener un compañero, un interlocutor, alguien con quien comer y dormir, al lado del cual soñar y tener pesadillas, el único amigo que en este momento puedo soportar.” Guibert hablaba de un “nuevo libro”. En sus páginas podría depositar una esperanza distinta e intentaría confabular contra la muerte. Buscaría robarle a la muerte un pedazo de vida para afrontar sus heridas desde otra perspectiva. Las palabras no detienen la muerte. Tampoco curan. Las palabras no hacen eso, pero sí permiten a quien las escribe leerlas cuantas veces sea necesario, cuantas veces se requiera saber que se está vivo. Birlar la muerte es tarea de todo enfermo. De no ser así, ¿cómo seguir vivo? Distraer a la muerte es un arte. Algunas palabras lo logran, algunos enfermos lo consiguen.

Guibert escribe desde el cuerpo que le dio la vida. Víctima del virus de la inmunodeficiencia humana, escribe desde su cuerpo enfermo. Su yo golpeado odia: “yo que acabo de descubrir que no amo a los seres humanos, no, decididamente no los amo, los odio más bien”. Su yo enfermo le recuerda Auschwitz: “Ese cuerpo descarnado que el masajista malaxaba brutalmente para devolverle la vida y que dejaba jadeante, caliente, hormigueante, como transportado de júbilo por su trabajo, volvía a encontrármelo yo en panorámica auschwitziana todas las mañanas en el gran espejo del cuarto de baño.”

Anatole Broyard, en Intoxicated by my illness, reflexiona: “Cuando te das cuenta de que tu vida se encuentra amenazada, puedes confrontar esa situación o puedes evadirla.” Ambas posibilidades son válidas. Yo pienso que confrontarla es mejor opción. Guibert, atrapado por el odio, encontró en la escritura (eso creo) una compañía útil. De no haber escrito hubiera fallecido de otra forma, quizá con más dolor, quizás antes, seguro sin penetrar el universo de la muerte.

El dolor, en ocasiones, es el último pretexto para llamarle a la vida vida; es también una razón para reclamarle a la muerte su soberbia, su sordera, su impenetrabilidad y el desprecio absoluto que ejerce sobre los humanos. El dolor dialoga, la muerte no. Es claro: después del infinito, sólo la muerte. Aunque no tan claro: ¿es cierto lo que escribí, “después del infinito sólo la muerte”? Quizás lo contrario sea lo correcto: después de la muerte, sólo el infinito.

El dolor permite apropiarse de un pedazo de vida para seguir viviendo. Guibert, destrozado, hablaba de “ese cuerpo descarnado”, abrasado por el “dolor auschwitziano” que impide la existencia. Algunos enfermos se suicidan cuando desaparece la migraña o el dolor abdominal que los mantenía vivos mientras padecían. Otros optan por la escritura en vez de suicidarse. Hay quienes apelan a Dios cuando la muerte es inminente y hay quienes escriben sus libros para postergar el fin, o bien, para pedirle prestado unos días a la muerte hasta escribir la última palabra. La historia de mi muerte es el subtítulo del libro Esta salvaje oscuridad. Su autor se apellidaba Brodkey.

Harold Brodkey (1930-1996) ocupó parte de sus últimos meses en narrar lo que le sucedía como consecuencia del síndrome de inmunodeficiencia adquirida. En Esta salvaje oscuridad escribió: “No quiero hacer el elogio de la muerte; pero, en la inmediatez, la muerte confiere a las horas cierta belleza; una belleza que acaso no se parezca a ninguna otra, pero es abrumadora.”

Al igual que para Daudet y para Guibert, la pluma representó para Brodkey una forma de expiación y de consuelo. Aunque encontró algunos remedios médicos, no tuvo la oportunidad de someterse a los tratamientos modernos; la enfermedad se le diagnóstico en 1993, época en que aún no estaban disponibles los nuevos fármacos para detener el avance del sida. Acosado por la fatiga cavilaba acerca del final: “La muerte no es una voz suave ni un paso vago en las cercanías. Está a la puerta. En vez de escurrirse y desaparecer, la debilidad permanece. Parece como remansada. Me inunda y la inundación es tan ancha como el alma. La caja donde venían mi fuerza y mi suerte esta vacía y vibra un poco.” El psicoanalista inglés D.W. Winnicott empezó una autobiografía que nunca terminó. El primer párrafo dice: “He muerto.” El quinto: “Permítanme ver. ¿Qué sucedió cuando yo morí? Mi petición fue respondida. Estaba vivo cuando había muerto. Eso fue todo lo que deseaba saber.” No. Las palabras no detienen la muerte. Sólo hablan con ella.

“Mi trío” –Brodkey, Guibert y Daudet– vivía acosado por la fatiga, esa terrible sensación que impide la vida y asfixia el deseo. El cansancio extremo es muy frecuente en algunas enfermedades; para muchos, la imposibilidad para confrontarlo es consejero de la muerte pero también amigo de la reflexión. En otro libro, El protocolo compasivo, Guibert se sumerge en su yo herido, exangüe, lento, atiborrado de células fatigadas, de dnas a punto de perecer y de moléculas exhaustas y sin mensajes que transmitir: “Me tiro todo el día dormitando en un sillón del que me cuesta gran esfuerzo alzarme, ya no aspiro sino al sueño, me dejo caer sobre la cama, pues ya no puedo meterme en ella o salir de ella con el esfuerzo de mis músculos, o me agarro los músculos con las manos para hacer de palanca o me echo de costado para acabar sentado tras haber dejado caer las piernas […] Ahora que la deglución me da un dolor horrible y cada bocado se ha vuelto una tortura y un tormento y resulta que, desde hace tres días, el simple hecho de estar acostado en la cama me causa dolor, porque ya no puedo darme la vuelta, tengo los brazos demasiado débiles, las piernas demasiado débiles.”

La falta de fuerza mina casi todo. Mover una palabra o tocar una idea puede ser imposible. La ausencia de energía trastoca las cosas más simples. Incluso el recuerdo de lo bello se difumina entre las tenazas del cansancio extremo. Para muchos enfermos, víctimas de agotamiento, el único refugio posible es la espera: del tiempo que no regresa, de las amantes instaladas en la bruma del olvido, de los hilos que suturen las heridas del alma, de un hálito de fuerza que permita la vida. Otros tallan su última morada por medio de palabras donde el lenguaje de la enfermedad emerge como recurso y resguardo. Así lo sienten algunos pacientes: “Poco, casi nada queda de mí. Moverme es un suplicio, comer una agonía. Escuchar las súplicas de los seres queridos profundiza la tristeza. ¿Que qué queda de mí? Nada o casi nada. No sé cómo decirlo. La frontera entre nada y casi nada es imperceptible. No va más allá de un suspiro. Se escurre entre los dedos. ¿Que por qué no me esfuerzo más? Porque la muerte ha penetrado en mí y se ha adueñado de todo. De todo menos del momento del adiós.”

En la tierra del dolor es un diván construido ad hoc: en él Daudet se vierte y se habla con todas las voces posibles. Aunque afirmaba que el sufrimiento mitigaba el peso del lenguaje, lo cual debió haber sido cierto para un autor bastante prolífico, las notas que conforman En la tierra del dolor, una especie de lectura de la vida escrita desde el sufrimiento, contradice esa idea. Su diario, su tierra dolorosa, es un dechado de sobrios tintes literarios. Envuelto por el dolor escribe: “Dolor, has de serlo todo para mí. Deja que encuentre en ti todas esas tierras extranjeras que no me dejarás que visite. Sé mi filosofía, sé mi ciencia.”

En algunos enfermos el dolor expone partes desconocidas; en otros se convierte en morada. Recuerdo una conversación con un paciente terminal: “Yo pensaba que mi vida podría finalizar como sucede en algunas películas. Un infarto, ¡y ya! Ahora me encuentro atrapado en un guión que no deseo jugar. Pensé que sería dueño de mi final. Que mi voluntad diría: no o sí. Que el tiempo de la vida siempre sería mi tiempo. Ahora sé que me equivoqué: me encuentro atrapado dentro de mí. Yo soy el actor y no tengo escapatoria. Yo soy el dolor y el dolor soy yo. Yo no escribí el guión y tengo que actuarlo. El final, curiosamente, soy yo. Sin mí no hay final. No puedo evadirme de él. Cuando lo haga moriré. Lo peor es que no tengo con quién dialogar. El dolor es ciego, es crudo. La única solución para aliviarlo es la muerte. ¿Que por qué no me suicido?, me preguntas. No lo hago porque aún tengo cosas que decir. Por ejemplo, decirle al dolor que mi muerte será su derrota.”

