En esta nota para la revista Ñ, Maristella Svampa, jurado del Premio Heterónimos de Ensayo, escribe sobre la apropiación criolla sobre el indígena en una revisión crítica que va desde la representación fotográfica hasta la aculturación y el cientificismo.
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La entrevista de Cecilia Fiel, a propósito del ensayo “Indígenas en la Argentina. Fotografías 1860- 1970”, de Mariana Giordano, giraba en torno del concepto de “colonización de la imagen”. Giordano subrayaba la “mirada eurocéntrica”, en una “relación de subordinación”. Los indígenas retratados volverían a ser “capturados” por la foto.
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El que tiene la cámara tiene el poder y cuando uno obtura el diafragma está ejerciendo un poder sobre la otra persona”, dice la nota de Ñ, retomando las palabras de la historiadora Mariana Giordano, quien publicara un libro en el cual estudia las fotografías tomadas a los pueblos indígenas en la Argentina, diseminadas en diferentes museos y casas de estudios de nuestro país y Europa.
Como insisten tantos antropólogos en nuestro país, la violencia genocida ejercida contra los indígenas a través de las diferentes campañas militares, entre 1879 y 1885, no significó su exterminio. Fueron muchos los que murieron en la contienda desigual, pero muchos otros fueron capturados y terminaron compulsivamente integrados a las economías regionales, como trabajadores estacionales, alternado esto con la vida de pequeños productores arrinconados en sus territorios; o bien, pasaron a formar parte de una fuerza de trabajo proletarizada en las ciudades. Otros fueron entregados como trofeos de guerra, como aparece relatado en Quilito , una novela de Carlos María Ocantos, que narra el reparto de indígenas capturados entre las familias prominentes de la oligarquía criolla, donde, como en un gran mercado de esclavos, se describen escenas desgarradoras en las cuales son separados marido y mujer, hermanos de hermanas y, “lo que es más monstruoso, más inhumano, más salvaje, al hijo de la madre”.
Ponerle rostro al “salvaje”
Entre finales del siglo XIX y principios del XX, la difusión de fotografías con retratos de indígenas apuntaló el discurso hegemónico de las elites criollas, que buscaba mostrar a los pueblos originarios como salvajes, bárbaros y opuestos a todo intento de civilización, aunque también éstas podían servir para una tarea más moralizante, a saber, como ejemplo de asimilación. Entre las increíbles historias que aparecen capturadas en fotografías, desde la mirada victoriosa de las elites políticas y científicas, hay dos que llaman la atención, por su enorme significación e impacto simbólico, pues muestran dos caras del genocidio más silencioso, a través de la aculturación y la apropiación.
Una de ellas es de Manuel Namuncurá, hijo del gran cacique Calfucurá. Si seguimos el análisis de Guillermo David en un provocativo ensayo titulado, El indio deseado. Del Dios Pampa al santito gay (2008), veremos que la distancia entre padre e hijo es enorme: Calfucurá fue el temido y celebrado cacique de origen araucano, quien hasta su muerte, impuso claros límites a la vocación expansiva de los sucesivos gobiernos criollos, desde Rosas hasta Avellaneda. Namuncurá, en cambio ilustra el momento posterior al genocidio, el del sometimiento a la cultura dominante. Convertido en hazmerreír de la elite porteña, será el vivo retrato del indígena vencido, del asimilado, quien entrega incluso tres de sus hijos a sus captores, entre ellos, a Ceferino, “para que los eduquen”. La última fotografía de Namuncurá vale más que mil palabras: con sus largos 97 años, ésta lo muestra de cuerpo entero, sin su bigote guerrero y su aro de cacique, luciendo el uniforme de coronel del ejército.
La otra foto emblemática es la de Damiana, una niña aché, de tres años, cuya familia fue exterminada por colonos de Sandoa, en Paraguay, en 1896. Unica sobreviviente, fue bautizada Damiana, ya que, según la liturgia cristiana, ése era el día de San Damián. La niña fue entregada por un antropólogo inglés a Alejandro Korn, el conocido médico y filósofo de La Plata, quien la llevó a la casa de su madre, en San Vicente, donde trabajó durante años como sirvienta. La historia de Damiana tiene todos los elementos de unthriller macabro y muestra como ninguna otra la articulación entre cientificismo, racialismo y poder. Como si fuera un mero objeto de estudio, la niña fue examinada por un reconocido antropólogo alemán, Robert Lehmann-Nitsche, quien como otros colegas suyos, pululaba por el Museo Antropológico de La Plata, donde se exhibían las grandes colecciones de huesos y esqueletos de los indígenas vencidos durante las campañas militares. Un museo único en el mundo en ese rubro siniestro, según me comentara alguna vez una reconocida antropóloga de La Plata… Con Damiana ya adolescente y enamorada, Lehmann-Nitsche, que continuaba con su registro etnográfico, quedó impactado por la naturalidad con la que abordaba la sexualidad, desafiando incluso el castigo de sus apropiadores. Al visitarla dos meses antes de su muerte, todavía en la residencia de los Korn, Lehman-Nitsche tomó una foto de la adolescente desnuda, cuya mirada triste se orienta tímidamente hacia la cámara. “¿Era antropológicamente imprescindible esa foto?”, ¿O ésta ilustra la obsesión del científico alemán, a quien sottovoce se lo apodaba “el erotólogo”?, se pregunta la escritora Alicia Dujovne Ortiz, de quien hemos retomado esta descripción.
Pero la apropiación no termina ahí: Damiana murió de tuberculosis con sólo 14 años, luego de ser encerrada en un hospicio, debido a su conducta sexual. Lehman-Nitsche se llevó su cuerpo al Museo de La Plata, lo descarnó, hizo serruchar su cabeza y la envió a la Sociedad Antropológica de Berlín, a fin de que fuera estudiada por otro científico, Hans Virchow, amigo suyo.
La increíble historia de Damiana fue reconstruida por la antropóloga Patricia Arenas y aparece reproducida en el libro publicado por el colectivo Guías, de la Universidad Nacional de La Plata, Antropología del genocidio, reeditado un año atrás. Desde hace tiempo dicho equipo, que integra la Red de Investigadores en Genocidio y Política Indígena en Argentina, viene realizando un trabajo ejemplar en la identificación y restitución de las “colecciones” de restos humanos del Museo de La Plata a las comunidades de pueblos originarios. Entre éstas, está la restitución de Damiana, cuyo esqueleto fue entregado a los sobrevivientes de la comunidad aché en 2010, en Paraguay y, finalmente, su cráneo, repatriado desde Berlín en 2012.
El pasado que vuelve
La actual política de restitución de restos nos interpela y dispara otras preguntas, no sólo acerca de la relación perturbadora entre ciencia, genocidio y poder, sino también sobre el lugar que los pueblos originarios tienen en la nación argentina y las pesadas deudas que el Estado acumula para con éstos.
Pero lo más inquietante es que estas preguntas coinciden con el retorno de la memoria larga: hoy, como ayer, los pueblos originarios aparecen instalados en territorios valorizados por el capital (megaminería, soja, petróleo, megaemprendimientos turísticos…).
En medio de tantos discursos grandilocuentes sobre los derechos humanos, la sombra del genocidio originario vuelve a cernirse en nuestro horizonte, para mostrar la realidad cruda del despojo, de la persecución y la criminalización, de la confiscación de los territorios, en nombre de los siempre repetidos modelos de progreso y desarrollo.