El dolor y la cercanía de la idea de la muerte suelen evocar muchas reflexiones. A partir de las pérdidas emerge la necesidad del encuentro, en ocasiones con uno mismo, otras veces con seres cercanos. Invocar el pasado y evocar bellos recuerdos puede ser terapéutico.

Ningún dolor es nuevo. Cuerpo y alma los experimentan continuamente. Algunas veces más, otras menos. La existencia, per se, conlleva diversos grados de dolor. Hay enfermos que dicen: “soy una enfermedad”; otros afirman: “me siento polvo. Cada amanecer veo cómo el viento se lleva pequeños pedazos de mi existencia”. Otros más aseguran que “la oscuridad crece por dentro. Desde hace días no consigo encontrarme. Mis brazos, mis manos, mis ojos, ya no son míos”.

Susan Sontag afirmaba en su libro Illness as metaphor and aids and its metaphors* que “la enfermedad es el lado nocturno de la vida, y es una ciudadanía más onerosa. Todas las personas tienen una doble ciudadanía, en el reino del bienestar y en el reino de la enfermedad”. Al viajar al lado nocturno de la vida, víctima de enfermedades, o al escuchar que los enfermos dicen “al llegar a México el clima me desconoció y enfermé de gripa” o al evocar la imagen de una mujer deprimida que explica que “se acuesta temprano porque al dormir duele menos la vida”, se comprende que la vida, como dice Sontag, consta de dos reinos y que la poética del dolor deviene lenguaje de la enfermedad.

Procrastinar

Gabriel Zaid escribe para Letras Libres un ensayo en el que investiga en profundidad la palabra «procrastinar». El texto, que bucea las etimologías latina e inglesa del término, se explaya también sobre su uso, e incluso sobre la iconografía a la que se asocia, para hablar sobre la idiosincrasia que sobrevuela una lengua.

En inglés se usa mucho la palabra procrastinate: dejar para mañana. Se traduce a veces por aplazar, diferir, posponerpostergar o relegar, que no dan la idea de hábito. Por otra parte, posponer, postergar y relegar implican, en primer lugar, ‘dar menos importancia’ (a una de las personas o cuestiones que esperan, por ejemplo); y secundariamente ‘dejar para después’. Aplazar y diferir significan ‘dejar para otra fecha (definida o no)’, pero no necesariamente como un hábito personal. A la persona que lo tiene, se le llama en inglés procrastinator, y a su inacción procrastination.

Las tres palabras derivan del latín procrastinare,procrastinator y procrastinatio con los mismos significados. Están formadas a partir del prefijo pro ‘hacia’ y el adverbiocras ‘mañana’; no ‘la mañana’, sino ‘el mañana’, y en particular ‘el día siguiente a hoy’. El anuncio jocoso que todavía se ve en algunas tienditas: “Hoy no fío, mañana sí” viene del Imperio romano: “Crascredo, hodie nihil”, o sea “Mañana fío, hoy nada”.

Los romanos eran muy ejecutivos, y se burlaban de los indecisos. Hay una sátira de Marcial (siglo I) sobre un personaje al que intencionadamente llama Póstumo (nombre que sí existía), como diciéndole: No tendrás vida póstuma (fama) si dejas todo para mañana (Epigramas V, 58):

Cras te victurum, cras dicis, Postume, Semper.

Dic mihi, cras istud, Postume, quando venit?

 

Mañana tú vivirás, mañana, dices, Póstumo, siempre.

Dime, el mañana ese, Póstumo, ¿cuándo viene?

En el siglo III, en Capadocia, un comandante romano se sintió atraído por la fe cristiana y (diabólicamente, según la leyenda piadosa) era desviado de la conversión por un cuervo que graznaba cras cras, que es la voz del cuervo (de donde viene crascitar), como si le dijera: “Déjalo para mañana”. Pero el centurión, muy ejecutivamente, aplastó al cuervo respondiéndole: hodie hodie (hoy hoy). Se convirtió al cristianismo, fue martirizado y se venera el 19 de abril como San Expedito.

Es de suponerse que el nombre es un apodo, porque el cuervo aparece frecuentemente en su iconografía, como puede verse en Google Imágenes. Se volvió popular desde el siglo XVIII como intercesor de las causas urgentes, y tiene fama de hacer milagros rápidos. Hay páginas de la Wikipedia sobre él en siete idiomas, así como numerosos portales y blogues donde se narran sus milagros.

Los tribunales de México, que tanto hablan de “justicia pronta y expedita”, deberían adoptarlo como santo patrón, para que les haga el milagro. Por cierto que, cerca de la Suprema Corte, en la esquina de 20 de Noviembre y Venustiano Carranza de la ciudad de México, hay un templo del siglo XVIII (San Bernardo) con un altar dedicado a San Expedito. El 19 de cada mes a las 12 los padres agustinos reciben a los devotos que van a agradecer los milagros recibidos.

En el siglo IV, San Agustín se burló de sí mismo por no ser expedito ante el llamado a la conversión (Confesiones, VII, 12 y 17): No tenía nada que responderte, Señor, sino “mañana y mañana” (cras et cras)… “Dame, Señor, castidad, pero todavía no”.

La palabra cras pasó al español con el mismo significado. Gonzalo Correas (Vocabulario de refranes y frases proverbiales, 1627) recoge el refrán medieval “A lo que has de hacer no digas cras, pon la mano y haz” (número 1329), equivalente a “No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy”. También recoge “Cras crastinando, dijo el cuervo; y no sé cuándo se tornará blanco”, explicando que se dice “Contra los que dilatan lo que hay que hacer” (número 1113). Obsérvese, de paso, la palabra dilatar usada para el tiempo, como es común en México, aunque algunos suponen que el uso es incorrecto, y debe limitarse a lo que se dilata espacialmente.

En la Biblioteca Virtual Cervantes (www.cervantesvirtual.com) se puede documentar un centenar de usos de la palabra cras en muchos libros, por ejemplo: en el Libro de buen amor (año 1330) de Juan Ruiz, Arcipreste de Hita (estrofa 1256), donde dice que las monjas “traen a muchos locos”, pero

que amaban falsamente a cuantos las amaban.

Son parientas del cuervo, de cras en cras andaban,

tarde cumplen o nunca

Y en el Corvacho (1466) del Arcipreste de Talavera, hay un refrán contra los indecisos como San Agustín: “De cras en cras, vase el triste a Satanás”. Curiosamente, esta novela picaresca, misógina y sermoneadora no trata de cuervos. Recibió ese título, que no le dio el autor, por cierto parecido con el Corbaccio (el cuervo) de Boccaccio.

Los cuervos tienen su leyenda negra, en primer lugar, por su negrísimo color (Ramón Gómez de la Serna dijo memorablemente que “Los cuervos se tiñen”); un color que los pinta como aves de mal agüero. Porque, además, devoran todo, incluso la carroña. Y porque son inteligentes, innovadores y oportunistas hasta parecer diabólicos. Son capaces de improvisar: valerse de una ramita en el pico para sacar algo de un tubo (véase en YouTube, intelligent crow). Hay quienes dicen que los córvidos igualan en inteligencia a los primates superiores. Tienen fama de ladrones, porque se llevan muchas cosas a sus nidos, especialmente vidrios y objetos brillantes (como la cuchara de plata en La urraca ladrona de Rossini). Tienen fama de sacar los ojos, especialmente de los muertos, quizá atraídos porque son vidriosos. Tienen fama de gárrulos, y su mímica vocal es sorprendente: pueden imitar las voces de otros pájaros, el ruido de los árboles o cascadas, la voz humana, silbatos y otros ruidos. Pueden escucharse en YouTube (cuervo, urraca, raven, crow, magpie, corbeau, corvo, Rabe), aunque mezclados con videos sobre otras cosas; algunos de interés, como algunas notables declamaciones del poema “The raven” de Edgar Allan Poe, con el estribillo “Nevermore”.

Del cuervo dice Sebastián de Covarrubias (Tesoro de la lengua castellana o española, 1611): “Compararon los egipcios, en sus jeroglíficos, los aduladores a los cuervos; y dijeron ser más perjudiciales aun que ellos, porque el cuervo saca los ojos corporales al hombre muerto que halla en la horca, y el lisonjero adulador saca los ojos del alma y del entendimiento al hombre vivo que está en el trono […] privándole de aquello que tanto le importaba para el gobierno de su persona y de los suyos.” Y también: “Cuenta Plinio la industria y agudeza de un cuervo que, estando cierta urna medio llena de agua pluvial, y no pudiendo alcanzar a beber de ella, le fue echando muchas pedrezuelas hasta que vino a subir el agua a lo alto, y satisfizo su sed (Historia natural, libro 10, capítulo 43).”

El Diccionario de los símbolos de Jean Chevalier y Alain Gheerbrant recoge elementos de la leyenda negra en diversas culturas, pero también de la leyenda blanca: el cuervo como presencia del más allá, como mensajero de Dios y como símbolo de la sabiduría, la gratitud y la generosidad (llevar pan en el pico a los ermitaños y prisioneros). También dice que su crascitar ha sido escuchado como esperanzador en latín (cras cras: mañana mañana) y como arrullo infantil en japonés (kaa kaa: kawaii kawaii: querido querido).

Me escribe Aurelio Asiain (28 de octubre 2010): La palabrakawaii se usa todo el tiempo; es más de mujeres que de hombres y significa ‘adorable’, ‘bonito’. Nunca la he escuchado como ‘querido’. Los cuervos tuvieron una consideración muy alta entre los poetas japoneses antiguos y los místicos del Zen, pero hoy son vistos como una plaga en las ciudades. Su nombre es karasu, que suena a karás, y su crascitar se escucha como kaa kaa (que me parece más exacto que kras kras). Se atribuye a los cuervos, no a los gallos, el anuncio del alba; y su graznido matutino tiene un nombre especial: akegarasu. Una famosa antología de haiku recibió este nombre, como llamando a los poetas extraviados a la senda de Basho.

Al parecer, también los checos escuchan el crascitar sin ere. La grajilla, un córvido pequeño parecido a la urraca, se llama en checo kavka, de donde viene el apellido Kafka (me escribe Ramón Cota Meza, 11 de noviembre 2010).

Lope de Vega (Rimas humanas y divinas, 1624) le dio otro giro a la sátira de Marcial. Se burla de su propia esperanza en conseguir el amor de una Juana que lo maltrata.

cánsase el poeta de la dilación

de su esperanza

 

¡Tanto mañana, y nunca ser mañana!

Amor se ha vuelto cuervo, o se me antoja.

¿En qué región el sol su carro aloja

de esta imposible aurora tramontana?

Sígueme inútil la esperanza vana,

como nave zorrera o mula coja,

porque no me tratara Barbarroja

de la manera que me tratas, Juana.

 

Juntos Amor y yo buscando vamos

ese mañana. ¡Oh dulces desvaríos!

Siempre mañana, y nunca mañanamos.

 

Pues si vencer no puedo tus desvíos,

sáquente cuervos de estos verdes ramos

los ojos. Pero no, ¡que son los míos!

Aunque Lope se burlaba de los rebuscados juegos gongorinos, juega aquí con tres conceptos: el mañana que nunca llega; la mañana del madrugar (el mañanar, que parece invento suyo, y recuerda los mexicanismosdesmañanarse, desmañanada) y el cuervo transformado en mujer que despierta el deseo, da esperanzas, las frustra y merece que le saquen los ojos. En algunas transcripciones, el décimo verso empieza “esta mañana”, que es absurdo; en otras, “este mañana”, que sí concuerda en género (se trata del mañana, no de la mañana). Para que esté más claro, preferí “ese mañana”, que lo pone en un futuro menos inmediato. Habría que ver el original.

Hay una continuación de ese “mañana” de Lope en el son de “La negra”:

 

Negrita de mis pesares,

hoja de papel volando,

a todos diles que sí,

pero no les digas cuándo.

Así me dijiste a mí,

por eso vivo penando.

La “hoja de papel volando” (que supongo) es una imagen del destino azaroso (“cual hoja al viento” dice la “Canción mixteca” de José López Alavés, 1912). Que los mariachis canten: “ojos de papel volando” no puede ser más que tradición defectuosa. Según parece, el son fue compuesto en 1926 en Tepic, por los hermanos Fidencio Lomelí Gutiérrez (letra) y Alberto (música), que no se tomaron el trabajo de escribirlo ni registrarlo. Se refiere a una novia del primero, que no se llamaba Juana (como la musa de Lope), sino Albina Luna; y no era negra, aunque así le dijeran por cariño, contradictoriamente con su nombre y apellido. ¿Habrá grabaciones de los hermanos Lomelí para verificar la letra original?

El Diccionario de la Real Academia Española registra cras desde la primera edición (1729): “adverbio de tiempo. Lo mismo que mañana. Es voz anticuada y puramente latina: cras”. En cambio, procrastinar entró tentativamente al Diccionario manual de 1989 y finalmente en el drae 21, 1992. Esto refleja la realidad: cras dejó de usarse y procrastinar está empezando a circular, todavía con temor. En las bases de datos de la Real Academia (7 de octubre 2010), hay un solo registro de procrastinar en 2003 (base crea) y ninguno en la base histórica (corde), donde hay 476 de cras, sobre todo del siglo XIII, y uno para crastinar de 1555, que no es el crastinando del refrán recogido por Correas.

Este verbo inusual (precursor de procrastinar) viene de procastinare y parece el primer intento de castellanizarlo, porque no hubo en latín un verbo crastinare. Según Ernout y Meillet (Dictionnaire étymologique de la langue latine), del adjetivo crastinus se pasó directamente al verbo procastinare.

Pero la definición de la Academia está mal: “Diferir, aplazar”. Peor aún, dice que procrastinar es un verbo transitivo, lo cual es válido para diferir y aplazar (la acción recae en lo que se difiere o aplaza: un viaje, por ejemplo); no para el uso actual de procrastinate en inglés, origen del neologismo en español. No hay que recomendar el uso transitivo (“Procrastinaron la reunión para el próximo lunes”), porque no hace falta, teniendo aplazar y diferir; sino el intransitivo (“Haces mal en procrastinar”), porque sí hace falta: no hay otra palabra para decirlo.

Procrastinar es un hábito, y no solo de perezosos o dejados. Procrastinan también los hiperactivos que evitan las decisiones importantes refugiándose en despachar nimiedades.

Según el Oxford English Dictionary, el registro más antiguo de procrastination es de 1548. Del mismo año, hay un registro de procrastine como verbo transitivo que no prosperó. Desde 1588, hay registros de procrastinate como verbo transitivo que sustituyó al anterior. Pero señala que el uso transitivo se volvió raro y desde 1638 apareció el intransitivo, que predomina hoy.

En Google (9 de noviembre 2010) hay millones de páginas que contienen procrastination (2.4), procrastinate (1.1) o procrastinator (0.6), y muy pocas que contengan las palabras correspondientes en español, francés, italiano y portugués. Al parecer, hay en inglés una obsesión moral y ejecutiva que necesita vituperar o sacudirse este mal hábito. En Amazon hay en venta un centenar de libros cuyo título incluye la palabra procrastination. En Google hay cuestionarios para medir hasta qué punto uno ha caído (procrastination test).

Francis Bacon (Essays or counsels, civil and moral, 1597), en un ensayo titulado precisamente “Of dispatch” (traducido al latín como “De expediendis negotiis”) dice que los españoles son muy poco expeditos, y hasta inventa (o recuerda mal) una burla: “Mi venga la muerte de Spagna” (sic), porque tardará en llegar. Hay el mismo prejuicio en los Estados Unidos contra los mexicanos, diciendo burlonamente en español: “Mañana, mañana”…

En todo caso, la obsesión ejecutiva que hizo prosperar la palabra procrastinate y produjo infinitos libros de superación personal llegó en el siglo XX a la lengua española, con el paradójico resultado de recuperar una palabra latina por medio del inglés. Es perfectamente legítimo decir procrastinar, procrastinación procrastinador, y no hay por qué sustituir estas palabras con otras menos exactas.

El respeto al lector

En «El respeto al lector. Una metafísica de los cajones«, Miguelángel Díaz Monges escribe sobre la relación entre el autor y su público y se pregunta qué estrategia conviene a la hora de considerarlo en la producción de un texto. ¿Qué conviene hacer con el lector? Lo mejor, nos dice, es guardarlo en un cajón para más tarde.

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Las cosas que van a dar a un cajón suelen perderse. Uno se inventa etiquetas de lo más variadas y elocuentes. Aquí van estas cosas, acá éstas otras. La verdad es que todos los cajones deberían llevar la misma descripción: “Archivado”.

Los paralizaba la inmensidad de sus deseos.
—Georges Perec

Lo mejor, desde luego, sería no usar cajones, tenerlo a mano todo y lo que no sirve echarlo a la basura. Lo mismo en la mente, donde tenemos infinitos cajones llenos de cosas que hemos metido junto con otras que no tienen nada que ver.

En los cajones de la mente parecen disolverse las cosas guardadas y terminan por mezclarse y confundirse con otras que uno no se explica por qué estaban en el mismo cajón.

Lo mismo pasa con los cajones físicos. Decidimos que en alguno va determinado tipo de cosas, pero nuestra idea del asunto va cambiando y metemos otro tipo de cosas suponiendo que son similares. De vez en cuando buscamos algo y no lo encontramos: se ha disuelto como papel en agua. Aparecen fragmentos de esto y de lo otro, amasijos sin orden ni concierto. Si hay suerte rescatamos la mayor parte de lo que buscamos, pero nunca todo; seguramente está, nadie ha metido mano, pero a saber donde, mezclado con qué, integrado o disuelto donde no iba, a donde fue a dar, en donde quizá se siente más a gusto, a donde lo llevaron las sabias leyes metafísicas que tienden a un cosmos bien distinto al vulgar y limitado orden del que nosotros somos capaces.

Los cajones no sirven de nada, a menos que se quiera dar con el caos de uno mismo que es el cosmos misterioso que acecha cuanto escapa a nuestra vigilancia.

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La mejor forma de respetar al lector es olvidarse de él sin despreciarlo. La crisis creativa no existe, es flojera, depresión, falta de hábito, insuficiencia de herramientas, distracción mundana y hasta desencanto terminal. No existe escritor alguno que no pueda ponerse en este momento a llenar miles de cuartillas acerca de cualquier cosa. Y si existe no es escritor. Otra cosa es publicar y apechugar con la crítica o la indiferencia. El escritor preocupado por estos asuntos puede dar en complacer al lector —o al crítico o al editor— y escribir lo que su limitada imaginación le hace creer que espera la veleidosa ambición de sus lectores. No le va a atinar, desde luego, o sí y es peor. No hay mayor falta de respeto al lector que suponer que se sabe lo que el lector espera y escribir desde esa perspectiva echando a algún cajón la propia estética y los impulsos que hicieron al lector acercarse al escritor.

Esa pretensión se llama voluntad de estilo y es el resultado de un éxito que se quiere conservar a toda costa, incluso convirtiendo el ejercicio de la escritura en un martirio.

Otra forma de respetar al lector es evitar escribir cuando uno anda con ínfulas de genio o con ambiciones más allá de una pieza bien lograda. Se parece a lo otro pero es más feo y también más subjetivo. Y lo es porque lo único peor que estacionarse en un estilo para preservar buena crítica, lectores fieles y nichos mercantiles, radica en la sutil diferencia entre cultivar un estilo para chapotear en él o buscarlo con desesperación, de intento en intento, haciendo del lector el conejillo de indias.

El respeto al lector empieza, pues, por olvidarse de él y olvidarse de uno mismo. Cada cual en distinto cajón, claro está. Cajones que no deberían existir, que lo confunden todo y que sólo son la antesala de la basura. Pasa que no parece razonable respetar al lector echándole a la basura y echándose uno mismo en ella. Entonces queda ir juntos al cajón de cosas archivadas, ese cajón del que sólo sale alguna cosa, y muy de vez en vez, mezclada y confundida, convertida en un amasijo correspondiente al cosmos de cierta metafísica que desdeña nuestro caótico orden existencial.

Acaso el respeto al lector consiste en olvidarlo para quizá encontrarlo más tarde, fundido con nosotros mismos y muchas otras cosas que inexplicablemente están ahí, sin orden ni concierto, disueltos como papel en agua. Y después, mucho o poco después, hallarnos colocados a secar ahí a mano, a ver qué formas imprevistas adoptarnos, qué cosa terminamos siendo, a qué cajón nos corresponde ir a dar, ya juntos y fundidos.

El pensamiento propio

¿Vale la pena citar? Enfrentado a esta pregunta y a sus posibilidades, Marco Ornelas se hace preguntas acerca de el pensamiento y sus formas. ¿Existe el pensamiento propio? En todo caso, ¿qué es eso: tener un pensamiento propio? Su respuesta parte de la herencia. Pocos hombres, dice, pudieron generar un sistema propio de ideas, un discurso.

En filosofía ―como en el mundo de la discusión teórica― no existe a la fecha un Rimbaud del pensamiento. La poesía puede jactarse de haber tenido en sus arcas a un gran artista pese a su juventud. Es cierto, sólo en algunos casos excepcionales los jóvenes —y los no jóvenes— han tenido hallazgos con el pensamiento. David Hume publicó su Tratado de la naturaleza humana a los veintiocho años de edad, y Schelling a los veinte era ya doctor en teología y filosofía. Pero Kant terminó de escribir su tríada filosófica a los cincuenta y siete años de edad. Es evidente: el pensamiento madura con lentitud. El joven poeta Rimbaud, sin embargo, a los veinte años de edad dejaba huérfana a su literatura y la inmortalidad la acogía como una de sus hijas predilectas. La gestación de las ideas del hombre va a paso senil y doloroso. Es complicado pensar y repensar. A Karl Marx le llevó toda su vida esculpir su sistema, el materialismo dialéctico.

¡Es pesado pensar, ah de la vida!1

Hay filósofos que se quedaron deambulando en los senderos del pensamiento. Nietzsche, por ejemplo, nunca encontró el camino de regreso a la lucidez. A las ideas hay que sembrarlas, regarlas y dejar que den frutos. El fruto maduro es el más degustable siempre. ¿Qué le queda al joven que intenta pensar por sí mismo —o lucubrar su discurso? ¿Callarse, acaso?

Recuerdo que hace no mucho tiempo sostenía una discusión con otros escritores, y citaba a ciertos filósofos; en eso, una autora que participaba en aquel debate me inquirió violentamente: “Tú siempre citas, ¿qué no tienes un pensamiento propio?” “¿Qué es un tener un pensamiento propio?”, le respondí. En ese momento ella no supo bien qué responder y sólo contestó: “Pensar por sí mismo”. Después de aquella discusión, reflexioné sobre el problema tan grande que para muchos implica que alguien cite. La conclusión a la que llegué es la siguiente.

Pensamiento propio, ¿qué significa tener un pensamiento propio —o discurso? ¿Quiénes son los hombres que han tenido un pensamiento propio —o que han elaborado su propio discurso?

Según el diccionario de la RAE, “propio” significa que es sólo de una persona y de nadie más, que es característico de alguien; que le pertenece únicamente a él. De lo anterior puedo concluir que el “pensamiento propio” es aquel que sólo le pertenece a un pensador; que ese conjunto de ideas únicamente son de él, y que las influencias de ideas de otros pensadores le han servido para recrear de manera tal las suyas que ya sólo le pertenecen a él. ¿Y quiénes son esos hombres? Por mencionar algunos ―que bien pueden ser ejemplo―: Heráclito y su devenir; Parménides y el principio de identidad; Sócrates y su mayéutica; Platón y las ideas innatas; Aristóteles y el hilemorfismo; san Agustín y la teoría de la iluminación; Descartes y su inmanencia; Leibniz y la monadología; Kant y sus críticas; Hegel y el absoluto; Comte y su positivismo; Husserl y la fenomenología; Bergson y su evolución creadora, entre otros pensadores verdaderamente con ideas propias. De ahí en más, todos los demás vivimos como huéspedes de las ideas ajenas. Vivimos de las ideas generacionales y culturales; vivimos de las ideas heredadas. Piénsenlo bien y concedan el beneficio de la duda.

Samuel Ramos y Octavio Paz se atrevieron a cuestionar si verdaderamente hay un pensamiento mexicano y si existe una filosofía auténtica mexicana.

Es verdad, han existido y existen en nuestro país grandes hombres de ideas, tenemos el caso de Francisco Javier Clavijero, Justo Sierra, Gabino Barreda, Antonio Caso, José Vasconcelos y Emilio Uranga, por mencionar sólo algunos. Aunque tampoco podemos negar que todos ellos se alimentaron fuertemente de ideas occidentales, de filósofos europeos. En nuestro país gran parte de la gente vive de las ideas heredadas del clero español católico, y la otra pequeña minoría vive también de la tradición liberal heredada del viejo continente. Por ejemplo, hoy en día, las ideas de los antiguos sabios orientales son un boom.

Por lo anterior, pregunto de nuevo: ¿Qué le queda al pensador joven ―y al no tan joven? ¿Callarse, acaso? ¿Y si será inauténtico citar? Como he tratado de mostrar, no se puede manejar a la ligera lo de tener un “pensamiento propio” pues son pocos los que han elaborado un discurso auténtico. Así, ¿es inauténtico citar? Considero que no, que es mucho más inauténtico no citar, por no saber la fuente (de su dicho) y pretender tener un “pensamiento propio”, sin percatarse de que todo el bagaje de esas ideas ha sido producto de la herencia, del momento histórico y de la endoculturación televisiva. Hay que decirlo, sólo pocos pensadores excepcionales han elaborado discurso. El pensador joven bien puede construir su conjunto idiomático, con cimientos sólidos, apoyándose en los grandes hombres de ideas. Quizá lo que le dará autenticidad al pensador joven será la elección. Elegir, por ejemplo, entre el idealismo kantiano o el raciovitalismo; entre la dialéctica hegeliana o el existencialismo. Con la elección dibujamos nuestro paisaje personal. Para elegir hay que conocer, mirar hacia la montaña gigante de las posibilidades y decidir. El que no conoce no puede refutar. La apuesta corona bellamente al ser. Y si del grande mar de las ideas no ha emergido todavía el Rimbaud del pensamiento, ¿qué le queda al joven reflexionante? Estudiar y conocer los diferentes caminos del pensar. Cimentar sus ideas en pensadores inmortales; elegir conscientemente un camino del pensar y no ser producto de la endoculturación inauténtica. ¿Callarse y no pensar, acaso? Nada de eso: ensayar, escribir y aclarar sus ideas sin ufanarse de poseer ya un “pensamiento propio”.

Nota
1 Parafraseo a Francisco de Quevedo, los versos del poema “Cuán nada parece lo que se vivió”: “Ah de la vida”… ¿Nadie me responde?/ ¡Aquí de los antaños que he vivido!/ La Fortuna mis tiempos ha mordido;/ las horas mi locura las esconde”.

Borges: el ensayo como argumento imaginario

A partir de «La flor de Coleridge», José Miguel Oviedo analiza en este artículo la indefinición genérica en Borges, la frontera siempre difusa que existe, en sus textos, entre el cuento y el ensayo. La libertad interpretativa que el autor confiere al lector, dice Oviedo, unida a la potencia imaginativa de su obra, son la clave para entender esta indefinición.

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Al Borges ensayista le debemos por lo menos dos cosas: la incorporación de un enorme repertorio de autores y obras que de otro modo habrían permanecido ajenos a nuestra tradición literaria, y el arte de razonar, alrededor de ellos, con argumentos que estimulan la libertad de nuestra imaginación. Ésas son precisamente dos de las mayores cualidades a las que puede aspirar un ensayista, cuya tarea es pensar y enseñar a pensar por cuenta propia.

Lo curioso es que, si uno revisa la producción ensayística de Borges, que comienza, muy poco después de iniciarse como poeta, con el primer volumen de Inquisiciones (1925) —que él excluiría sistemáticamente de sus Obras completas—, podrá comprobar que casi no hay libros orgánicos o extensos en ella, y que está compuesta básicamente por textos muy breves, modestos comentarios de lecturas, simples reseñas, prólogos y otras piezas ocasionales. Es decir, casi todo sugiere la presencia de un ensayista que quería ser visto sobre todo como un diligente lector, no como un ambicioso pensador. A Borges le importaba poco aparecer como un escritor «original»; prefería ser visto como alguien que reflexionaba con discreción, sólo guiado por el afán de comunicar el mismo placer que había experimentado al recorrer ciertos textos. Ésa era su justificación para apropiarse —mediante la lectura y la escritura— obras ajenas y hacerlas suyas en un grado que sólo ahora, gracias a las modernas teorías sobre la función del lector y la creación del sentido textual, podemos entender en todos sus alcances. En su «Nota sobre (hacia) Bernard Shaw», incluida en Otras inquisiciones (1952)1 —que puede considerarse su libro medular de ensayista, pese a que su contextura no difiere mucho de los otros—, Borges afirma algo cuya radical novedad pocos advirtieron entonces:

La literatura no es agotable, por la suficiente y simple razón de que un solo libro no lo es. El libro no es un ente incomunicado: es una relación, es un eje de innumerables relaciones. Una literatura difiere de otra, ulterior o anterior, menos por el texto que por la manera de ser leída: si me fuera otorgado leer cualquier página actual —ésta, por ejemplo— como la leerán el año dos mil, yo sabría como será la literatura el año dos mil. (158)

Esta concepción abriría más tarde caminos inéditos para el ejercicio literario entre nosotros; más concretamente: para el modo de pensar ese ejercicio, lo que tiene consecuencias directas sobre la práctica y la función del ensayo.

Esa idea permea por igual los géneros que cultivó Borges, todos ellos caracterizados por su brevedad; es bien conocida su paradójica relación con la novela, género del que fue un constante lector (y hasta traductor), pero que se negó «enérgicamente» (el adverbio es suyo) a cultivar. Es, en verdad, impropio hablar de «géneros» en el caso de Borges, porque continuamente escribió en los intersticios de ellos, creando ambigüedades y reverberaciones textuales que parodian los límites establecidos por la retórica entre esas categorías del discurso literario. Su obra puede verse como un conjunto de círculos concéntricos que se comprimen o expanden a voluntad, y en el que todo remite al centro que lo genera.

Borges es un virtuoso en la práctica de la cita interna, el eco de otra voz alojada en la suya, reiteración de ciertos símbolos y metáforas, reanimadas por leves variantes; esas variantes circulan de un texto a otro, emigrando de un poema para ir a parar a un cuento y reaparecer en un ensayo. En verdad, lo que hay es una constante operación de trasvase que se organiza como un sistema de extraordinaria coherencia y cuyo perfil todos reconocemos gracias a ciertas marcas lingüísticas, poéticas e intelectuales.

El centro del estatuto borgesiano está dado por la noción de invención, entendida ésta como la capacidad de crear ideas nuevas aun a partir de las más conocidas. Borges trabaja con arquetipos establecidos por la colaboración de muchos a través de los siglos: una cadena de préstamos y transformaciones que nos permite ver una vieja verdad desde otro ángulo, como si la hubiésemos formulado nosotros —o al menos nos deja jugar con esa hipótesis. Así, el lenguaje expositivo y analítico del ensayo incorpora los elementos de la ficción y los recursos de la metáfora poética. Sin duda, Borges es un escritor libresco, pero lo es de un modo también paródico: en la enorme biblioteca que nos dispensa su obra, los libros que ha inventado para burlar a los eruditos son elementos importantes, y no menos la presencia de su mayor ficción: ese fantasmal «Borges» que se inventa a sí mismo como creador y lector de todos esos libros.

Hay varios indicios de que uno de sus secretos propósitos era borrar las fronteras que separan el ensayo de la ficción. Por un lado, tenemos los cuentos que, como «Examen de la obra de Herbert Quain», «Pierre Menard, autor del Quijote» o «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», adoptan la forma de la nota bibliográfica, la necrología literaria o la especulación científica, más cercanas al campo ensayístico que al de la ficción. Se trata, en realidad, de cuentos que carecen de una línea argumental y de dos elementos fundamentales del lenguaje narrativo: la intriga y la evolución dramática de los personajes. Sin embargo, los leemos como «cuentos» porque se presentan como modelos del arte de imaginar y fantasear con las más extrañas y asombrosas posibilidades concebidas por la mente humana.

Inversamente, no pocos ensayos de Borges pueden ser leídos como relatos o alegorías cuya función «narrativa» es la de iluminar cuestiones estéticas o metafísicas. Un notable ejemplo de eso es «El acercamiento a Almootásim», que apareció primero como una de «Dos notas» en el libro de ensayos Historia de la eternidad (1936) y luego emigró a Ficciones (1944); es decir, el autor propuso dos lecturas distintas del mismo texto, facilitadas por su indefinición genérica.

Al plantear la argumentación intelectual como un vehículo para estimular nuestra imaginación y conducirla al reino de lo ficticio, Borges produjo un cambio cualitativo en el lenguaje y el propósito habituales del ensayo. En Otras inquisiciones hay un texto titulado «La flor de Coleridge» que trata uno de sus motivos favoritos: el de la creación literaria como un conjunto limitado de imágenes y formas que se despliegan en una serie infinita de distintas versiones, dentro de la cual se confunden el original y la copia o, mejor aún, no existe ni uno ni otra. En el mismo libro aparece otro texto sobre el autor inglés, cuyo título hace explícito su asunto: «El sueño de Coleridge»; en él vincula la actividad literaria a la onírica, lo que nos recuerda que el mundo puede ser también ilusorio. Aunque sólo nos ocuparemos del primero, conviene leerlos como textos a la vez paralelos y divergentes. Éste es un rasgo significativo del arte ensayístico de Borges: el examen de cualquier tema es continuo y circular, lo que justifica la presencia de notas y postdatas que revisan lo ya examinado.

Sus razonamientos suelen seguir un método paradójico cuyos pasos se adaptan a un esquema bastante reconocible: el planteamiento de una teoría o cuestión —de índole literaria, filosófica o intelectual— en principio problemática y difícil de aceptar; el resumen de las varias y discrepantes interpretaciones que esa cuestión ha tenido a lo largo del tiempo y los posibles errores que las invalidan; el examen de las alternativas que el asunto permite, incluyendo la suya; y la sospecha de que su nueva propuesta no está necesariamente exenta de alguna secreta falacia, lo que nos obliga a repensar todo otra vez.

Esto último es fundamental, porque deja al lector en libertad para pensar o imaginar lo que quiera, y confirma además la ironía y el escepticismo filosófico de Borges respecto de las leyes que rigen el conocimiento humano y su búsqueda de la verdad.

Varios de esos pasos aparecen en «La flor de Coleridge». El ensayo comienza con una cita de Paul Valéry que contiene una idea casi asombrosa: la de que la verdadera historia de la literatura no debería hablar de autores y obras, sino presentar «La Historia del Espíritu como productor o consumidor de literatura» (17). Aunque su punto de partida es una idea ajena, Borges inmediatamente la asimila a su sistema, agregando que la sorprendente teoría de Valéry en verdad tampoco es original: un siglo antes, el Espíritu, a través de «otro de sus infinitos amanuenses» cuyo nombre era Emerson, había observado que existía tal unidad entre todos los libros del mundo que bien podían haber sido redactados por un único «caballero omnisciente». Borges invoca aun a otro «amanuense» anterior, Shelley, quien señaló que todos los poemas son fragmentos de un solo poema infinito.

Sutilmente, el autor convierte una idea en principio insólita en una especie de constante del pensamiento humano, en parte de una tradición, lo que le permite jugar con otro de sus temas favoritos: el carácter siempre misterioso y sorpresivo de las fuentes literarias. Para realizar su «modesto propósito» (ibid.), presenta tres distintos textos que, al inicio, parecen tener poca relación entre sí. (En el pensamiento de Borges, los textos se conectan de modo insólito o anómalo, negando la cronología y a veces la lógica.) El primero es de Coleridge y contiene una posibilidad casi inconcebible: ¿qué pasaría si un hombre soñara que ha estado en el Paraíso, en prueba de lo cual le dan una flor, y descubriese, al despertar, que tiene esa misma flor en la mano?

De allí, el ensayista extrae una primera conclusión: la de que, en literatura, «no hay acto que no sea coronación de una infinita serie de causas y manantial de una infinita serie de efectos» (18). En el fondo, la flor es una alegoría que ha reaparecido en la literatura universal, muchas veces y bajo distintos ropajes, sobre los contactos, fascinantes o aterradores, de nuestro mundo con el más allá, que implica un viaje a lo desconocido y una contradicción de todas las evidencias de la realidad normal. En nuestra literatura, quizá uno de los ejemplos más conocidos sea el cuento «Lanchitas» (1878), de José María Roa Bárcenas (1827-1908), en el que un cura que asiste a un moribundo, deja olvidado su pañuelo en casa de éste y, cuando va a recogerlo, descubre que el lugar no ha sido habitado por largos años; es decir, ha estado en el mundo de los muertos y sólo tiene el pañuelo como prueba de que no ha soñado o no está loco.

El segundo texto que Borges invoca sobre el tema es The Time Machine (1894) de H.G. Wells, cuyo protagonista realiza un imposible viaje en el tiempo, específicamente hacia el reino del porvenir, del que trae una flor marchita. En este caso, la imaginación literaria converge con las teorías científicas que plantean la posibilidad concreta de realizar un viaje en una u otra dirección del tiempo. En años recientes, este tema ha dejado de ser mera especulación propicia para relatos de ciencia ficción o material para el cine de entretenimiento, para convertirse en motivo de seria reflexión científica. Físicos como el famoso Stephen W. Hawking han escrito obras que examinan esa posibilidad como parte de los problemas esenciales de la física moderna.

La clave para realizar ese viaje no parece estar en el uso de vistosas naves intergalácticas, sino en aparatos como el acelerador de eones y en el supuesto de que el universo es curvo. Sin embargo, pasar de la teoría a la práctica no es fácil, y exige la solución de cuestiones y paradojas que no son muy distintas de la flor de Coleridge o el pañuelo abandonado del cuento de Roa Bárcenas; por ejemplo, lo que los científicos han llamado «la paradoja del abuelo»: si un viajero del tiempo encuentra a su abuelo y lo mata, su existencia como nieto es lógicamente imposible. Todo esto, que Borges no podía haber previsto, demuestra que el movimiento de las ideas no es lineal. Igual que el universo según los nuevos físicos.

El tercer texto es The Sense of the Past, una novela inconclusa y poco conocida del «triste y laberíntico» (19) Henry James, cuyo héroe hace el viaje inverso al de Wells: regresa al pasado, exactamente al siglo XVIII. El móvil de ese retorno es un retrato que alguien ha pintado de él: pero en el siglo XVIII, en el que, por cierto, no existía.

De todo esto, Borges extrae una alarmante conclusión: «La causa es posterior al efecto; el motivo del viaje es una de las consecuencias del viaje» (ibid.). Con delicada ironía, el autor alivia el aparente escándalo de la teoría de que «todos los autores son un autor» (19-20) declarando que está respaldada por la visión clasicista para la cual «esa pluralidad importa muy poco» (20), lo que remite otra vez a la idea de Valéry que sirvió como impulso inicial de este ensayo.

La pieza se cierra con una observación que, nuevamente, parece insostenible, pero que Borges alcanzaría a demostrar de modo magistral: la de que quienes copian «deliberadamente» a otro autor, lo hacen «impersonalmente» porque «confunden a ese escritor con la literatura» (ibid.). Bien sabemos que la puesta en práctica de esa teoría del plagio como suprema o secreta creación es el relato «Pierre Menard, autor del Quijote«. Y así, el ensayo que termina siendo un brillante ejercicio de la imaginación se confirma por un relato que asume esa forma menor de la crítica que es —como dijimos al comienzo— la nota necrológica. La circularidad del arte borgesiano pone en el centro de todo el razonamiento imaginativo la libertad del lector para creer lo que quiera. ¿Acaso son otras las virtudes propias del género ensayístico?

Divagaciones sobre leer y escribir

Estas divagaciones sobre leer y escribir, de Luis Ignacio Helguera, problematizan las dos actividades como complementarias en la formación de todo escritor y las contrapone, además, con otro punto para él esencial:el de la vida mundana. El texto es un fragmento del libro De cómo no fui el hombre de la década y otras decepciones, y lo pueden leer por acá.

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Leer y escribir son actos complementarios. Un escritor que no lee es tan dudosamente escritor como uno que no escribe. Pero la lectura y la escritura son complementarios no sólo en el escritor sino, en cierto sentido, en cualquiera: escribir supone una asimilación de lo leído y leer es revivir lo escrito. Leer y escribir ponen en juego la palabra, la reviven, la alumbran de sentido: actos que ponen la palabra en acto.

Para escribir es indispensable leer o haber leído, pero ¿cuánto? Hay escritores que leen mucho y escriben mucho, que devoran bibliotecas y las restituyen con sus libros, como, entre nosotros, Alfonso Reyes y Octavio Paz; escritores que leen mucho y escriben poco, como Julio Torri o Juan Rulfo; escritores que leen poco y escriben poco; escritores que no tienen tiempo de leer porque escriben mucho y hasta escritores que no abren otro libro que no sea el suyo.

La verdad es que la cuestión de la lectura no es de cantidad sino de calidad. ¿De qué sirve leer y leer volúmenes si no se retiene nada de lo leído? Es tan inútil como leer mucho pero los libros equivocados, o sea, literatura chatarra. Leer y leer no sirve de nada si no se acompaña de una buena digestión bibliófila. Más vale leer y releer poco libros, bien escogidos, que pasar a tontas y a locas por cerros de papel. Dicho de otro modo, más vale libro en mano ―bien leído y releído― que ciento volando, que andar volando por cien.

Hay un libro por ahí que se llama Mil libros, de un señor Luis Nueda. Consiste en resúmenes de los libros que leía y contabilizaba orgullosamente en su biblioteca don Luis. Como ejercicio no está mal: acabar un libro y anotar impresiones, para fijarlas en papel, en la memoria. Sólo que ¿para qué publicar un libro con eso? El verdadero lector no requiere resúmenes de libros sino libros, y sólo el colegial sin denuedo copia a Nueda.

Hay que cultivar la vieja costumbre de los libros de cabecera. Libros predilectos para visitar y revisitar, para habitar como se habita la casa, para usar como se usa la ropa, para citar como se cita a los amigos. Los libros que lo forman a uno son los que forman parte de uno.

El placer de la lectura llega a ser tan grande, que parece una redundancia escribir. Pues bien, resulta que para perpetrar esa redundancia que es escribir no basta leer, a menos que se quiera ser un autor libresco. Hace falta vivir, en el sentido más mundano de la palabra. Y en ocasiones mucha vida mundana no deja leer, como leer mucho no deja vivir mundanamente. «Y yo perdí por los libros / la vida y el mundo», dicen unos versos del poeta búlgaro Dalchev. El equilibrio entre la lectura disciplinada y la aventura mundana es una de las cosas más difíciles de alcanzar para un escritor.

La creación suele surgir de un entrecruce de claves procedentes de la lectura y la experiencia vital. Sobre ese entrecruce de lo leído y lo vivido trabajan facultades como la observación, la imaginación y el lenguaje, en busca de lo todavía «no escrito». Tarea compleja, misteriosa, pero no olvidemos que la creación literaria ―como la artística en general― establece una cierta correspondencia con la otra creación, la del mundo.

La naturaleza de la diversión

En este ensayo breve sobre el autor y su obra, David Foster Wallace busca una metáfora para la relación entre un escritor y sus palabras y encuentra dos paradigmas de situación en su vínculo con el texto. Escribir por diversión, escribir para uno mismo, nos dice Wallace, es más productivo que escribir para los demás.

La mejor metáfora que conozco de la condición de escritor de narrativa se encuentra en Mao II, donde Don DeLillo representa un libro en proceso de escritura como un niño repulsivamente deforme que sigue al escritor a todas partes, yéndole eternamente detrás a cuatro patas (es decir, reptando por el suelo de los restaurantes donde el escritor está intentando comer, apareciendo a primera hora de la mañana a los pies de su cama, etcétera), repulsivamente defectuoso, hidrocefálico y sin nariz y con aletas en vez de brazos e incontinente y retrasado y babeando líquido cerebroespinal por la boca mientras lloriquea y gorgotea y llama al escritor, pidiéndole amor, pidiéndole eso que su misma repulsividad le garantiza que va a obtener: la atención total del escritor.

El tropo de la criatura deforme es perfecto porque capta la mezcla de repulsión y de amor que todo escritor de narrativa siente hacia la obra en la que está trabajando. La narración siempre nace horrorosamente defectuosa, siempre constituye una traición repugnante a todas las esperanzas que habías puesto en ella… una caricatura cruel y repelente de la perfección de su concepción…sí, a ver si lo entiendes: es grotesca por imperfecta, y sí, es tuya, esa criatura, eres tú, y tú la quieres y la meces en tu regazo y le limpias el fluido cerebroespinal de la barbilla caída con el puño de la única camisa limpia que te queda porque llevas tres semanas sin lavar ropa puesto que por fin parece que cierto capítulo o personaje está a punto de acabar de dibujarse y funcionar y a ti te aterra dedicar tiempo a cualquier cosa que no sea trabajar en él porque si apartas la vista ni aunque sea un segundo lo perderás todo, condenando a la criatura a la repugnancia continuada. Y sucede que tú amas al niño deforme y te compadeces de él y lo cuidas, pero también lo odias —lo odias— porque es deforme y repelente, porque algo grotesco le sucedió durante el parto de la cabeza a la página; lo odias porque su deformidad es tu deformidad (puesto que si fueras mejor escritor de narrativa tu criatura, por supuesto, se parecería a esos bebés de los catálogos de venta de ropa para bebés, perfectos y rosados y cerebroespinalmente continentes) y cada una de sus respiraciones repugnantes e incontinentes es una acusación devastadora dirigida a ti, a todos los niveles… de manera que lo que quieres ver muerto, por mucho que lo adores y lo quieras y lo limpies y lo mezas y a veces hasta le apliques la reanimación cardiopulmonar cuando parece que su propia condición grotesca le ha obstruido la respiración y corre el riesgo de morirse.

Todo esto es muy sucio y triste, sí, pero al mismo tiempo es tierno y conmovedor y noble y mola —es una relación genuina, por decirlo así—, e incluso en lo peor de su repugnancia el niño deforme consigue conmoverte y despertar cosas en ti que tú sospechas que se cuentan entre las mejores que tienes dentro: cosas maternales y oscuras. Tú quieres mucho a tu criatura. Y quieres que lo amen también los demás, cuando por fin llegue el momento de que el niño deforme salga y haga frente al mundo. De manera que ocupas una posición algo incierta: amas a la criatura y quieres que la amen los demás, pero eso quiere decir que confías en que los demás no la vean de forma correcta. Es algo así como que quieres engañar a la gente: quieres que vean como perfecto lo que tú en tu corazón sabes que es una traición de toda perfección.

Mejor dicho, no es que quieras engañar a esa gente; lo que quieres es que esa gente vea y ame a un bebé de anuncio, encantador, milagroso y perfecto, y que tengan razón, que estén en lo cierto en lo que ven y sienten. Quieres ser tú el que se equivoca terriblemente: quieres que la repugnancia del niño deforme resulte no ser nada más que una extraña alucinación engañosa que has tenido. Pero eso significaría que estás loco: que en realidad esas deformidades repulsivas que has visto, que te han perseguido y te han hecho encogerte de asco no existen (o por lo menos otros te convencen de eso). Lo cual quiere decir que te falta más de un tornillo y más de dos, está claro. Y lo que es peor: también significaría que ves y desprecias la repugnancia de algo que has hecho (y amas), en tu propio vástago, que en cierta forma eres . Y esta última esperanza preferible representaría algo mucho peor que el mero hecho de ser un mal padre; sería una modalidad terrible de asalto a ti mismo, prácticamente una tortura que te infligirías a tu mismo. Y sin embargo, sigue siendo lo que más quieres: equivocarte de forma garrafal, demente y suicida.

Foster Wallace

Pese a todo, es muy divertido. No me malinterpreten. En cuanto a la naturaleza de esa diversión, no puedo dejar de recordar una pequeña y extraña historia que oí en catequesis cuando yo era más o menos del tamaño de una boca de incendios. Tiene lugar en China o en Corea o en algún sitio por el estilo. Parece ser que había una vez un viejo granjero en las afueras de una aldea de las colinas que trabajaba en su granja con la única ayuda de su hijo y su amado caballo. Un día el caballo, que no solo era muy querido, sino que también resultaba vital para el fatigoso trabajo de la granja, abrió la cerradura de su cuadra o lo que fuera y se escapó a las colinas. Todos los amigos del viejo granjero lo visitaron para lamentarse de que hubiera tenido mala suerte. El granjero se limitó a encogerse de hombros y decir: «Mala suerte o buena suerte, ¿quién lo sabe?». Al cabo de un par de días el amado caballo regresó de las colinas en compañía de toda una valiosísima manada de caballos salvajes, y todos los amigos del granjero acudieron a felicitarlo por la buena suerte en que se había convertido el hecho de que se le escapara el caballo. «Buena suerte o mala suerte, ¿quién lo sabe?», fue lo único que les dijo a modo de respuesta el granjero, encogiéndose de hombros. Ahora que lo pienso, el granjero me suena un poco yiddish para ser un viejo granjero chino, pero es así como yo lo recuerdo. De manera que el granjero y su hijo se pusieron a domar a los caballos salvajes, y uno de los caballos se encabritó y descabalgó al hijo con tanta brutalidad que el hijo se rompió una pierna. Y pronto llegaron otra vez los amigos a compadecerse del granjero y maldecir la mala suerte que le habían traído aquellos malditos caballos salvajes a su granja. El viejo granjero se volvió a encoger de hombros y dijo: «Mala suerte o buena suerte, ¿quién lo sabe?». Al cabo de unos días el Ejército Imperial sino-coreano o quien fuera que entró desfilando en la aldea, reclutando a la fuerza a todo hombre físicamente apto de entre diez y sesenta años para convertirlo en carne de cañón en algún conflicto repulsivamente sanguinario que al parecer se estaba cociendo, vio la pierna rota del hijo y lo dejó en paz por no cumplir con los criterios de aptitud física feudal, de manera que en lugar de ser llevado a la fuerza el hijo pudo quedarse en la granja con el viejo granjero. ¿Buena suerte? ¿Mala suerte?

Esta es la clase de esperanza alegórica a la que te aferras desesperadamente cuando te planteas la cuestión de la diversión como escritor. Al principio, cuando empiezas a probar a escribir narrativa, todo está orientado a divertirte. No esperas que nadie más te lea. Lo escribes prácticamente todo para excitarte a ti mismo. Para permitirte tus fantasías y tu lógica desviada y también para eludir o bien transformar partes de ti mismo que no te gustan. Y funciona, y es muy divertido. Luego, si tienes buena suerte y parece que a la gente le gusta lo que escribes, y encima te pagan por ello, y consigues ver tus cosas impresas de forma profesional y encuadernadas y acompañadas de frases promocionales de otros autores y reseñadas y hasta (en una ocasión) leídas en el metro por la mañana por una chica guapa a la que ni siquiera conoces, todavía parece que la cosa sea másdivertida. Al principio. Luego las cosas empiezan a complicarse y a volverse confusas, y hasta a dar miedo. Ahora tienes la sensación de que estás escribiendo para otra gente, o por lo menos en eso confías. Ya no estás escribiendo únicamente para excitarte a ti mismo, lo cual —puesto que toda masturbación es solitaria y vacía— probablemente esté bien. Pero ¿qué reemplaza a la motivación onanista? Has descubierto que disfrutas mucho del hecho de que a la gente le guste tu escritura, y también descubres que tienes muchas ganas de que a la gente le gusten las cosas nuevas que escribes. La motivación de la pura diversión personal empieza a ser suplantada por la motivación de gustar, de que haya gente guapa a la que no conoces que te aprecie y te admire y te considere buen escritor. El onanismo da paso al intento de seducción, como motivación. Ahora bien, el intento de seducción resulta muy trabajoso, y su diversión se ve compensada por un miedo terrible al rechazo. Sea lo que sea el «ego», tu ego acaba de entrar en juego. O tal vez «vanidad» sea una palabra mejor. Porque te das cuenta de que gran parte de tu escritura se ha convertido en puro exhibicionismo, en intentar que la gente te considere bueno. Y es comprensible. Ahora estás poniendo mucho de ti mismo en juego, cuando escribes; y también está en juego tu vanidad. Descubres algo peliagudo que tiene la escritura de narrativa: que para ser capaz de escribirla es necesaria cierta cantidad de vanidad, pero que cualquier cantidad de vanidad por encima de la estrictamente necesaria resulta letal. Llegando a este punto, más del noventa por ciento de las cosas que estás escribiendo ya están motivadas e informadas por una necesidad abrumadora de gustar. Y esto genera una narrativa de mierda. Y la obra de mierda debe acabar en la papelera, no tanto por una cuestión de integridad artística como por el simple hecho de que la obra de mierda va a hacer que no gustes. Llegado este punto de la evolución de la diversión del escritor, la misma cosa que siempre te ha motivado para escribir ahora te está motivando también para tirar lo que escribes a la papelera. Se trata de una paradoja y de una especie de dilema irresoluble, que puede provocar que te pases encerrado en ti mismo meses o incluso años, durante los cuales te dedicas a lamentarte y rechinar los dientes y quejarte de tu mala suerte y preguntarte con amargura adónde se puede haber ido toda la diversiónde la escritura.

La respuesta inteligente, creo yo, es que escapar de ese dilema pasa por conseguir regresar lentamente a tu motivación original: la diversión. Y si consigues volver a la diversión, descubrirás que a fin de cuentas el repulsivamente desgraciado dilema irresoluble que experimentaste durante tu periodo de vanidad te ha traído buena suerte. Porque la diversión a la que regresas ahora ha sido transfigurada por lo desagradable de la vanidad y el miedo, que ahora tienes tantas ansias de evitar que la diversión que redescubres pertenece a una modalidad mucho más plena y generosa. Tiene algo que ver con el concepto de Trabajo Como Juego. O bien con el descubrimiento de que la diversión disciplinada es mucho más divertida que la diversión impulsiva o hedonista. O bien con darte cuenta de que no todas las paradojas tienen que ser paralizantes. Bajo la nueva administración de la diversión, escribir narrativa se convierte en una forma de adentrarte en ti mismo e iluminar esas mismas cosas que no querías ver ni que nadie más viera, y resulta (paradójicamente) que estas cosas son justamente las cosas que todos los escritores y lectores comparten y sienten, y a las que reaccionan. La narrativa se convierte en una forma extraña de aceptarte a ti mismo y de decir la verdad en lugar de ser una forma de escapar de ti mismo o de presentarte a tu mismo de una forma que supones que hará que le gustes al máximo número de personas. Se trata de un proceso complicado, que confunde y da miedo, y también muy trabajoso, pero que resulta ser la mejor diversión que existe.

El hecho de que ahora puedas mantener la diversión de la escritura justamente por medio de hacer frente a las mismas partes no divertidas de ti mismo que antes habías intentando evitar o camuflar por medio de la escritura ya no constituye ninguna clase de paradoja. Se trata, en cambio, de una especie de milagro, y, comparada con él, la recompensa del afecto de los desconocidos no es más que polvo o pelusa.

Elogio en rosa

José Israel Carranza escribe sobre La Pantera Rosa un texto en el que, además de rastrear los orígenes del personaje, bucea con nostalgia televisiva por el pasado y la memoria. El texto es un fragmento del libro Las encías de la azafata, y pueden leerlo por acá. 

¿Cuántas veces habPink-Panther-Detail-of-an-iconic-Bushwick-mural-by-Jerkface-@incarceratedjerkfaces-e1420491223263ló la Pantera Rosa? Yo sostenía que tres veces: en el episodio del arca (cuando al final pregunta: «¿Por qué los seres humanos no pueden ser civilizados como los animales?»), en otro en el que un codicioso personaje trataba de apoderarse de un diamante (y por alguna razón iba a tocar a la puerta de la Pantera, que lo recibía en batín rojo y con sarcasmos) y en uno más en el que sostenía una violenta disputa con su vecino a causa de una podadora prestada y nunca devuelta. Una madrugada de televisión inesperada no sólo me descubrí en el error, sino que además me encontré con la imposibilidad de alcanzar ya ninguna certeza, pues en el episodio de la podadora había dos personajes con voz: uno era el vecino rijoso y conchudo, y el otro era el mismísimo Diablo, que al final aparecía para soltar una ironía siniestra, cuando las crecientes hostilidades habían hecho volar el mundo en pedazos (en el pleito se intercalaban escenas de películas de guerra y montajes de armas en acción sobre los dibujos animados). La Pantera no abría la boca. Continue reading